La pequeña Dorrit (96 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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Este hábil movimiento de balancín entre el señor Dorrit y la señora Merdle en el que alternativamente uno subía y bajaba el otro, sin que por ello ninguno de los dos obtuviera ventaja, actuó como sedante de la tos del señor Dorrit. Éste señaló con la mayor cortesía que debía permitirle que protestara por la hipótesis, aunque fuera obra de la propia señora Merdle, esa dama tan perfecta y elegante (la señora en cuestión inclinó la cabeza ante el cumplido), de que los negocios del señor Merdle, que tan por encima quedaban de las pequeñas iniciativas del resto de los hombres, hicieran otra cosa que ensanchar y expandir el talento que los concebía.

—Es usted la generosidad misma —contestó la señora Merdle con su mejor sonrisa—. Esperemos que así sea. Pero confieso que en mis ideas sobre los negocios soy casi supersticiosa.

El señor Dorrit le dedicó otro cumplido al señalar que los negocios, como el tiempo que era precioso para ellos, estaban hechos para esclavos, no para la señora Merdle, que reinaba sobre los corazones a su antojo. La señora Merdle se rio, y el señor Dorrit tuvo la sensación de que el Busto se sonrojaba, con lo que conseguía uno de los efectos más favorecedores.

—Digo todo esto —explicó la señora Merdle a continuación— porque el señor Merdle siempre se ha tomado el mayor interés en Edmund y siempre ha expresado el más intenso deseo de mejorar su posición. Me parece que ya conoce usted el cargo que ocupa Edmund. En cuanto a su posición particular, depende por completo del señor Merdle. Pero, siendo una absoluta nulidad para los negocios, no puedo saber nada más.

El señor Dorrit expresó de nuevo a su manera el sentimiento de que los negocios nunca serían tan importantes como las damas hechiceras y esclavizadoras. Mencionó entonces su intención, como caballero y padre, de escribir al señor Merdle. La señora Merdle aplaudió con todo su corazón —o con toda su sagaz razón, que venía a ser lo mismo— y ella misma escribió una carta para poner en situación a la octava maravilla del mundo y la mandó con el primer correo.

En esta comunicación epistolar, igual que en sus diálogos y discursos sobre la gran cuestión que trataban, el señor Dorrit envolvía el asunto con muchas florituras, igual que los maestros calígrafos embellecen los cuadernos de ortografía y cálculo, en los que los títulos de las normas elementales de aritmética se convierten en cisnes, águilas, grifos y otras recreaciones, y donde las letras mayúsculas pierden su cuerpo y alma en un éxtasis de tinta y pluma. Sin embargo, dejó el objetivo de la carta lo bastante claro para permitir que el señor Merdle pudiera simular que se había enterado por esta fuente de la noticia. El señor Merdle dio su conformidad, el señor Dorrit contestó al señor Merdle; el señor Merdle contestó al señor Dorrit y pronto se anunció que los poderes correspondientes habían llegado a un arreglo satisfactorio.

Entonces, y no antes, la señorita Fanny entró en escena, preparada por completo para el nuevo papel. A partir de ese momento, absorbió por completo al señor Sparkler en su luz y brilló por ambos y por veinte más. Liberada de la sensación (que tanta inquietud le había causado) de que necesitaba un lugar y un personaje, el bello barco empezó a surcar las aguas con firmeza por la ruta prevista y a navegar con una seguridad y un equilibrio que mostraban sus habilidades marineras.

—Después de que los preliminares se hayan arreglado tan convenientemente, ahora, querida mía, creo que anunciaré formalmente… ejem… a la señora General…

—Papá —contestó Fanny, interrumpiéndolo nada más oír ese nombre—, no veo qué tiene que ver la señora General con esto.

—Querida —dijo el señor Dorrit—, sería un acto de cortesía con… ejem… una dama bien educada y refinada…

—Uf, estoy harta de la buena educación y el refinamiento de la señora General —protestó Fanny—. Estoy cansada de la señora General.

—Cansada —repitió el señor Dorrit con asombro y reprobación— de… ejem… la señora General.

—No la aguanto, papá —dijo Fanny—. Y no sé qué tiene que ver con mi matrimonio. Que se dedique a sus propios planes matrimoniales, si es que los tiene.

—Fanny —contestó el señor Dorrit con una lentitud grave y solemne que contrastaba con la ligereza de su hija—, te ruego que expliques… ejem… lo que quieres decir.

—Quiero decir, papá —dijo Fanny—, que si la señora General tuviera sus propios planes matrimoniales, me parece a mí que serían cosa suficiente para ocupar su tiempo libre. Y, si no los tiene, mucho mejor; pero sigue sin apetecerme disfrutar del honor de anunciarle nada.

—Permíteme que te pregunte por qué, Fanny —dijo el señor Dorrit.

—Porque puede enterarse por su cuenta —contestó Fanny—. Me parece que es lo bastante cotilla, creo yo. Que se entere por su cuenta. Si no se entera, ya lo sabrá cuando me case. Y espero que no lo interprete como falta de afecto por usted, papá, si digo que ese papel es el que le corresponde a la señora General.

—Fanny —dijo el señor Dorrit—, me desconciertas. Me disgusta esta… ejem… caprichosa e incomprensible muestra de animosidad contra… ejem… la señora General.

—Le ruego que no lo llame animosidad —insistió Fanny—, porque le aseguro que no creo que la señora General merezca mi animosidad.

Al oír estas palabras, el señor Dorrit se levantó de la silla y se plantó delante de su hija con una mirada de severa reprobación. Ella, dando vueltas a un brazalete que llevaba en el brazo y mirando de vez en cuando a su padre, añadió:

—Papá, siento muchísimo que no le guste, pero no puedo evitarlo. No soy una niña, no soy Amy y tengo que hablar.

—Fanny —dijo el señor Dorrit jadeando tras un silencio mayestático—. Te ruego que no te muevas de aquí mientras anuncio formalmente a la señora General, en su condición de dama ejemplar… ejem… y miembro de confianza de esta familia… ejem… el cambio que va a producirse entre nosotros; no sólo te lo pido sino que… ejem… insisto en ello…

—Oh, papá —exclamó Fanny, dando especial significado a sus palabras—, si tan importante es para usted, no me queda más remedio que obedecer. Sin embargo, espero que se me permita tener una opinión propia porque, dadas las circunstancias, no puedo evitarlo.

Tras decir estas palabras, Fanny se sentó con una mansedumbre que, entre tanta extremosidad, resultaba desafiante; su padre no supo o no quiso contestar y llamó a Tinkler a su presencia.

—La señora General.

Tinkler, que no estaba acostumbrado a recibir órdenes tan concisas sobre la bella barnizadora, se quedó quieto. El señor Dorrit, viendo todo Marshalsea y todos los testimonios en la pausa, reaccionó violentamente.

—¿Cómo se atreve usted, caballero? ¿Qué pretende?

—Le ruego que me perdone, señor —dijo Tinkler—. Quería saber…

—Usted no quiere saber nada —exclamó el señor Dorrit, congestionado—. No me diga qué quiere. No quiere nada. Se está usted burlando de mí.

—Le aseguro, señor… —empezó Tinkler.

—¡No me asegure usted nada! —dijo el señor Dorrit—. No quiero que un criado me asegure nada. Está usted burlándose de mí. Está usted despedido, están todos despedidos, ¿a qué espera?

—Espero ordenes, señor.

—Mentira —dijo el señor Dorrit—, ha recibido usted ya la orden. Ejem… Quiero que le presente mis respetos a la señora General y le comunique que le ruego que venga a verme, si le resulta conveniente, unos minutos. Estas son las órdenes.

Al ejecutar el recado, tal vez Tinkler expresara además que el señor Dorrit estaba furioso. Fuera como fuere, no tardaron en oír cómo se aproximaba la falda de la señora General, casi a saltos, con insólita celeridad. Se detuvo, sin embargo, en la puerta y entró en la sala con la habitual frialdad.

—Señora General —dijo el señor Dorrit—, siéntese.

La señora General, con una graciosa inclinación de agradecimiento, se acomodó en la silla que el señor Dorrit le ofrecía.

—Señora —prosiguió el caballero—, dado que ha tenido usted la amabilidad de hacerse cargo de la… ejem… formación de mis hijas y como estoy convencido de que nada que las afecte a ellas puede… ejem… resultarle indiferente…

—Eso sería totalmente imposible —dijo la señora General con la mayor tranquilidad.

—Deseo, pues, anunciarle, señora, que mi hija aquí presente…

La señora General inclinó ligeramente la cabeza hacia Fanny, la cual contestó inclinando la suya profundamente y adoptando de nuevo una actitud altiva.

—… que mi hija Fanny es… ejem… está prometida con el señor Sparkler, al que usted conoce ya. Así pues, señora, se verá usted aliviada de la mitad de su difícil cometido… ejem… difícil cometido —el señor Dorrit lo repitió mirando de soslayo a Fanny enojado—. Sin que ello implique, espero, que disminuya el papel que, de modo directo o indirecto, en este momento tiene la amabilidad de desempeñar en mi familia.

—Señor Dorrit —respondió la señora General con las manos enguantadas reposando ejemplarmente en su regazo—, es usted muy considerado y aprecia, tal vez en exceso, mis amistosos servicios.

(Fanny tosió como si dijera: «Tiene usted razón»).

—La señorita Dorrit ha actuado con la mayor discreción que exigían las circunstancias y confío en que me permita ofrecerle mis más sinceras felicitaciones. Estos acontecimientos suelen ser muy auspiciosos cuando surgen lejos de las ataduras de la pasión —la señora General cerró los ojos al decir esta palabra, como si no fuera capaz de pronunciarla mientras veía a alguien—, cuentan con el consentimiento de los parientes próximos y cimentan la orgullosa estructura de un edificio familiar. Confío en que la señorita Dorrit me permita dedicarle mis mejores deseos.

Al llegar a este punto, la señora General se detuvo y añadió internamente para mejorar su expresión: «Papá, pera, pollo, prisma y patatas».

—El señor Dorrit —agregó en voz alta— es siempre muy atento; y le ruego que acepte el tributo de mi gratitud por haber tenido la atención, añadiría incluso distinción, de otorgarme tan pronto esta muestra de confianza. Mis agradecimientos y mis felicitaciones se destinan por igual al señor y a la señorita Dorrit.

—En mi caso —observó la señorita Fanny—, estos agradecimientos resultan gratificantes hasta un punto excesivo. Me quita un peso de encima saber que no tiene usted objeciones. No sé qué habría sido de mí si hubiera usted formulado alguna objeción, señora General.

La señora General cambió los guantes de sitio para que el derecho quedara por encima del izquierdo mientras esbozaba una sonrisa de prismas y patatas.

—Merecer su aprobación, señora General —prosiguió Fanny, devolviéndole una sonrisa en la que no había rastro de los mencionados ingredientes—, será, por supuesto, el más alto objetivo de mi vida de casada; perderla sería, por supuesto, una tremenda desdicha. Sin embargo, espero de su gran bondad que no tenga inconveniente, ni tampoco lo tenga papá, en que corrija el pequeño error en que ha incurrido. Es tan cierto que hasta los más listos se equivocan que incluso usted, señora General, ha cometido un pequeño error. La atención y distinción que ha expresado usted tan admirablemente, señora General, y ha vinculado a esta confidencia constituyen, sin duda, un cumplido muy generoso, pero no lo merezco. El mérito de que se le haya consultado a usted habría sido tan grande por mi parte que me parece que no puedo apropiármelo cuando no me corresponde. Es mérito exclusivo de papá. Le agradezco infinitamente las palabras de ánimo y la protección, pero ha sido papá quien los ha solicitado. Le estoy muy agradecida, señora General, por permitir que alivie mi pecho de tan gran peso dando su consentimiento a mi compromiso, pero no tiene que darme las gracias. Espero que le parezca a usted siempre bien mi actitud después de que me haya marchado de casa y que mi hermana siga siendo, durante mucho tiempo, objeto de su trato arrogante, señora General.

Con estas palabras, expresadas con la mayor cortesía, Fanny salió de la sala con aire alegre y elegante; cuando ya no podían oírla, subió las escaleras corriendo, ruborizada, y se echó sobre su hermana, la llamó lironcillo, la zarandeó para que abriera mejor los ojos, le contó lo que había pasado en el piso de abajo y le preguntó qué pensaba de papá en esas circunstancias.

En relación con la señora Merdle, la joven dama se comportaba con gran independencia y serenidad, sin iniciar hostilidades todavía. De vez en cuando tenían una pequeña escaramuza cuando Fanny tenía la sensación de que aquella dama la trataba con tono de suficiencia o cuando la señora Merdle parecía especialmente joven y hermosa; pero la señora Merdle ponía siempre fin a estos episodios hundiéndose entre los cojines con la más elegante indiferencia y dedicando su atención a otra cosa. La Sociedad (porque esa misteriosa criatura también estaba entre las Siete Colinas) encontraba que la señorita Fanny había mejorado mucho con su compromiso. Era mucho más accesible, mucho más independiente y amable, mucho menos exigente; hasta tal punto que ahora tenía una corte de seguidores y admiradores, ante la amarga indignación de las damas con hijas casaderas, que parecieron rebelarse contra la Sociedad por culpa de la señorita Dorrit y levantaron la bandera de la insurrección. La señorita Dorrit, divertida por el revuelo que causaba, no sólo se movía a través de esa rebelión sino que, incluso con ostentación, conducía al señor Sparkler por ella como si dijera: «Si me parece bien desfilar entre ustedes en procesión triunfal asistida por este débil cautivo, y no con alguno más fuerte, es asunto mío. ¡Es decisión mía!». En cuanto al señor Sparkler, no se planteaba nada; iba a donde lo llevaban, hacía cuanto le decían, tenía la sensación de que las distinciones de las que era objeto su novia eran la forma más fácil de ser él también distinguido y estaba muy agradecido por aquel reconocimiento.

El invierno pasó y llegó la primavera en este estado de cosas y se hizo necesario que el señor Sparkler volviera a Inglaterra y se ocupara de la parte que le correspondía en la expresión y dirección del talento, la sabiduría, las relaciones sociales, el ingenio y el sentido común de su país. La tierra de Shakespeare, Milton, Bacon, Newton, Watt, la tierra de multitud de sabios del pasado y el presente, filósofos abstractos, filósofos naturalistas y maestros de la naturaleza y el arte en sus miles de formas, llamaba al señor Sparkler en su auxilio, no fuera a fallecer. El señor Sparkler, incapaz de resistir el grito desesperado que nacía de las profundidades del alma de su país, declaró que tenía que marcharse.

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