Era un año más joven que yo, pero parecía serlo más. Estaba en Inglaterra de permiso: ocupaba un puesto en la India, y se esperaba que accediera a un cargo mucho mejor al cabo de poco tiempo. Nos casaríamos a los seis meses y nos marcharíamos allí. Hasta entonces yo seguiría en la casa, y de ahí saldría para la boda. Nadie puso reparos a ninguna parte del plan.
No puedo dejar de decir que ese hombre me admiraba, aunque, si pudiera, no lo diría. La vanidad no tiene nada que ver con esta afirmación, pero es que su admiración me preocupaba. No se molestaba lo más mínimo en ocultarla, lo que me hacía sentir, cuando estaba entre gente rica, que me había comprado por mi belleza, y que lucía su adquisición para justificarse. Ellos me calibraban en su fuero interno, cosa que yo advertía; tenían curiosidad y querían averiguar cuál era mi valor real. Decidí que nunca lo sabrían. Delante de ellos me mostraba inflexible y callada, y antes me habría dejado matar que decir algo que les llevara a pensar que buscaba su aprobación.
Él me decía que no me valoraba lo suficiente. Yo respondía que sí, y que precisamente por eso, porque me valoraba y pretendía seguir valorándome hasta las últimas consecuencias, no me rebajaba y no buscaba congraciarme con esa gente. Él se inquietó e incluso se escandalizó cuando añadí que prefería que no exhibiese su cariño delante de ellos, pero afirmó que sacrificaría incluso los sinceros impulsos de su afecto por el bien de mi tranquilidad.
Con esta excusa empezó a vengarse. Cuando estábamos juntos nunca se acercaba a mí, hablaba con cualquiera menos conmigo. Yo me quedaba sola, sin que me hicieran caso, la mitad de la tarde, mientras él charlaba con su primita, mi pupila. Yo veía en las miradas de la gente que pensaban que ellos formaban una pareja en igualdad de condiciones, no como nosotros dos. Y yo seguía adivinándole el pensamiento a todo el mundo hasta que me invadía la sensación de que la apariencia juvenil de mi prometido me ponía en ridículo, y me enfadaba profundamente conmigo misma por haberlo querido.
Porque sí, lo había querido. Por poco que él lo mereciera, por poco que tuviera en cuenta las torturas que yo soportaba por su culpa, torturas que tendrían que haberme valido su gratitud eterna y absoluta, hasta el fin de sus días… lo quería.
Su tía (quien, no olvide usted, era mi señora) aumentaba intencionada, voluntariamente, mis padecimientos y humillaciones. Disfrutaba perorando, con gran lujo de detalles, sobre qué vida debíamos llevar en la India, cómo debía ser nuestra casa y a qué invitados debíamos recibir, cuando él consiguiera el ascenso. Mi orgullo se sentía herido por la desvergüenza con que señalaba el contraste de mi futura vida de casada con la posición inferior y dependiente que ocupaba entonces. Reprimía mi indignación, pero le demostraba que veía sus intenciones y respondía a sus insultos fingiendo humildad. Le decía que todo cuanto describía iba a ser un honor demasiado grande para mí. Que temía no estar a la altura de un reto de ese calibre. ¡Y pensar que una simple institutriz, la institutriz de su hija, iba a alcanzar un rango tan elevado! Cuando respondía así a ella se la veía incómoda, a todos se los veía incómodos. Sabían que entendía perfectamente lo que había querido decirme.
Fue en esa época, en la que mi situación era más complicada que nunca, en la que más me soliviantaba la ingratitud de mi novio al preocuparse tan poco por las innumerables humillaciones y angustias a las que me veía sometida por su culpa, cuando apareció en la casa ese querido amigo de usted, el señor Gowan. Allí lo conocían desde hacía mucho tiempo, pero había estado en el extranjero. Él comprendió la situación en seguida, y también me comprendió a mí.
Era la primera persona, en toda mi vida, que me comprendía. No hicieron falta ni tres visitas para que me diera cuenta de que pensábamos del mismo modo. Lo noté en la fría desenvoltura con que los manejaba a ellos, a mí, la situación entera. Lo veía claramente cuando declaraba a la ligera la admiración que sentía por mi futuro marido, en el entusiasmo que manifestaba ante nuestro compromiso y nuestro futuro, en sus palabras para desearnos un porvenir pletórico de riqueza y en las alusiones sin esperanza a su pobreza, todas igualmente huecas, socarronas, burlonas. Eso me inspiró un resentimiento y un desprecio por mí misma cada vez mayores, pues el señor Gowan conseguía presentarme todo cuanto me rodeaba desde una nueva y odiosa perspectiva, pese a que fingía pintarlo bajo su mejor aspecto para que lo admirásemos los dos. Era como la figura que representa a la Muerte en los grabados holandeses: sea quien sea el personaje al que coge del brazo, joven o viejo, hermoso o feo, ya baile, cante, juegue o rece con él, siempre le da un aire espectral.
Comprenderá usted que, cuando su querido amigo me felicitaba, en realidad me estaba presentando sus condolencias; que, cuando me consolaba por las humillaciones recibidas, en realidad destapaba todas las heridas que me escocían; que, cuando declaraba que mi «fiel mozalbete» era «el joven más enamorado del mundo, con el corazón más afectuoso», despertaba mi viejo temor de hacer el ridículo. Podría pensar usted que no me estaba haciendo un gran favor. Pero yo lo agradecía, porque sus opiniones reflejaban lo que yo pensaba y confirmaban lo que sabía. No tardé en preferir la compañía de su querido amigo a todas las demás.
Cuando advertí (y no tardé en hacerlo) que esta situación despertaba los celos de mi novio, su compañía me gustó todavía más. ¿Acaso no había tenido que sufrirlos yo? ¿Iban todos los padecimientos a ser míos? No. ¡Que él supiera lo que se sentía! Me causaba un gran placer que los sintiera, y esperaba que así fuera. Más aún. Mi prometido era un hombre insulso si lo comparaba con el señor Gowan, que sabía tratarme de igual a igual y retratar certeramente a todos los desgraciados que nos rodeaban.
Así iban las cosas hasta que un día la tía, mi señora, pensó que debía hablar conmigo. Era una tontería, sabía que yo no lo hacía a mala idea, pero me aconsejaba, sin que nadie se lo hubiera pedido y sabiendo que bastaba con aconsejármelo, que quizá convendría que no pasara tanto tiempo con el señor Gowan.
Le pregunté que cómo sabía cuáles eran mis intenciones. Ella sabía muy bien, me respondió, que no eran malas. Le di las gracias, pero le dije que eso prefería decidirlo yo, y rendir cuentas sólo ante mí misma. Seguramente los otros criados le agradecían que tuviera tan buena opinión de ellos, pero a mí no me hacía falta.
La conversación prosiguió y tuve ocasión de preguntarle cómo sabía que bastaba con darme un consejo para que yo lo obedeciera. ¿Lo deducía por mis orígenes o por el cargo que desempeñaba? No me había comprado en cuerpo y alma. Daba la impresión de creer que su distinguido sobrino había ido a un mercado de esclavos a comprar una esposa.
Seguramente todo habría acabado, antes o después, de la forma en que terminó, pero ella precipitó el fin en ese momento. Me dijo, con una hipócrita conmiseración, que yo tenía muy mal carácter. Al oír de nuevo ese viejo y malintencionado insulto dejé de contenerme y le dije todo lo que había percibido y visto en ella, todo lo que había sufrido en silencio desde que ocupaba la deleznable posición de prometida de su sobrino. Añadí que el señor Gowan me había procurado el único consuelo en medio de tanta degradación, que la había aguantado demasiado tiempo y que me libraba de ella demasiado tarde, pero que no volvería a verlos. Y eso fue lo que pasó.
Su querido amigo me siguió en mi huida; estaba encantado de que hubiera roto mis lazos con la familia, aunque también lo sentía por ellos, que eran excelentes personas (a su manera, las mejores que había conocido), y lamentaba que hubiera sido necesario matar pulgas a cañonazos. Al poco comenzó a asegurar, con mayor sinceridad de la que supuse entonces, que no merecía ser aceptado por una mujer con tantas cualidades como yo y con un carácter tan fuerte, pero… pero…
Su querido amigo me divirtió y se divirtió mientras le vino en gana, y después me recordó que los dos éramos personas de mundo, que los dos sabíamos cómo era el género humano, que los dos sabíamos que el romanticismo no existía y que estábamos preparados para seguir cada uno nuestro camino y buscarnos la vida como personas sensatas; que los dos estábamos seguros de que, cuando nos volviéramos a encontrar, lo haríamos como grandísimos amigos. Eso afirmó, y no lo contradije.
Poco después me enteré de que estaba haciéndole la corte a su mujer actual y de que a ella se la habían llevado de viaje para que él no pudiera verla. Entonces la odié casi tanto como la odio ahora y por eso, naturalmente, mi mayor deseo fue que se casara con él. Me entró una curiosidad insaciable por verla, tanto que me pareció que era uno de los pocos entretenimientos que me quedaban. Viajé un poco, viajé hasta que pude relacionarme con ella, y con usted. Creo que usted todavía no conocía a su querido amigo, que él no había depositado en usted esas inconfundibles muestras de amistad que le ha prodigado después.
En ese grupo conocí a una muchacha cuya posición guardaba, en varios aspectos, un parecido sorprendente con la mía, y en cuyo carácter me interesó y me complació ver la misma rebeldía frente a esa hinchada mezcla de paternalismo y egoísmo que algunos llaman generosidad, protección, benevolencia y otros elevados nombres; me gustó ver en ella esa rebeldía que, como ya he dicho, es inherente a mi naturaleza. También vi que muchas veces la acusaban de tener un «carácter difícil». Como comprendía muy bien lo que escondía esta expresión conveniente, y como quería una compañera que supiese las mismas cosas que yo, quise liberar a la muchacha de su esclavitud, de esa sensación de injusticia. No es necesario añadir que lo conseguí.
Hemos estado juntas desde entonces, compartiendo lo poco que tengo.
¿Quién anda tan tarde por la calle?
Arthur Clennam había emprendido su infructuosa expedición a Calais en un momento de mucho ajetreo en el negocio. Cierta potencia regida por bárbaros, que poseía valiosos territorios en todo el mundo, necesitaba los servicios de un par de ingenieros de inteligencia ágil y ejecución precisa, personas prácticas, capaces de encontrar los hombres y los medios que su inteligencia considerara necesarios a partir de los mejores materiales que tuvieran a mano; ingenieros tan osados y productivos en la adaptación de esos materiales a sus propósitos como en la propia concepción de los propósitos. En esa gran potencia, como estaba regida por bárbaros, no se les había ocurrido enterrar ningún gran proyecto nacional en un Negociado de Circunloquios, como un vino fuerte se resguarda de la luz en una bodega, hasta que pierde la juventud y el fuego, y los trabajadores que se ocupan de los viñedos y pisan las uvas se han convertido en polvo. Con una ignorancia característica, esa potencia actuaba siguiendo las ideas más enérgicas y decididas sobre «cómo hacer las cosas», y jamás mostraba el menor respeto ni concedía el menor valor a la gran ciencia política de «cómo no hacer las cosas». Es más, en ella se practicaba la costumbre salvaje de suprimir ese misterioso arte cuando una persona de ideas avanzadas quería implantarlo.
Así pues, buscaban y encontraban a los hombres que les hacían falta, procedimiento sumamente incivilizado e irregular. Cuando los encontraban, los trataban con mucha confianza y respeto (lo que, de nuevo, demostraba una profunda ignorancia política), y los invitaban a acudir inmediatamente a desempeñar su tarea. En resumidas cuentas, los consideraban hombres que iban a cumplir un cometido y que se relacionaban con otros hombres que querían ver cumplido ese cometido.
Daniel Doyce fue uno de los elegidos. En ese momento no se sabía si estaría ausente meses o años. Clennam había estado ocupado día y noche con los preparativos para su marcha y los informes exhaustivos de todos los detalles y resultados de la empresa común, para que Doyce los conociera: todo ello había requerido mucho trabajo en muy poco tiempo. En cuanto tuvo un rato libre, Arthur cruzó el canal, pero volvió con gran premura para ver a Doyce antes de que éste se marchara.
Arthur le explicó, de forma concienzuda y precisa, cuánto habían ganado y cuánto habían perdido, sus responsabilidades y sus perspectivas. Daniel lo revisó todo con su paciencia habitual y alabó enormemente lo hecho por su socio. Repasó las cuentas como si fueran un mecanismo muchísimo más ingenioso que los que construía él, y después de quitarse el sombrero, agarrándolo por el ala, siguió revisándolas como si estuviera muy concentrado contemplando un motor asombroso.
—Qué maravilla, Clennam, qué regularidad y qué orden. No podría ser más comprensible ni estar mejor hecho.
—Me alegro de que le parezca bien, Doyce. Bueno… en cuanto a la gestión de nuestro capital en su ausencia y a su utilización según el negocio lo necesite de vez en cuando…
Su socio lo interrumpió.
—En estas cuestiones, y en todas las del mismo cariz, le doy carta blanca. Seguirá representándonos a los dos en estos asuntos, como ha hecho hasta ahora, quitándome de encima un peso, cosa que agradezco.
—Aunque, como le suelo decir —respondió Clennam—, menosprecia sin justificación sus dotes para los negocios.
—Puede que sí —reconoció Doyce con una sonrisa—, o puede que no. En cualquier caso, tengo una vocación para la que estoy mejor preparado y que me gusta más. Confío plenamente en mi socio, y estoy convencido de que siempre hará lo mejor. En el ámbito del dinero y las cifras —prosiguió, apoyando su plástico pulgar de artesano en la solapa de la chaqueta de su socio— sólo tengo un prejuicio: no me gusta la especulación. Creo que es el único. Seguramente lo tengo porque nunca he reflexionado a fondo.
—No debería llamarlo prejuicio —protestó Arthur—. Querido Doyce, es lo más sensato del mundo.
—Me alegra que se lo parezca —dijo Daniel, con una chispa de simpatía en los ojos grises.
—Resulta que hace nada —añadió Clennam—, ni media hora antes de que viniera, le estaba diciendo lo mismo a Pancks, que se ha pasado a hacer una visita. Los dos hemos coincidido en que arriesgarse con inversiones poco seguras es una de las más peligrosas locuras, aunque también de las más frecuentes, y muchas veces habría que llamarlas vicios.
—¿Pancks? —repitió Doyce mientras se levantaba el sombrero por la parte posterior y asentía con un gesto de confianza—. ¡Desde luego! Ése sí que es un tipo cauto.
—Y tan cauto —confirmó Arthur—. Todo un ejemplo de precaución.