Clennam se limitó a responder que, aunque reconocía la validez de los argumentos, no había nada en ellos que disminuyera el carácter imperioso, o que pudiera disminuir el carácter imperioso, de la voluntaria y pública exoneración de su socio. Por tanto, y de una vez por todas, le pedía al señor Rugg que se pusiera inmediatamente manos a la obra. Entonces el abogado obedeció, y Arthur, que se había quedado sin más bienes que su ropa, sus libros y algunas monedas, sumó los papeles de su modesta cuenta de banco a los documentos de la empresa.
La declaración se hizo pública, y se desató una tormenta espantosa. Miles de personas buscaban por doquier a una persona viva a quien acusar, y este caso destacado, que recibió mucha publicidad, puso en el patíbulo a esa persona tan perseguida. Si los que nada tenían que ver con el caso se sentían tan afectados por tales atrocidades, no cabía esperar que los que sí habían perdido dinero se comportaran con mesura. Llegó un aluvión de cartas de los acreedores, llenas de reproches e invectivas, y el señor Rugg, que se sentaba todos los días en la silla del despacho y las leía todas, al cabo de una semana anunció a su cliente que temía que ya se hubiera dictado orden de prisión contra él.
—Debo cargar con las consecuencias de lo que he hecho —respondió Clennam—. Aquí estaré cuando lleguen.
A la mañana siguiente, cuando entraba en la Plaza del Corazón Sangrante por la esquina de la señora Plornish, vio que ésta lo esperaba en la puerta, y que le pedía con mucho misterio que entrase en aquel hogar feliz. En él se encontró con el señor Rugg.
—He creído conveniente esperarlo aquí. Yo no iría al despacho esta mañana si fuera usted, señor.
—¿Por qué no?
—Que yo sepa, han venido al menos cinco.
—Cuanto antes acabemos con esto, mejor —dijo Arthur—. Me entregaré ahora mismo.
—Sí, pero sea razonable, sea razonable —rogó el abogado, interponiéndose entre Clennam y la puerta—. No tardarán en prenderlo, señor, no me cabe duda, pero sea razonable. En estos casos casi siempre aparece algún detalle insignificante que acaba volviéndose muy visible y cobrando mucha importancia. Creo que hay una orden de prisión dictada por un tribunal que sólo lleva deudas menores, y seguramente podrían detenerlo por ella. Pero yo no dejaría que me metieran en la cárcel así.
—¿Por qué no? —preguntó Arthur.
—Yo ingresaría en prisión por una deuda más sustanciosa —respondió el señor Rugg—. Para guardar las apariencias. Como asesor legal, prefiero que sea usted detenido por una orden de uno de los tribunales superiores, si no le importa hacerme ese favor. Eso no daría tan mala impresión.
—Señor Rugg —dijo Arthur, abatido—, lo único que quiero es que termine todo esto. Voy a seguir mi camino, y que pase lo que tenga que pasar.
—¡Otro motivo para ser razonable, señor! —exclamó Rugg—. Le hablo del sentido común. Puede que lo que acabo de decir fuera una cuestión de gustos, pero esto es sentido común. Si lo encarcelaran por esa suma menor, lo mandarían a Marshalsea. Ya sabe usted cómo es esa prisión. Insalubre. Con muy poco espacio. Pero si lo mandaran a la cárcel de King’s Bench…
El señor Rugg hizo un amplio ademán con la mano para indicar que allí el espacio sobraba.
—Prefiero que me metan en Marshalsea —declaró Arthur— antes que en ninguna otra cárcel.
—¿De veras, señor? —respondió el letrado—. En tal caso, esto también es una cuestión de gustos. Emprendamos la marcha.
Al principio el abogado se sintió un poco ofendido, pero lo olvidó en seguida. Atravesaron la Plaza y llegaron al otro extremo. A los residentes les interesaba más ese Arthur caído en desgracia que el de antes: ahora lo consideraban un hombre que les era fiel, que había renunciado a la libertad. Muchos salieron a verlo y a comentar entre ellos, en tono muy pomposo, que estaba «hecho una pena». La señora Plornish y su padre se quedaron en su esquina, en lo alto de las escaleras, muy apenados y con un gesto de incredulidad.
A simple vista, no había nadie esperando cuando Arthur y Rugg llegaron al despacho. Pero un anciano judío, conservado en ron, los había seguido de cerca, y los miró por detrás del cristal antes de que el abogado empezara a abrir las primeras cartas.
—¡Oh! —exclamó Rugg—. ¿Cómo está usted? Pase. Señor Clennam, creo que éste es el caballero del que le hablaba.
El caballero explicó que su visita se debía a «un asuntillo insignificante», y enseñó la orden judicial.
—¿Quiere que lo acompañe, Clennam? —preguntó el letrado muy educadamente mientras se frotaba las manos.
—Prefiero ir solo, gracias. Tenga la bondad de mandarme la ropa.
Rugg se lo prometió de una forma muy aérea y le estrechó la mano. Arthur y su acompañante bajaron las escaleras, accedieron al primer vehículo que encontraron y se dirigieron a la vieja puerta.
«Que el Señor se apiade de mí, pero ¡jamás habría pensado que entraría aquí de este modo!», se dijo Clennam.
El señor Chivery estaba en la puerta, y el joven John en la portería; o bien acababan de terminar el turno, o esperaban a que empezase. Los dos se quedaron más perplejos al ver quién era el nuevo recluso de lo que habría cabido esperar en unos carceleros. El padre le estrechó la mano con cierto azoramiento y le dijo:
—Creo que nunca me había alegrado menos de verlo, señor.
Chivery hijo, más distante, no le tendió la mano: lo estaba observando en un estado de indecisión tan patente que hasta Clennam reparó en ello, pese a lo cansados que tenía los ojos y el corazón. El joven desapareció rápidamente en el interior de la cárcel.
Como Arthur conocía lo bastante bien la cárcel para saber que debía quedarse un rato en la portería, se sentó en una esquina y fingió revisar unas cartas que llevaba en el bolsillo. No se concentró tanto en su lectura como para dejar de advertir, agradecido, que Chivery padre impedía que otros reos entraran en la portería, que a algunos les hacía una seña con la llave para que no se acercasen y a otros les daba un empujón con el codo para que saliesen: que intentaba aliviar su dolor en todo cuanto estaba en su mano.
Arthur seguía sentado con la vista clavada en el suelo, recordando el pasado y lamentándose por el presente, sin examinar muy profundamente ni uno ni otro, cuando notó que lo tocaban en el hombro. Era John hijo, quien le anunció:
—Ya puede venir.
Se levantó y lo siguió. Después de franquear la puerta de hierro que daba acceso al interior y subir un par de escalones, el joven se dio la vuelta y le dijo:
—Le hará falta una habitación. Le he conseguido una.
—Se lo agradezco de todo corazón.
John hijo se dio la vuelta otra vez, lo condujo a la puerta de siempre, subieron las escaleras de siempre y llegaron a la habitación de siempre. Arthur le tendió la mano. El joven la miró, lo miró a él —con semblante severo—, se enderezó, tosió y declaró:
—No, creo que no puedo. No, me resulta imposible. Pero he pensado que le gustaría este cuarto, y aquí lo tiene.
El asombro que le causó a Clennam esta actitud contradictoria desapareció cuando el joven se marchó (cosa que hizo en seguida), pues entonces surgieron los sentimientos que la habitación vacía despertaba en el corazón herido de Arthur, el sinfín de asociaciones que le recordaban a ese ser bueno y amable que la había santificado. Que ella no estuviera allí en ese momento en que su suerte había cambiado envolvía aquel espacio, y también a él, de tanta desolación y tanta necesidad de un rostro amoroso y sincero, que se puso cara a la pared, se echó a llorar y gimió, dando rienda suelta a su pena:
—¡Ay, mi pequeña Dorrit!
El pupilo de Marshalsea
Era un día de sol, y en Marshalsea, donde caía el calor del mediodía, reinaba una calma inusitada. Arthur Clennam se desplomó en una silla solitaria, tan desvencijada como cualquier deudor de la cárcel, y se sumió en sus pensamientos.
En la paz artificial en la que vivía tras sufrir la temida detención e ingresar en prisión —el primer cambio de actitud que la cárcel solía producir, un peligroso remanso de tranquilidad desde el que muchas personas habían caído al abismo de la degradación y la vergüenza en sus miles de formas—, pudo repasar varios episodios de su vida, casi como si hubiera entrado en otro estado de la existencia y le fueran ajenos. Teniendo en cuenta dónde se encontraba, por qué había empezado a frecuentar aquel lugar cuando podía salir y entrar a voluntad, y aquella cariñosa presencia, tan inseparable de los muros y los barrotes que lo rodeaban como de los recuerdos impalpables de su vida reciente, recuerdos que ningún muro ni ningún barrote podía confinar, no era de extrañar que todo cuanto le viniera a la memoria le llevara a pensar de nuevo en la pequeña Dorrit. Pero a Arthur sí le extrañaba; no por el fenómeno en sí, sino porque ese recuerdo le hacía darse cuenta de hasta qué punto esa muchacha tan querida le había ayudado a tomar sus mejores decisiones.
Ninguno de nosotros sabe con quién o con qué hemos podido contraer una deuda de esa índole hasta que una parada importante en la noria de la vida nos ayuda a verlo con claridad. Sucede con la enfermedad, con las penas, con la muerte de una persona querida; es uno de los beneficios más frecuentes de la adversidad. Le pasó a Clennam cuando se abatió sobre él la desgracia, le inspiró reflexiones profundas y tiernas. «Cuando tomé las riendas de mi vida —pensaba— y fijé mis ojos cansados en algo semejante a un objetivo, ¿a quién tenía delante de mí, esforzándose en alcanzar una meta encomiable, sin que nadie la animase ni le prestase atención, enfrentándose a obstáculos indignos que habrían hecho desistir a un ejército de héroes y heroínas reconocidos? ¡A una débil muchacha! Cuando intenté conquistar a la mujer que no me amaba y ser generoso con el hombre que era más afortunado que yo, aunque él no se llegara a enterar ni me lo agradeciera con una palabra amable, ¿quién demostró paciencia, discreción, humildad, un carácter compasivo, el más generoso de los afectos? ¡Esa muchacha pura! Si yo, un hombre, con las ventajas y los medios y las fuerzas de un hombre, hubiera desoído ese susurro interior que me decía que, si mi padre había cometido una falta, mi primer deber consistía en limpiarla y repararla, ¿qué joven de pies delicados que pisan casi desnudos el suelo húmedo, de manos desprotegidas que no dejan de trabajar, de frágil constitución apenas protegida contra el mal tiempo, me habría obligado a avergonzarme de mí mismo? La pequeña Dorrit». Y siempre pensaba aquellas cosas estando solo en aquella silla desvencijada. Siempre en la pequeña Dorrit. Hasta llegó a creer que había sido castigado por haberse alejado de ella, por haber permitido que algo se interpusiera entre él y el recuerdo de sus virtudes.
Se abrió la puerta y por ella asomó la punta de la cabeza de Chivery padre, sin mirar a Arthur.
—Ya he acabado el turno, señor Clennam, y voy a salir. ¿Necesita algo?
—Nada, muchísimas gracias.
—Perdóneme por haber abierto —se excusó—, pero no me oía usted.
—¿Ha llamado?
—Media docena de veces.
Arthur salió de su ensimismamiento y vio que la cárcel había despertado del sopor del mediodía, que los internos deambulaban por el patio umbrío y que mediaba la tarde. Llevaba horas cavilando.
—Han llegado sus cosas —anunció Chivery—, y se las va a subir mi hijo. Se las habría mandado ya, pero él ha insistido en traérselas personalmente, así que no he podido mandarle a nadie. Señor Clennam, ¿puedo hablar un momentito con usted?
—Pase, por favor —respondió Arthur, porque Chivery seguía aún con la mayor parte de la cabeza en el pasillo y sólo se comunicaba con él con un oído, y no con los dos ojos. El señor Chivery mostraba una delicadeza innata, verdadero tacto, aunque su aspecto era el de todo un carcelero, en absoluto el de un caballero.
—Gracias —dijo—, pero no voy a entrar. Señor Clennam, sea benevolente con mi hijo (si es usted tan amable), en caso de que aprecie en él una actitud extraña. John tiene corazón, y bien puesto en el pecho que lo tiene. Su madre y yo sabemos dónde le late, y nos parece que está donde tiene que estar.
Con estas misteriosas palabras, el carcelero apartó la oreja y cerró la puerta. Al cabo de unos diez minutos apareció el hijo.
—Aquí le traigo el baúl —anunció mientras lo dejaba con cuidado en el suelo.
—Es usted muy amable. Lamento profundamente que haya tenido que tomarse la molestia.
Pero el joven ya se había marchado, aunque regresó en seguida y repitió: «Aquí tiene la caja negra», que también dejó en el suelo cuidadosamente.
—No sabe cuánto le agradezco el favor. Espero que ahora nos demos la mano, John.
El muchacho, sin embargo, retrocedió mientras retorcía la muñeca derecha dentro de un anillo formado por los dedos pulgar y corazón de la mano izquierda, y repitió:
—No, creo que no puedo. ¡No, me resulta imposible!
Chivery hijo se quedó mirando al prisionero con dureza, aunque los ojos empezaban a empañársele por algo que se parecía a la compasión.
—¿Por qué, por un lado, está usted enfadado conmigo —preguntó Clennam—, y, por otro, dispuesto a hacerme estos favores? Tiene que haber un malentendido. Si he hecho algo para causarlo, le pido disculpas.
—¡No hay ningún malentendido, señor —replicó John, girando la muñeca dentro del anillo, que le venía bastante estrecho—, ninguna confusión en los sentimientos que me inspira usted en este momento! Si pesara lo mismo que usted, señor Clennam, que no lo peso, y si usted no estuviera confundido, porque lo está, y si eso no contraviniera todas las normas de Marshalsea, que las contraviene… esos sentimientos me darían ganas, más que cualquier otra cosa, de proponerle que riñéramos aquí mismo.
Arthur lo miró un instante con cierta perplejidad y un atisbo de rencor.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. ¡Un malentendido!
Entonces se dio la vuelta y se sentó otra vez en la silla desvencijada con un profundo suspiro.
John hijo lo siguió con la mirada y, tras un breve silencio, exclamó:
—¡Discúlpeme!
—Disculpado —dijo Clennam con un ademán, sin levantar la cabeza—. No añada nada. No lo merezco.
—Señor, estos muebles son míos —explicó el joven en un tono suave y comedido—. Acostumbro a cedérselos a quienes ocupan este cuarto y no tienen. No son gran cosa, pero los tiene a su servicio. Gratis, me refiero. No se me ocurriría dejárselos en otras condiciones. Puede utilizarlos sin darme nada a cambio.