Tras reconocer con un suspiro la inestabilidad de la existencia humana, Flora se apresuró a cumplir con su cometido:
—La verdad es que en ningún momento —prosiguió— ni el peor enemigo podría haber afirmado que ésta era una casa alegre porque nunca se había pretendido que lo fuera pero sí muy impresionante, recuerdo con cariño un día, éramos jóvenes y todavía no sabíamos muy bien lo que hacíamos y Arthur, no se me quita la costumbre, el señor Clennam me llevó a una cocina que no se utilizaba y que se caracterizaba eminentemente por estar toda mohosa y me propuso encerrarme allí de por vida me dijo que me alimentaría con lo que pudiera guardar de sus comidas cuando viniera a casa por vacaciones y también con pan rancio cuando lo castigaran cosa que en ese período dorado sucedía harto frecuentemente, ¿sería una impertinencia o pedir demasiado rogar que me permitan revivir esas escenas y ver la casa?
La señora Clennam, que respondía con una deferencia forzada a la presencia de la señora Finching, pues su visita (antes de la llegada inesperada de Arthur) era sin duda un acto de pura bondad, del que la invitada no obtenía ningún placer, le dio a entender que tenía toda la casa a su disposición. Flora se puso en pie y miró a Arthur para que la acompañara.
—Desde luego —aceptó Clennam en voz alta—, y seguro que Affery se ofrece a llevarnos la vela.
La criada ya había empezado a negarse, y dijo:
—¡No me pida nada, Arthur!
Pero el señor Flintwinch la obligó a callarse y le espetó:
—¿Cómo que no? Affery, ¿se puede saber qué te pasa, mujer? ¡Claro que sí, majadera!
Tras esta reprimenda la criada salió con desgana de la esquina, le dio la horquilla a su marido y cogió la palmatoria que éste le tendía con la otra mano.
—¡Ve tú por delante, mema! —exclamó Jeremiah—. ¿Quiere usted subir o bajar, señora Finching?
—Bajar —respondió Flora.
—Pues entonces baja tú primero, Affery —le ordenó Flintwinch—. ¡Y hazlo bien, o me deslizaré por la barandilla y te empujaré para que te caigas!
Affery encabezaba el grupo de exploradores y Jeremiah lo cerraba, sin la menor intención de dejarlos solos. Arthur miró a su espalda y, al ver quién los seguía, a tres escalones de distancia, con la más fría y metódica de las actitudes, dijo en voz baja:
—¿Es que no hay manera de librarse de él?
Flora lo tranquilizó respondiendo inmediatamente:
—Bueno aunque no es lo más correcto Arthur y algo que ni se me ocurriría hacer delante de un hombre más joven o de un desconocido pero no me importa que esté él dado que usted lo ha querido expresamente pero tenga la bondad de no agarrarme demasiado fuerte.
Como no tuvo valor para explicarle que ésas distaban mucho de ser sus intenciones, Arthur pasó un brazo por la cintura de Flora para que ésta se apoyara.
—Caramba, hay que ver —dijo la invitada—, qué obediente es usted, ciertamente, demuestra un gran respeto y una gran caballerosidad, no cabe duda, pero también es cierto que si desea usted agarrarme con un poco más de fuerza no lo consideraría una grosería.
En esta postura ridícula, que tan indescriptiblemente desentonaba con los pensamientos que lo angustiaban, Clennam bajó al sótano de la casa, notando que, cuando la oscuridad se volvía más densa, Flora parecía pesar más, y que, cuando la casa estaba más iluminada, parecía más liviana. Al salir de la lúgubre parte de las cocinas, todo lo sombrías que cabía imaginar, Affery se detuvo con la vela en la antigua habitación del padre y después pasó al antiguo salón, siempre como un fantasma que no quisiera que lo adelantaran, sin mirar atrás ni responder cuando Arthur le musitaba:
—¡Affery! ¡Affery! ¡Quiero hablar con usted!
En el comedor, a Flora le sobrevino un sentimental deseo de contemplar el armario empotrado en el que Arthur se escondía muchas veces cuando era niño, seguramente porque, al ser un armario muy oscuro, cualquier persona pesaba más en su interior. Clennam, cada vez más desesperado, ya lo había abierto cuando se oyó que llamaban a la puerta de la calle.
Affery, sofocando un grito, se tapó la cabeza con el delantal.
—¿Qué? ¿Quieres que te dé una buena otra vez? —le soltó el señor Flintwinch—. ¡Menuda te vas a llevar, menuda te vas a llevar! ¡Vas a recibir por todos lados!
—Antes de eso, ¿va a ir alguien a abrir? —preguntó Arthur.
—Antes de eso, voy a ir yo, señor —respondió el viejo con mucha furia, como si quisiera aclarar que, enfrentado a dos situaciones difíciles, consideraba su obligación ir a abrir, pero que habría preferido no hacerlo—. ¡Ustedes no se muevan! Affery, mujer, ¡si te mueves lo más mínimo o dices una sola de tus tonterías, te daré tres veces más de lo habitual!
En cuanto se marchó, Arthur soltó a la señora Finching, no sin cierta dificultad, pues la dama había malinterpretado sus intenciones y estaba en una postura en que les resultaba más fácil juntarse que separarse.
—¡Affery, quiero hablar contigo!
—¡No me toque, Arthur! —exclamó ella, apartándose—. No se acerque. Jeremiah lo va a ver. ¡No!
—No me puede ver si apago la vela —aseguró Clennam, haciendo precisamente lo que había dicho.
—¡Lo oirá! —protestó Affery.
—No puede oír nada si se mete usted en este armario oscuro y hablamos aquí dentro —afirmó Arthur, llevando otra vez a cabo lo que decía—. ¿Por qué se tapa la cara?
—Porque tengo miedo de ver algo.
—¿Cómo va a tener miedo de ver algo con lo oscuro que está?
—Pues lo tengo. Mucho más que si hubiera luz.
—¿Por qué?
—Porque esta casa está llena de misterios y secretos; porque está llena de susurros y advertencias; porque está llena de ruidos. Nunca se ha visto una casa con tantos ruidos, ruidos que me van a matar, si Jeremiah no me estrangula antes. Cosa que seguramente hará.
—Aquí yo no he oído nunca un ruido fuera de lo normal.
—¡Ah! Pero ¡los oiría si viviera en la casa y se viera obligado a recorrerla de un lado a otro, como yo! —repuso Affery—. Y, viéndolos a ellos, se daría usted cuenta de que hay muchas cosas de las que hablar, tantas que, como no le dejarían hablar de ellas, a punto estaría de estallar. ¡Ya vuelve Jeremiah! Va a conseguir usted que me mate.
—Mi buena Affery, le juro que veo la luz de la puerta abierta en el suelo del vestíbulo, y usted también la vería si se destapara la cara y echara un vistazo.
—No me atrevo —confesó la criada—, y nunca me atreveré. Siempre me tapo los ojos cuando Jeremiah no me está mirando, y a veces también cuando me mira.
—No puede cerrar la puerta sin que yo lo vea —aseveró Arthur—. Está usted tan segura a mi lado como si él estuviera a cien kilómetros.
—¡Ojalá fuera así! —se lamentó la señora Flintwinch.
—Affery, quiero saber qué pasa aquí; quiero que salgan a la luz algunos de los secretos de esta casa.
—Arthur, ya le he dicho —insistió la señora Flintwinch— que los secretos son esos ruidos, como si alguien anduviera sigilosamente y le crujiera la ropa, los temblores, los pasos en el piso de arriba y en el de abajo.
—Pero ésos no son los únicos secretos.
—No lo sé —respondió Affery—. No me pregunte nada más. Su antigua enamorada anda por aquí cerca, y no sabe cerrar la boca.
Su antigua enamorada, que en realidad se hallaba tan cerca que estaba apoyada en él, haciendo muchos aspavientos y formando un ángulo muy pronunciado, de cuarenta y cinco grados, intervino en este momento para asegurarle a Affery con mayor seriedad que claridad que todo cuanto oyera no saldría de ahí ni sería difundido aunque sólo fuera «para no perjudicar a Arthur, perdón por tomarme tantas confianzas, para no perjudicar a Doyce y Clennam».
—Se lo ruego encarecidamente, Affery, es usted una de las pocas personas de mi infancia a las que recuerdo con cariño; se lo ruego por mi madre, por su marido, por mí, por todos nosotros. Estoy seguro de que, si quiere, me puede contar algo relacionado con la visita de ese hombre.
—Bueno, entonces se lo diré, Arthur —respondió la criada—. ¡Vuelve Jeremiah!
—No, le aseguro que no. La puerta sigue abierta y él está en el umbral, hablando.
—Entonces se lo voy a contar —accedió Affery, después de quedarse escuchando—. La primera vez que vino, él también oyó estos ruidos. «¿Qué es eso?», me preguntó. «No lo sé —le respondí agarrándome a él—, pero lo he oído muchísimas veces». Mientras se lo decía, se quedó mirándome y temblando de pies a cabeza, ¿sabe usted?
—¿Ha venido con mucha frecuencia?
—Sólo esa vez, y la otra noche.
—¿Y la otra noche, después de que yo me fuera, qué hizo?
—Los dos listos se quedaron a solas con él. Jeremiah se puso a mi lado de una zancada después de que yo lo acompañara a usted a la puerta (siempre se pone a mi lado, dando una zancada, cuando me va a pegar), y me dijo: «Affery, te acompaño a la cama, mujer, que te voy a arropar». Y, desde atrás, me apretó el cuello con tanta fuerza que tuve que abrir la boca, y después me tiró a la cama de un empujón sin dejar de asfixiarme. Ésa es su forma de arroparme. ¡Ah, qué hombre tan malo!
—¿Y no vio ni oyó nada más, Affery?
—¿No le he dicho que me obligaron a acostarme? ¡Ya vuelve!
—Le aseguro que sigue en la puerta. Esos cuchicheos y esas advertencias de las que habla… ¿en qué consisten?
—¡Y yo qué sé! No me pregunte por ellos, Arthur… ¡Apártese!
—Querida Affery, si no conozco un poco mejor todo lo que se me ha ocultado, pese a lo que digan su marido y mi madre, las consecuencias serán funestas.
—No me pregunte nada —repitió Affery—. Llevo muchísimo tiempo soñando. ¡Apártese, apártese!
—No es la primera vez que dice eso —observó Clennam—. Es la misma frase que dijo esa noche, en la puerta, cuando le pregunté qué pasaba aquí. ¿Qué quiere decir con que lleva mucho tiempo soñando?
—No se lo voy a decir. ¡Déjeme! No se lo diría ni aunque estuviese solo, y mucho menos con su antigua enamorada delante.
No sirvió de nada que Arthur implorara y que Flora protestara. Affery, que no había dejado de temblar ni de intentar zafarse, hizo oídos sordos a todos los ruegos, empeñada en salir de aquel armario.
—¡Prefiero llamar a Jeremiah a gritos antes que decir otra palabra! Si no me deja tranquila le pediré que venga, Arthur. Es lo último que voy a decir antes de llamarlo. Si alguna vez consigue usted someter a los dos listos (y debería hacerlo, como le dije cuando volvió a casa, pues ha vivido fuera muchos años y no está aterrorizado como lo estoy yo), sométalos en mi presencia, ¡y pídame entonces que le cuente mis sueños! ¡A lo mejor se los cuento entonces!
El ruido de la puerta al cerrarse impidió que Arthur respondiera. Se dirigieron sigilosamente al lugar donde Jeremiah los había visto por última vez; Clennam fue al encuentro del anciano caballero y le anunció que se le había apagado la vela sin querer. El señor Flintwinch no dejó de observarlos mientras la volvía a encender con la llama de la lámpara del vestíbulo, mostrando un profundo mutismo respecto a la persona con la que había estado hablando. Cabe la posibilidad de que el visitante le hubiera aburrido, que se hubiera irritado y que quisiera resarcirse; en todo caso, le ofendió tanto ver a su mujer con la cabeza tapada por el delantal que se abalanzó sobre ella, le cogió la nariz oculta con los dedos índice y pulgar y utilizó toda su capacidad rotatoria para retorcérsela.
Flora, que ahora pesaba continuamente, no permitió que Arthur pusiera fin a la inspección de la casa hasta que le enseñó su antigua habitación, situada en la buhardilla. Él no estaba precisamente concentrado en la visita guiada, pero en ese momento no pudo dejar de reparar (y después tendría ocasión de recordarlo) en la casa tan cerrada y en su ambiente viciado, cerrado; en que habían dejado huellas de pisadas en el polvo de los pisos superiores; y en que había costado mucho abrir la puerta de una sala, lo que llevó a Affery a decir en voz bien alta que había alguien escondido en ella: siguió creyéndolo después de que emprendieran una búsqueda sin encontrar a nadie. Cuando regresaron al fin a la habitación de la madre vieron que la señora Clennam se tapaba la boca con la mano enguantada y hablaba en voz baja con el Patriarca, que estaba delante de la chimenea. Los ojos azules, el cráneo lustroso y los rizos sedosos de éste se volvieron hacia ellos cuando entraron y otorgaron un valor inestimable y un inagotable amor por el género humano a su comentario:
—¡Conque han estado viendo la casa… la casa… viendo la casa!
Estas palabras no eran en sí mismas un brillante ejemplo de sabiduría ni de bondad, pero el Patriarca consiguió que lo parecieran hasta tal punto que entraban ganas de anotarlas.
La noche de un largo día
Ese personaje ilustre, esa gran gloria nacional llamada señor Merdle, continuaba su deslumbrante travesía. Empezó a extenderse la idea de que una persona que había prestado a la sociedad el admirable servicio de ganar tanto dinero a sus expensas no podía seguir siendo un plebeyo. Un título de barón se daba por seguro; con frecuencia se mencionaba un asiento en la Cámara de los Lores. Se rumoreaba que el señor Merdle había torcido el gesto de su dorado rostro ante la posibilidad de ser nombrado barón; que le había comunicado sin ambages a lord Decimus que ese título no le bastaba, que había dicho: «No; seré lord o seguiré siendo simplemente Merdle». Según se contaba, tal respuesta había sumido a lord Decimus hasta la noble barbilla en el abismo de dudas más profundo en que podía hundirse un personaje de tanta altura. Porque los Barnacle, como si formaran una especie propia dentro de la creación, creían que sólo ellos tenían derecho a semejantes distinciones, y, cuando a un soldado, a un miembro de la Marina o a un abogado se les concedía una distinción nobiliaria, ellos le abrían las puertas de la familia, por así decirlo, para demostrar su tolerancia, y después las cerraban en seguida. El atribulado Decimus no sólo sostenía esa opinión por cuestiones hereditarias (añadían los rumores), sino que además sabía que ya se estaban tramitando varias solicitudes para ennoblecer a otros Barnacle, cosa que chocaba con la solicitud del distinguidísimo personaje. Con razón o sin ella, los rumores no dejaban de circular, y lord Decimus, mientras se hallaba, o se suponía que se hallaba, ponderando majestuosamente la cuestión, dio cierto pábulo a las habladurías al embarcarse, en varios acontecimientos públicos, en una de sus típicas carreras de elefante a través de una selva de frases demasiado largas, en las que agarraba al señor Merdle con la trompa, lo zarandeaba y lo exhibía como luminaria de los negocios, artífice de la riqueza de Inglaterra, de la resistencia, del crédito, del capital, de la prosperidad, y compendio de toda suerte de dones.