La pequeña Dorrit (51 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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El caballero anciano y circunspecto resultó ser lord Lancaster Stiltstalking, que había trabajado muchos años a cuenta del Negociado de Circunloquios como representante de la corona británica en el extranjero. Este noble refrigerador había helado en su día varias cortes europeas a lo largo de su vida, y lo había hecho con tantísimo éxito que la mera mención del gentilicio «inglés» bastaba para encoger de frío el estómago de los extranjeros que aún tenían el distinguido honor de recordarlo un cuarto de siglo después.

Ahora estaba jubilado, pero (con un aparatoso pañuelo blanco que parecía un montón de nieve apelmazada) tuvo la gentileza de enfriar la cena. Atisbos de la ubicua naturaleza bohemia se observaban en el carácter nómada del servicio, en sus curiosas carreras con platos y fuentes; pero el noble refrigerador, infinitamente más eficaz que los platos o la porcelana, convirtió la comida en algo espléndido. Enfrió los alimentos, impidió que se calentaran los vinos, mantuvo fresca la salsa y en su punto las verduras.

Sólo había otra persona en la sala: un lacayo microscópicamente menudo que atendía al hombre malévolo que no había conseguido el puesto en correos. Incluso este joven, si hubiera podido desabrocharse la chaqueta y dejar su corazón al descubierto, habría pasado por un lejano simpatizante de la familia Barnacle, dispuesto a aspirar a un cargo oficial.

La señora Gowan, presa de una leve melancolía, viendo a su hijo reducido a buscar el favor del vulgar público como miembro de las viles Artes, en vez de domeñarlo como un legítimo Barnacle y de reclamar lo que era suyo por derecho propio, dirigió la conversación a los males de la época. Fue entonces cuando Clennam se dio cuenta de que este ancho mundo gira en torno a unos ejes minúsculos.

—Si John Barnacle —aseguró la señora Gowan, después de que el carácter degenerado de la época hubiera quedado claro— hubiera renunciado a esa desafortunada idea de contentar al populacho, no habría pasado nada, y creo que la nación se habría salvado.

La anciana dama de la nariz prominente se mostró de acuerdo, pero añadió que, si Augustus Stiltstalking hubiera ordenado que la caballería saliera a las calles con órdenes de atacar, la nación se habría salvado.

El noble refrigerador asintió, pero añadió que, si William Barnacle y Tudor Stiltstalking, cuando acercaron posturas y formaron aquella coalición tan memorable, hubieran tenido la audacia de censurar los periódicos y de convertir en delito que el director de una publicación se atreviera a criticar la conducta de un cargo electo, tanto en el interior como en el extranjero, la nación se habría salvado.

Todos coincidieron en que la nación (sinónimo de los Barnacle o los Stiltstalking) debía ser salvada, pero no era tan evidente qué había que salvar exactamente. Sólo estaba claro que la cuestión concernía exclusivamente a John Barnacle, Augustus Stiltstalking, William Barnacle y Tudor Stiltstalking, o a Menganito y Fulanito Barnacle o Stiltstalking, porque, aparte de ellos, sólo existía el populacho. Y fue esa vertiente de la conversación la que se le hizo sumamente desagradable a Clennam, pues no estaba acostumbrado a semejantes opiniones, y no sabía si era correcto estar ahí sentado, en silencio, mientras una gran nación quedaba reducida a tan minúsculas dimensiones. No obstante, recordó que en los debates parlamentarios, ya versaran sobre la vida material o sobre la vida espiritual de la nación, normalmente sólo intervenían John Barnacle, Augustus Stiltstalking, William Barnacle y Tudor Stiltstalking, Menganito y Fulanito Barnacle y Stiltstalking; que sólo hablaban de ellos mismos y nadie más; no dijo nada en representación del populacho, pues pensó que éste ya estaba acostumbrado a la situación.

El señor Gowan parecía obtener un placer perverso cuando conseguía que los tres interlocutores se pelearan, y viendo cómo Clennam se sobresaltaba por lo que decían. Gracias a su desprecio infinito por la clase que lo había rechazado, así como por la que no lo había aceptado, no se sentía afectado por nada de lo que se manifestaba. Gracias a un estado de ánimo tan envidiable, parecía incluso obtener cierta satisfacción al ver la vergüenza y el aislamiento de Clennam entre aquellas personas de categoría; y si éste se hubiera encontrado en esa situación de rivalidad incesante en la que nadie se encontraba, lo habría sospechado y habría disipado la sospecha por considerarla una vileza.

En el curso de las dos horas siguientes el noble refrigerador, que siempre vivía por lo menos cien años antes de su época, retrocedió unos cinco siglos y pronunció unas solemnes predicciones políticas acordes a ese período. Terminó helando una taza de té y reduciendo su temperatura al mínimo antes de bebérsela.

Entonces la señora Gowan, que se había acostumbrado en sus días de gloria a guardar una butaca vacía a su lado para convocar, de uno en uno, a sus devotos esclavos, y concederles breves audiencias como favor especial, invitó a Clennam a que se acercara con un movimiento de abanico. Éste obedeció y se sentó en el trípode
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que acababa de abandonar lord Lancaster Stiltstalking.

—Señor Clennam —le dijo—, aparte de lo feliz que me hace haberlo conocido, aunque haya sido en este lugar odioso e incómodo, apenas una barraca, hay un asunto que ardo en deseos de tratar con usted. Se trata de una cuestión relacionada con las circunstancias en las que, según tengo entendido, mi hijo tuvo el placer de entablar relaciones con usted.

Clennam agachó la cabeza, gesto que solía ser una respuesta conveniente cuando no comprendía muy bien de qué se le hablaba.

—En primer lugar —preguntó la señora Gowan—, ¿es hermosa de veras?

Si hubiera estado pasando los apuros que nadie pasaba, a Clennam le habría costado mucho responder, mucho más aún sonreír, y decir:

—¿Quién?

—¡Oh! ¡Ya sabe de quién le hablo! —respondió ella—. Esa muchacha de la que Henry está enamorado. Ese desafortunado capricho. ¡Bueno! Si considera usted que el honor me obliga a decir su nombre… la señorita Mickles… Miggles.

—La señorita Meagles —confirmó Clennam— es muy hermosa.

—Los hombres suelen equivocarse tanto en estos asuntos —objetó la dama negando con la cabeza— que debo confesarle que apenas puedo creerlo, aunque se trata de algo que Henry me ha corroborado con gran insistencia y seriedad. Henry se tropezó con esa gente en Roma, ¿no es así?

Esta frase habría sido un insulto gravísimo para cualquiera. Arthur respondió:

—Disculpe, pero no sé si la he entendido bien.

—Esa gente con la que se tropezó —repitió la señora Gowan mientras daba en la mesita unos golpes con las varillas del abanico cerrado (uno grande y verde, que empleaba como sombrilla de manos)—. Con la que se topó. A la que descubrió. Con la que se encontró de casualidad.

—¿Esa gente?

—Sí, esa gente, esos Miggles.

—Lo cierto es que no sé dónde presentó mi amigo, el señor Meagles, a su hija y a Henry Gowan.

—Estoy bastante segura de que se encontró por casualidad con ella en Roma, pero bueno, qué más da, en algún sitio sería. Una cosa, y que quede estrictamente entre nosotros: ¿es muy plebeya?

—Señora, he de decir —respondió Arthur— que yo mismo soy tan indudablemente plebeyo que no me siento capacitado para dilucidar la cuestión.

—¡Espléndido! —exclamó la dama, abriendo el abanico con frialdad—. ¡Maravilloso! ¿Debo deducir entonces que considera usted en secreto que la educación de la muchacha está a la altura de su belleza?

Clennam, tras un momento de tensión, asintió.

—Eso me consuela; espero que tenga razón. Henry me ha contado que ha viajado usted con ellos.

—He viajado con mi amigo el señor Meagles, con su mujer y su hija, algunos meses.

(Este recuerdo no podría haber conmovido el corazón de nadie).

—Me consuela de veras oírselo decir, porque debe usted de haberlos conocido a fondo. Verá, señor Clennam: esta situación no es nueva, pero no me parece que esté mejorando en nada. Por eso, la oportunidad de hablar con alguien como usted, tan bien informado supone para mí un inmenso alivio. Es una suerte. Una gran ayuda, qué duda cabe.

—Lamento decirle —aclaró Arthur— que desconozco las intenciones de Henry Gowan. En absoluto estoy tan bien informado como usted cree. Su error me coloca en una posición muy incómoda. El señor Gowan y yo no hemos hablado ni una sola vez de todo este asunto.

La señora Gowan miró al otro extremo de la sala, donde su hijo, en un sofá, jugaba al
écarté
con la anciana dama que se había mostrado favorable a un ataque de la caballería.

—¿Que no conoce sus intenciones? Claro que no —dijo la señora Gowan—. ¿Que no han hablado del asunto? Claro que no. Eso ya lo suponía. Pero hay confesiones tácitas, señor Clennam; y, como usted ha tratado íntimamente a esa gente, estoy segura de que en este caso se ha producido una confesión como la que imagino. Es posible que esté usted al corriente de la gran desazón que me ha causado ver que Henry elegía una profesión que… ¡en fin! —añadió encogiéndose de hombros—, una profesión muy respetable, supongo, y algunos artistas son, en tanto que artistas, personas de índole superior; pero en nuestra familia nadie había pasado de ser un aficionado, y es una debilidad perdonable sentirse un poco…

Mientras la señora Gowan hacía una pausa para exhalar un suspiro, Clennam, por mucho que hubiera decidido ser magnánimo, no pudo dejar de pensar que, por el momento, era ínfimo el riesgo de que en esa familia alguien superara la condición de aficionado.

—Henry —prosiguió la madre— actúa con gran independencia y es muy cabezota; como esa gente, naturalmente, va a hacer todo lo posible por cazarlo, no albergo muchas esperanzas de que la relación fracase. Tengo entendido que la fortuna de la muchacha es poca cosa; Henry podría haber aspirado a mucho más, pues prácticamente no hay nada que pueda compensar sus vínculos familiares; pero él es responsable de sus actos. Si dentro de poco tiempo no veo que la cosa mejora no me quedará otro remedio que resignarme e interesarme por las virtudes de esa gente. Le estoy sumamente agradecida por lo que me ha contado.

Mientras la señora se encogía de hombros, Arthur volvió a asentir rígidamente. Con un rubor azorado y una actitud dubitativa, añadió en un tono todavía más bajo que hasta entonces:

—Señora Gowan, no sé cómo desprenderme de algo que considero mi deber, pero debo pedirle que sea tan amable de liberarme de esta obligación. Creo que debo aclarar un malentendido, un enorme malentendido en el que usted ha incurrido, si puedo llamarlo así. Usted ha supuesto que el señor Meagles y su familia están haciendo todo lo posible, creo que ésas han sido las palabras…

—Todo lo posible —repitió ella, mirándolo con una tranquila obstinación y sosteniendo el abanico verde entre el fuego y su rostro.

—¿Para atrapar al señor Gowan?

La dama asintió plácidamente.

—La realidad es muy distinta —objetó Arthur—; sé que el señor Meagles no está en absoluto conforme con la situación y que ha dispuesto todos los obstáculos razonables para ponerle fin.

La señora Gowan cerró el enorme abanico verde, con el que dio un golpecito en el brazo de su invitado; después se dio ella otro en los labios, que esbozaban una sonrisa.

—Precisamente —dijo—. A eso me refería.

Él se quedó mirándola para que se explicara.

—¿De veras que no me comprende, señor Clennam?

Él no la comprendía, y así lo manifestó.

—¡Como si yo no conociera a mi hijo, como si no supiera que ésa es exactamente la manera en que hay que tratarlo! —exclamó la señora Gowan con desdén—. ¡Como si esos Miggles no lo supieran tan bien como yo! Ah, qué gente tan astuta, ¡cuánto se nota que se dedican a los negocios! Creo que Miggles ha trabajado en un banco. Seguro que ese banco obtenía grandes beneficios si él ocupaba algún cargo en la dirección. Lo han hecho muy bien, vaya si lo han hecho bien.

—Le ruego, le suplico, señora… —interrumpió Arthur.

—¡Oh, señor Clennam, es imposible que sea usted tan crédulo!

A Arthur le causó una impresión tan dolorosa oír un tono tan altanero y ver cómo se daba unos golpecitos desdeñosos en los labios con el abanico, que aseguró muy serio:

—Señora, créame, se trata de una sospecha injusta y carente de todo fundamento.

—¿Sospecha? —repitió ella—. No es una sospecha, señor, sino una certeza. Lo han hecho del modo más consciente, aunque parece que a usted lo han engañado del todo.

Soltó una carcajada, siguió dándose golpecitos en los labios con el abanico y echó la cabeza atrás, como si quisiera decir: «Se lo aseguro. Sé que gente así es capaz de cualquier cosa con tal de tener el honor de presumir de un vínculo con nosotros».

En ese momento tan oportuno terminó la partida de cartas y el señor Gowan se acercó a ellos, diciendo:

—Madre, si puede prescindir de nuestro invitado hasta otra ocasión, le recuerdo que él y yo tenemos un largo camino por delante y se está haciendo tarde.

Arthur se levantó, pues no le quedaba otro remedio; la señora Gowan le dedicó, en el último momento, la misma mirada y los mismos golpecitos desdeñosos en los labios.

—Ha tenido usted una audiencia excepcionalmente larga con mi madre —comentó Gowan cuando la puerta se cerró tras ellos—. ¡Confío en que no le haya aburrido!

—En absoluto.

Habían contratado un pequeño faetón descubierto para el trayecto, y no tardaron en subir a él. Gowan, que lo conducía, encendió un habano; Clennam no quiso ninguno. En cualquier situación siempre acababa sumiéndose en tal estado de ensimismamiento que Gowan repitió:

—¡Me temo que mi madre ha debido de aburrirlo soberanamente!

Él reaccionó, se obligó a responder: «En absoluto», y volvió a abstraerse.

En ese estado de ánimo que no producía inquietud a nadie, sus cavilaciones habrían versado fundamentalmente sobre el hombre que tenía al lado. Se habría acordado de la mañana en que lo había visto por primera vez, dando patadas a las piedras con el talón, y se habría preguntado: «¿Me aparta a mí del camino con las mismas patadas insensibles y crueles?». Podría haber pensado que quizá esa entrevista con la madre la había organizado Gowan porque sabía lo que ella iba a decir, para dejar clara su posición frente a un rival, para mandarle altivamente un aviso sin verse obligado a revelar sus intenciones. Habría pensado que quizá, aunque Gowan no hubiera albergado tales intenciones, sí podía en efecto haberlo llevado allí para jugar con sus emociones reprimidas, para torturarlo. El curso de esas reflexiones se habría visto interrumpido en ocasiones por un acceso de vergüenza, por una reprimenda que su carácter franco le obligaba a dirigirse, pues se decía que semejantes sospechas, aunque fuera por un instante, constituían una traición a la actitud elevada y libre de envidia que había decidido cultivar. En esos momentos, su lucha interior habría alcanzado los momentos más encarnizados; al levantar la mirada y encontrarse con la de Gowan, se habría sobresaltado, como si éste le hubiera infligido una ofensa.

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