—Si viene conmigo a mi casa, Pancks —dijo Arthur al salir a la calle—, y comparte la comida que tenga ahí (comida, cena o lo que sea), lo consideraré un acto de caridad porque esta noche estoy muy cansado y desorientado.
—Pídame algo más difícil que eso cuando quiera y lo haré —dijo Pancks.
Entre aquel excéntrico personaje y Clennam existía un entendimiento y un acuerdo tácitos que no habían hecho más que afianzarse desde el día en que el señor Pancks saltó sobre la espalda del señor Rugg en el patio de Marshalsea. Cuando el coche se alejó, el día memorable de la marcha de la familia, los dos lo miraron partir y se fueron caminando juntos. Cuando llegó la primera carta de la pequeña Dorrit, nadie estaba más interesado en tener noticias suyas que el señor Pancks. La segunda carta, que en aquel momento se encontraba en el bolsillo del pecho de Clennam, además, lo mencionaba a él directamente. Aunque nunca se había expresado ni explayado abiertamente y aunque lo que acaba de decir era tan escaso como el número de palabras que había empleado, hacía tiempo que Clennam tenía la sensación de que el señor Pancks, a su manera, iba tomándole afecto. Todas esas cuerdas entretejidas lo convirtieron aquella noche en un auténtico cabo de amarre.
—Me siento solo —le explicó Arthur mientras iban andando—. Mi socio está de viaje, por asuntos relacionados con nuestro trabajo, y puede hacer usted lo que mejor le parezca.
—Gracias. No se ha fijado mucho en el pequeño
Altro
hace un momento, ¿verdad?
—No, ¿por qué?
—Es un hombre inteligente y me gusta —explicó Pancks—. Le ha pasado algo raro, ¿se le ocurre qué puede haber sido para que se alterara tanto?
—¡Me sorprende! No tengo la menor idea.
Pancks le explicó los motivos, pero pilló a Arthur desprevenido y éste no pudo sugerirle una explicación.
—Quizá pueda usted preguntárselo directamente, ya que es extranjero.
—¿Preguntarle qué cosa? —contestó Clennam.
—Qué le pasa por la cabeza.
—Primero tendría que asegurarme de que le pasa algo, me parece a mí —dijo Clennam—. Siempre me ha parecido tan diligente, tan agradecido (por poco) y tan digno de confianza que podría creer que desconfío de él y eso no sería justo.
—Es verdad —admitió Pancks—. Mire lo que le digo, Clennam: no puede ser usted patrón de nadie, es demasiado delicado.
—A decir verdad, no tengo una participación grande en la propiedad de Cavalletto —dijo Clennam riéndose—. Vive de tallar la madera. Guarda las llaves de la fábrica, la vigila en noches alternas y se encarga del mantenimiento en general; aunque le damos lo que hay, tenemos poco trabajo a la altura de su talento. ¡Si soy más su consejero que su patrón! Sería más exacto llamarme su consejero y banquero. Y, hablando de mi condición de banquero, ¿no le parece curioso, Pancks, que las ideas arriesgadas que circulan ahora por la cabeza de tanta gente se hayan metido también en la de Cavalletto?
—¿Ideas arriesgadas? —contestó Pancks con un resoplido—. ¿Qué ideas?
—Las de los negocios de Merdle.
—Oh, eso son inversiones —dijo Pancks—. Sí, sí. No sabía que estuviera hablando usted de inversiones.
Esta rápida respuesta hizo que Clennam lo mirara con la duda de si quería decir algo más de lo que estaba diciendo. Pero, como Pancks había pronunciado estas palabras mientras aceleraba el paso y aumentaba correspondientemente el resoplido de la maquinaria, Arthur no insistió en el asunto y pronto llegaron a su casa.
Una cena consistente en sopa y pastel de pichón, servida en una mesita redonda delante del fuego y sazonada con una botella de buen vino, aceitó la maquinaria de Pancks de manera sumamente eficaz; así pues, cuando Clennam sacó una pipa oriental y le puso otra en las manos, el caballero se encontraba ya perfectamente a gusto.
Fumaron en silencio un rato; el señor Pancks parecía un barco de vapor con el viento, la marea, las aguas calmas y todas las condiciones a favor. Fue el primero en decir algo y éstas fueron sus palabras:
—Sí, inversiones es el término exacto.
Clennam, con la misma expresión que antes, contestó:
—¡Ah!
—El asunto del que hablábamos antes —aclaró Pancks.
—Sí, ya veo que ha vuelto a sacar el tema —contestó Clennam, preguntándose por qué.
—¿No es cosa curiosa que estas ideas se hayan metido también en la cabeza del pequeño Altro? ¿No le parece? —preguntó Pancks mientras fumaba—. ¿No es eso lo que ha dicho usted antes?
—Eso he dicho.
—Ah, pero piense en que toda la Plaza tiene la misma idea en la cabeza. Piense que todos me reciben con lo mismo los días de cobro, aquí allá y en todas partes. Paguen o no paguen: Merdle, Merdle, Merdle. Siempre Merdle.
—Es extraño cómo se imponen estas chifladuras —dijo Arthur.
—¿Verdad que sí? —contestó Pancks. Tras fumar durante un par de minutos, con más sequedad de la que cabía esperar tras la sesión de aceitado, añadió—: Porque ya sabe usted que esa gente no entiende de estos asuntos.
—No tiene la menor idea —asintió Clennam.
—La menor idea —exclamó Pancks—. No saben nada de números. No saben nada de cuestiones de dinero. Jamás en su vida han hecho un cálculo, ¡nunca, señor!
—Si hubieran hecho cálculos… —empezó a decir Clennam, pero se detuvo al ver que Pancks, sin cambiar de aspecto, lanzaba un resoplido, nasal o bronquial, que superaba sus esfuerzos habituales.
—¿Si hubieran hecho cálculos? —repitió Pancks a modo de pregunta.
—Pensé que ya había… dado usted su opinión —dijo Arthur sin saber cómo denominar el sonido que lo había interrumpido.
—En absoluto —dijo Pancks—. Todavía no. Ya se la daré dentro de un minuto. ¿Si hubieran hecho cálculos?
—Si hubieran hecho cálculos —observó Clennam, un poco desconcertado por la actitud de su amigo—. Bueno, supongo que tendrían las ideas más claras.
—¿Y cómo es eso, señor Clennam? —preguntó Pancks al instante, dando la curiosa impresión de que, desde el principio de la conversación, tenía preparada la pregunta—. Tienen razón, sabe usted. Ellos no lo saben, pero están en lo cierto.
—¿Al compartir la afición de Cavalletto a especular con el señor Merdle?
—Eso mismo, señor —respondió Pancks—. Yo sí he hecho los cálculos, los he repasado. Son inversiones auténticas y seguras.
Aliviado por haber expresado su opinión, Pancks dio una bocanada a la pipa todo lo profunda que le permitían sus pulmones y dirigió a Clennam una mirada sagaz y firme mientras inhalaba y exhalaba.
En este momento el señor Pancks empezó a esparcir la peligrosa infección que él mismo había contraído. Así se difunden estas enfermedades, de esta sutil manera se propagan.
—¿Quiere decir usted, mi buen amigo Pancks —preguntó Clennam con mucho énfasis—, que pondría sus mil libras, por ejemplo, para cobrar el interés que él da?
—Por supuesto. Lo he hecho ya, Clennam —Pancks tomó otra larga bocanada y exhaló largo rato mientras miraba a Clennam, también largo rato—. Se lo aseguro, Clennam, he repasado los datos. Merdle es un hombre de inmensos recursos, posee un capital enorme y tiene influencia en el gobierno. Es la mejor inversión posible, segura, no falla.
—¡Bueno! —exclamó Clennam mirándolo con expresión grave y mirando después el fuego con la misma expresión grave—. ¡Me sorprende usted!
—¡Bah! —replicó Pancks—. No diga eso, Clennam. Eso mismo debería hacer usted. ¿Por qué no hace lo mismo que yo?
Pancks era tan inconsciente de quién le había contagiado la enfermedad como lo habría sido si de unas fiebres se hubiera tratado. Esta epidemia, al igual que tantas otras enfermedades físicas, primero se había alimentado de la maldad de los hombres y luego se había diseminado gracias a su ignorancia; hasta que, tras un período de tiempo, había contagiado a enfermos que nada tenían de malvados o ignorantes. El señor Pancks tal vez había contraído la enfermedad por culpa de un individuo de esa clase; si bien ante Clennam parecía un auténtico enfermo y tremendamente contagioso.
—¿De veras ha invertido usted —Clennam pasó a denominarlo «inversión»— mil libras, Pancks?
—Por supuesto, señor —replicó Pancks con valentía echando una bocanada de humo—. ¡Y ojalá tuviera diez mil!
Aquella noche Clennam tenía ya dos preocupaciones en su solitario ánimo; una de ellas era la esperanza largo tiempo pospuesta de su socio; la otra, lo que había visto y oído en casa de su madre. Aliviado por tener con quien hablar y con la sensación de que podía confiar en él, fue dando vueltas a ambos asuntos y, cada vez con más energía, regresó al punto de partida.
Sucedió del modo más sencillo. Dejó la conversación sobre las inversiones y, después de contemplar un rato el fuego en silencio a través del humo de la pipa, le contó a Pancks cómo y por qué estaba ocupado con el gran Negociado Nacional.
—Ha sido y sigue siendo una situación difícil para Doyce —terminó por decir con la sinceridad que abordaba el caso.
—Muy difícil —asintió Pancks—. Pero ¿lo está llevando usted?
—¿A qué se refiere?
—Si se ocupa usted de la parte del dinero del negocio.
—Sí, tan bien como puedo.
—Entonces, adminístrelo mejor, señor —aconsejó Pancks—. Compense así a Doyce por su trabajo y sus decepciones. Haga que aproveche las oportunidades de nuestros tiempos. Él nunca buscaría beneficios de ese modo, ya que está ocupado trabajando. Delega en usted.
—Lo hago lo mejor que puedo —contestó Clennam, algo dubitativo—. Aunque no sé si estoy preparado para estas nuevas empresas en las que no tengo experiencia, me estoy haciendo mayor.
—¿Haciéndose mayor? —exclamó Pancks—: Ja, ja.
Las magníficas carcajadas y la serie de resoplidos y ronquidos, producto del asombro y la incredulidad de Pancks eran tan sinceros que no podían cuestionarse.
—Haciéndose mayor? —exclamó Pancks—. Bueno, bueno, lo que hay que oír… ¿Viejo, usted?
La total negativa a alimentar semejante idea que expresaban los ronquidos continuos del señor Pancks, en no menor grado que sus exclamaciones, llevó a Arthur a cambiar de tema. Lo cierto era que temía que al señor Pancks le pasara algo, viendo el violento conflicto entre los resoplidos que echaba y el humo que inhalaba. El abandono del segundo asunto lo lanzó al tercero.
—Sea joven, viejo o de mediana edad, Pancks —dijo cuando se lo permitió una pausa—, lo cierto es que me siento inquieto e inseguro; un estado de ánimo que me lleva incluso a dudar de si lo que parece pertenecerme es realmente mío. ¿Quiere que se lo cuente? ¿Quiere que le haga una importante confesión?
—Cuéntemelo —dijo Pancks—, si me cree digno de confianza.
—Eso creo.
—¡Por supuesto! —la rápida y breve réplica de Pancks, confirmada por el repentino gesto de tenderle la mano, fue muy expresiva y convincente. Arthur estrechó calurosamente aquella mano de carbonero.
A continuación, suavizando los antiguos recelos en la medida en que era posible con una narración comprensible y sin nombrar a su madre, sino hablando vagamente de una pariente suya, confió a Pancks en líneas generales sus temores y la entrevista que había presenciado. El señor Pancks le escuchaba con tal interés que, a pesar de los encantos de la pipa oriental, la dejó junto al fuego, en los hierros de la chimenea, y ocupó las manos, durante todo el relato, en mesarse los cabellos hasta dejar rizos y tirabuzones tan tiesos sobre su cabeza que, cuando Clennam terminó, parecía un Hamlet jornalero en conversación con el espíritu de su padre.
—Eso me lleva de nuevo a las inversiones —exclamó Pancks—. No me meto con que se empobrezca usted para pagar un error que no ha cometido. Eso es asunto suyo. Y cada uno debe comportarse según le dicte su conciencia. Pero, si va a necesitar dinero para salvar a su propia sangre de la vergüenza y la deshonra, ¡gane todo lo que pueda!
Arthur negó con la cabeza, pero se quedó mirándolo pensativamente.
—Enriquézcase todo lo que pueda, Clennam —lo conminó Pancks, concentrando todas sus energías en el consejo—: sea tan rico como pueda serlo honradamente. Es su obligación. No por usted sino en beneficio de los demás. Aproveche el tiempo. El pobre señor Doyce (él sí está haciéndose mayor) depende de usted. Sus familiares dependen de usted. Ni siquiera sabe todo lo que depende de usted.
—Bueno, bueno, bueno… —contestó Arthur—. Ya está bien por hoy.
—Una palabra más, señor Clennam —contestó Pancks—, y lo dejamos ahí. ¿Por qué iba usted a dejar los beneficios a los glotones, los bribones y los impostores? ¿Por qué iba a dejar todos los beneficios para mi patrón y la gente como él? Sin embargo, eso es lo que está haciendo. Cuando digo «usted» me refiero a la gente como usted. Sabe bien que es cierto. Vamos, si lo veo a diario, no veo otra cosa. Es mi trabajo verlo. Por eso mismo digo ¡vaya y gane! —lo apremió Pancks.
—¿Y qué pasa si voy y pierdo? —preguntó Arthur.
—No es posible, señor —contestó Pancks—. Lo he estudiado bien. Una reputación sólida… inmensos recursos… enorme capital… gran posición… importantes contactos… influencia en el gobierno… ¡No puede fallar!
Tras esta última explosión, Pancks se fue calmando gradualmente; dejó de mesarse el cabello, retomó la pipa de los hierros de la chimenea, la llenó de nuevo y se puso a fumar. Dijeron poco más, pero se hicieron compañía mientras pensaban en las mismas cosas y no se separaron hasta medianoche. A la hora de marcharse, Pancks, después de estrecharle la mano, dio una vuelta completa alrededor de Clennam antes de salir por la puerta echando vapor. Arthur lo interpretó como una garantía de que podía confiar incondicionalmente en él si alguna vez necesitaba ayuda, fuera sobre los asuntos de los que habían hablado aquella noche o sobre cualquier otro que lo afectara directa o indirectamente.
Al día siguiente, por momentos, e incluso mientras prestaba atención a otra cosa, Clennam pensó en la inversión de mil libras de Pancks y en que «lo había estudiado bien». Pensó en lo visceral que se había mostrado en este aspecto, aunque su carácter, por lo general, poco tenía de visceral. Pensó en el gran Negociado Nacional y en lo estupendo que sería ver cómo progresaban los asuntos de Doyce. Pensó en el lugar oscuro y amenazador que, en sus recuerdos, llamaba «su casa», y en las sombras que lo convertían en un lugar todavía más amenazador. Observó de nuevo que, fuera donde fuera, veía, oía o tocaba el celebrado nombre de Merdle; le costaba trabajar en su escritorio incluso un par de horas sin que, de un modo u otro, apareciera aquel nombre ante alguno de sus sentidos. Empezó a pensar que era curioso, además, que, fuera donde fuera, sólo él pareciera desconfiar de Merdle. Aunque recordó, llegado a ese punto, que tampoco él tenía recelos. Simplemente, se había mantenido al margen.