—Perfectamente.
—¿Recuerdas que te conté que íntimamente nunca habíamos podido separar a las gemelas y que, en nuestra fantasía, a la otra le sucedía lo mismo que le sucedía a Tesoro?
—Sí, con toda claridad.
—Arthur —prosiguió el señor Meagles, muy abatido—, esta noche llevo esa fantasía un poco más lejos. Esta noche, querido amigo, tengo la sensación de que has amado a mi querida niña con gran ternura, y de que la has perdido en el momento en que ella era exactamente como Tesoro es ahora.
—Gracias —musitó Clennam—. ¡Gracias!
Y le apretó la mano.
—¿Quieres volver? —preguntó el señor Meagles.
—Dentro de un ratito.
El señor Meagles se marchó y Arthur se quedó solo. Después de andar media hora por la ribera bañada por la plácida luz de la luna, se llevó la mano al pecho y cogió cariñosamente las rosas que llevaba prendidas en la chaqueta. Quizá se las acercó al corazón, quizá a los labios, pero indudablemente se agachó en la orilla y las arrojó a la corriente. Pálidas e irreales bajo la luz de la luna, el río se las llevó.
Cuando entró en la casa, las luces brillaban dentro con intensidad y los rostros que iluminaban, sin descontar el suyo, no tardaron en manifestar una sosegada alegría. Hablaron de muchas cosas (su socio nunca había hecho gala de tal acopio de anécdotas para pasar el tiempo), después se fueron a acostar y se durmieron. Entre tanto las flores, pálidas e irreales bajo la luz de la luna, se alejaban río abajo, del mismo modo que otras cosas más importantes que hemos llevado en nuestro pecho, que han estado cerca de nuestro corazón, se alejan de nosotros rumbo al mar de la eternidad.
La señora Flintwinch sigue soñando
La casa de la ciudad no había perdido ni un ápice de su densa oscuridad mientras se desarrollaban todos estos acontecimientos, y la inválida que vivía en ella continuaba sujeta al mismo círculo invariable. Mañana, tarde y noche; mañana, tarde y noche, se repetían con mecánica monotonía, siempre la misma reaparición desganada de los mismos engranajes, como la pieza renqueante de un reloj.
Cabe suponer que la silla de ruedas llevaba asociados ciertos recuerdos y ensoñaciones, como todos los sitios en los que se asienta un ser humano. Imágenes de calles destruidas y casas cambiadas, tal como eran cuando la ocupante de la silla las frecuentaba; imágenes de personas tal como eran, sin excusarse por el tiempo transcurrido desde la última vez que se dejaron ver: muchas imágenes así habían de aparecer en la larga rutina de los días sombríos. Detener el reloj de una vida de ocupaciones justo en el momento en que fuimos excluidos de ellas, pensar que la humanidad ha interrumpido su curso cuando nosotros hemos dejado de avanzar, ser incapaces de ver los cambios con ojos distintos a los de nuestra existencia uniforme y reducida: he aquí la dolencia de muchos inválidos, la enfermedad mental de la mayoría de los reclusos.
Sólo esta adusta mujer sabía qué escenas y qué actores había vuelto a ver, a lo largo de los años, desde su silla en la habitación oscura. Quizá el señor Flintwinch, que con su sardónica presencia ejercía diariamente sobre ella una excéntrica fuerza mecánica, habría podido sonsacárselo, si hubiera encontrado menos resistencia; pero la anciana era demasiado fuerte para él. Por su parte, Affery ya tenía bastante con contemplar a su señor y a su impedida señora con expresión de vacua perplejidad, con deambular de noche cubriéndose la cabeza con el delantal sin salir nunca de su estado fantasmal de ensoñación, de sonambulismo.
Affery advirtió que el negocio marchaba viento en popa porque su marido andaba muy atareado en la pequeña oficina y recibía a más personas de las que habían aparecido por ella los años anteriores. Esta impresión podía deberse al hecho de que la casa llevara desierta muchos años, aunque él no hubiera dejado de recibir cartas y visitantes, de llevar las cuentas y de atender la correspondencia. Jeremiah también visitaba otros establecimientos, los muelles y los embarcaderos, la aduana, el café Garraway, el café Jerusalén, la Bolsa, de modo que siempre estaba entrando y saliendo. También, cuando la señora Clennam no manifestaba el deseo de contar con su compañía, había empezado a frecuentar una taberna de las inmediaciones en busca de noticias sobre los barcos que habían atracado y los precios de cierre de la jornada, incluso a charlar de trivialidades con capitanes de buques mercantes. Todos los días, en determinado momento, celebraba con la señora Clennam una reunión de negocios, y a Affery, que siempre andaba a tientas por la casa, escuchando y observando, le parecía que el par de listos estaba ganando dinero.
El estado de ánimo en el que la aturdida mujer del señor Flintwinch se había sumido había empezado a manifestarse tan claramente en su apariencia y sus actos que el par de listos, si ya la tenía, en su escasa estimación, por persona de pocas luces, ahora pensaba que se había vuelto idiota. Quizá porque su presencia no era muy comercial, o quizá porque se le había ocurrido que sus clientes lo juzgarían por haberse casado con ella, el señor Flintwinch le pidió que guardase en secreto su relación conyugal, y que sólo lo llamara Jeremiah delante de la señora Clennam. Como la mujer olvidaba con frecuencia la advertencia, sus sobresaltos iban en aumento, pues el marido acostumbraba a vengarse de sus descuidos abalanzándose sobre ella en las escaleras y zarandeándola: por eso, Affery vivía en una perpetua incertidumbre, pues nunca sabía cuándo sería víctima del siguiente ataque.
La pequeña Dorrit había terminado un largo día de trabajo en la habitación de la señora Clennam y estaba guardando cuidadosamente todos los retales antes de marcharse. El señor Pancks, al que Affery acababa de anunciar, se interesaba por la inválida aclarando que, «como pasaba por allí», había querido saber cómo se encontraba, pues se lo había pedido su patrón. La señora Clennam, con el ceño muy fruncido, lo miró.
—El señor Casby ya sabe —respondió— que mi estado no conoce cambios. El único cambio que espero es el definitivo.
—¿De veras, señora? —replicó el señor Pancks, mientras la vista se le iba a la pequeña costurera, que, de rodillas, recogía hilos sueltos, producto de su trabajo, de la alfombra—. Pues tiene usted buen aspecto.
—Aguanto lo que tengo que aguantar. Usted haga lo que tenga que hacer.
—Desde luego, señora, de eso me ocupo.
—Entonces, ¿pasa con frecuencia por aquí? —preguntó la señora Clennam.
—Sí —dijo Pancks—, últimamente mucho; últimamente vengo mucho por este barrio, por una cosa u otra.
—Dígales al señor Casby y a su hija que no se interesen por mí a través de terceras personas. Si quieren verme, saben que de aquí no me voy a mover. No tienen por qué tomarse la molestia de mandar a nadie. No tiene usted por qué tomarse la molestia de venir.
—No es ninguna molestia, señora. Realmente tiene usted un aspecto excepcionalmente bueno.
—Gracias. Buenas tardes.
Estas palabras de despedida, junto al dedo que las acompañaba y que señalaba la puerta, fueron tan bruscas y directas que al señor Pancks no le quedó más remedio que poner fin a la visita. Se pasó la mano por el cabello con un gesto muy enérgico, volvió a mirar a la figura menuda, dijo: «Buenas tardes, señora; no baje, Affery, ya sé dónde está la salida», y se marchó a toda velocidad. La señora Clennam, con la barbilla apoyada en una mano, lo siguió con una mirada atenta y oscuramente recelosa; Affery la miraba a ella como hechizada.
Lenta y reflexivamente, los ojos de la señora Clennam se alejaron de la puerta por la que Pancks había salido y se dirigieron a la pequeña Dorrit, que se estaba levantando del suelo. Apoyando todavía más la barbilla en la mano, con la mirada baja y vigilante, siguió observándola hasta que la joven se dio cuenta. La mirada sonrojó a la muchacha, que clavó la vista en el suelo. La señora Clennam no depuso su actitud.
—Pequeña Dorrit —dijo al fin—. ¿Qué sabes de ese hombre?
—No sé nada de él, señora; sólo lo he visto algunas veces y hemos cruzado algunas palabras.
—¿Y qué te ha dicho?
—No entiendo lo que dice, es un hombre muy raro. Pero nada grosero ni desagradable.
—¿Por qué viene aquí a verte?
—No lo sé, señora —respondió la pequeña Dorrit con la mayor sinceridad.
—Pero sabes que viene a verte, ¿verdad?
—Lo había imaginado. Pero no se me ocurre ningún motivo para que se presente aquí, o en cualquier otro sitio, con ese propósito.
La señora Clennam dirigió la vista al suelo y, con semblante duro y rígido, pendiente de alguna preocupación como antes de la figura que ya no parecía ver, se quedó ensimismada. Pasaron unos minutos antes de que saliera de sus cavilaciones y recobrara su inflexible compostura.
La pequeña Dorrit esperaba para marcharse, pero temía molestarla si se movía. Ahora se atrevió a abandonar el lugar del que no se había movido después de levantarse, y pasó con delicadeza por detrás de la silla de ruedas. Se detuvo para decir:
—Buenas noches, señora.
La anciana extendió la mano y se la puso en el brazo. La muchacha, azorada por el contacto, se tambaleó. Es posible que le pasara por la cabeza un breve recuerdo del cuento de la princesa.
—Dime una cosa, pequeña —le dijo la señora Clennam—. ¿Tienes muchos amigos?
—Ahora mismo muy pocos, señora. Aparte de usted, sólo la señorita Flora y… uno más.
—¿Te refieres a ese hombre? —preguntó la señora Clennam, señalando otra vez la puerta con el dedo enhiesto.
—¡Oh, no, señora!
—¿A algún amigo de éste, quizá?
—No, señora. —La joven negó seriamente con la cabeza—. ¡Desde luego que no! Una persona que no se parece en nada a él, y que no tiene nada que ver con él.
—¡Bueno! —exclamó la inválida, casi con una sonrisa—. No es asunto mío. Te lo pregunto porque me preocupo por ti, y porque creo que he sido tu única amiga cuando no tenías a nadie a quien recurrir. ¿Me equivoco?
—No, señora, claro que no. En muchos momentos, si no hubiera sido por usted y por el trabajo que me ha ofrecido, nos habríamos visto en la miseria.
—Hablas en plural —observó la señora Clennam mirando el reloj de bolsillo que había pertenecido a su difunto marido y que ahora siempre tenía en la mesilla—. ¿Sois muchos?
—Ahora sólo estamos mi padre y yo. Ahora sólo él y yo tenemos que subsistir con lo que gano.
—¿Habéis sufrido muchas privaciones? Tu padre, tú y todos los que seáis —preguntó la señora con calma y deliberación mientras manoseaba el reloj.
—A veces la vida ha sido muy dura —confesó la pequeña Dorrit con su voz suave, con timidez y resignación—, aunque creo que no más, en ese aspecto, que para otros muchos.
—¡Bien dicho! —exclamó en seguida la anciana—. ¡Ésa es la verdad! Eres una muchacha buena y juiciosa. Además, o me equivoco mucho, o también eres agradecida.
—Pero es que serlo es lo más natural, no tiene ningún mérito —replicó la joven—. Sí, me siento agradecida.
La señora Clennam, con una delicadeza que la soñadora Affery nunca habría soñado, cogió la cara de su costurera, se acercó y la besó la frente.
—Márchate ya, pequeña —le dijo—, ¡o llegarás tarde, pobrecilla!
En los sueños que Affery había ido teniendo desde que se había aficionado a ellos, nunca había soñado nada tan asombroso. Le dolía la cabeza de pensar que, si la cosa seguía así, acabaría encontrándose al otro listo besando a la muchacha, y después los dos listos también se besarían y se desharían en un tierno llanto por toda la humanidad. Esta idea la obsesionaba, mientras seguía los pasos livianos de la pequeña Dorrit por las escaleras, a fin de cerrar bien la puerta de la calle.
Al abrirla para que saliera, se topó con el señor Pancks, que, en vez de seguir su camino, como seguramente habría hecho en un lugar menos asombroso y entre fenómenos menos asombrosos, deambulaba por el patio que había delante de la casa. En cuanto vio a la joven, se aproximó a ella con brío, tocándose la nariz con el dedo, y le dijo (como Affery oyó con toda claridad): «El gitano Pancks te adivina el futuro», y se marchó.
—¡Que el Señor se apiade de nosotros! ¡Ahora también tenemos un gitano y un adivino! —exclamó Affery—. ¿Qué será lo próximo?
La señora Flintwinch se demoró en la puerta abierta, pasmada por el enigma, en esa tarde de lluvia y truenos. Las nubes pasaban muy rápidamente, las ráfagas de viento se sucedían, algunas contraventanas del vecindario, que se habían soltado, empezaron a dar golpes, y las caperuzas de las chimeneas y las veletas a girar; en un cementerio de las inmediaciones se había levantado un sinfín de remolinos, como si el viento quisiera sacar a todos los muertos de sus tumbas. Un trueno sordo, que farfullaba por los cuatro confines del firmamento, parecía prometer venganza por ese intento de profanación, y murmurar: «¡Hay que dejarlos descansar!».
Affery, a quien los rayos y truenos inspiraban un miedo sólo igualado por la casa encantada y su oscuridad prematura y sobrenatural, no sabía si entrar o salir; la duda quedó zanjada cuando se cerró bruscamente la puerta por una violenta ráfaga, y la buena mujer se encontró en la calle.
—¿Ahora qué hago, ahora qué hago? —se lamentaba, retorciéndose las manos dentro de ese último sueño, el más aterrador de todos—. ¡La señora está sola y le costaría tanto bajar a abrirme como a los muertos del cementerio!
Ante semejante dilema, Affery, con el delantal a modo de capucha para no mojarse, recorrió varias veces, llorando y a toda prisa, el solitario patio empedrado. Sería difícil decir por qué se agachó en determinado momento para mirar por el ojo de la cerradura, como si así pudiera abrirla; en todo caso, es lo que la mayoría habría hecho en la misma situación, y lo que también hizo ella.
De esa postura se levantó de un respingo, conteniendo un grito, al notar algo en el hombro. Una mano se había posado sobre ella, la mano de un hombre.
El hombre llevaba ropas de viajero, un gorro de viaje ribeteado de piel y una gruesa capa. Parecía extranjero, tenía una gran cantidad de pelo, un bigote negro como la pez —menos en los extremos enmarañados, con cierto matiz pelirrojo—, y una prominente nariz ganchuda. Ante el respingo y el grito de Affery soltó una carcajada; al reírse, el bigote se le escondió debajo de la nariz, y la nariz le tapó el bigote.
—¿Qué sucede? —preguntó en un correcto inglés—. ¿Qué le asusta?
—Usted —respondió ella jadeando.