Pareció que a ambos el carácter cauteloso del señor Pancks les procuraba una diversión mayor de la que se desprendía de sus palabras.
—Y ahora —anunció Daniel—, como los coches no esperan a nadie, mi fiel socio, y, como ya lo tengo todo preparado para marcharme y el equipaje en la puerta, déjeme que le diga una última cosa. Quiero pedirle algo.
—Lo que quiera. Con una excepción. —Arthur expresó claramente esa salvedad porque el semblante de su socio claramente apuntaba a ella—. No me diga que deje de interesarme por su invento.
—Eso es lo que le iba a pedir, ya lo sabe —replicó Doyce.
—Entonces le respondo que no. Con rotundidad: no. Ahora que he empezado le sacaré a esa gente un motivo concreto, alguna declaración responsable, algo parecido a una respuesta de verdad.
—No lo conseguirá —afirmó Doyce, negando con la cabeza—. Créame: nunca lo logrará.
—Por lo menos lo intentaré —insistió Arthur—. No me va a pasar nada malo por intentarlo.
—De eso no estoy tan seguro —objetó Doyce mientras le ponía una mano en el hombro para convencerlo—. A mí sí me han pasado cosas malas, amigo mío. Por culpa de mi invento he envejecido, me he quedado exhausto, he sido humillado, he conocido la decepción. A nadie le sienta bien que le agoten la paciencia, verse maltratado. Me atrevería incluso a afirmar que tantas esperas y retrasos que no han llevado a nada ya le han vuelto a usted un poco menos flexible que antes.
—Es posible que eso se deba a mis preocupaciones personales —repuso Clennam—, no a los atropellos de las autoridades. Todavía no. Todavía no me han hecho daño.
—En ese caso, ¿no va a hacer lo que le pido?
—Desde luego que no —repitió Arthur—. Me daría vergüenza retirarme tan pronto de un campo de batalla en el que un hombre mucho mayor y mucho más comprometido con la causa que yo luchó valerosamente tanto tiempo.
Como no había forma de que cambiara de opinión, Daniel Doyce estrechó la mano que Clennam le tendía y, despidiéndose con una mirada del despacho donde se hacían las cuentas, bajó las escaleras acompañado por su socio. Doyce debía ir a Southampton para unirse a un pequeño estado mayor del que iba a formar parte junto a otros viajeros; un coche esperaba en la puerta, provisto de todo lo necesario, para llevarlo a esa localidad. Los obreros estaban en la puerta para despedirlo, orgullosísimos de él. «¡Buena suerte, señor Doyce! —dijo uno de ellos—. Vaya donde vaya, la gente sabrá que es usted un verdadero hombre, un hombre que domina sus herramientas sin que éstas lo dominen a él, un hombre capaz, un hombre dispuesto, ¡si usted no es todo un hombre, entonces no hay hombres en el mundo!» Este discurso, pronunciado por un tosco espontáneo que estaba al fondo, y de quien previamente no se había sospechado que tuviera tales habilidades, fue recibido con tres sonoros vítores, y el orador se convirtió en un personaje distinguido lo que le quedaba de vida. Mientras resonaban los tres sonoros vítores, Daniel les dedicó un cariñoso adiós y el coche desapareció, como si el aire se lo hubiera llevado en volandas de la Plaza del Corazón Sangrante.
El señor Baptist, tipo agradecido que ocupaba una posición de confianza, se hallaba entre los obreros y había participado en el clamor con todo el ímpetu del que un extranjero es capaz. Lo cierto es que nadie lanza los vítores como los ingleses, que se enardecen tanto unos a otros cuando jalean con todas sus ganas que, en la agitación producida, se percibe el brío de toda la historia nacional, con todos los estandartes ondeando al mismo tiempo, desde la época de Alfredo el Grande. El remolino había arrastrado al señor Baptist antes de que todo estallara, y el italiano estaba recobrando el aliento bastante asustado cuando Clennam le indicó con una seña que lo siguiera al piso de arriba para ordenar los libros y los papeles.
En la calma que siguió a la partida —en ese primer vacío que se instala después de toda separación y que anticipa la gran separación que siempre se cierne sobre toda la humanidad— Arthur, desde su escritorio, veía como en sueños un destello de luz. Sin embargo, sus pensamientos, liberados de otras cargas, volvían al asunto al que más vueltas daba, y revivió, por enésima vez, las circunstancias que conseguía recordar de esa noche misteriosa en que había visto a aquel hombre en casa de su madre. Volvía a tropezarse con el desconocido en la calle, volvía a seguirlo y a perderlo, volvía a encontrarse con él en el patio, mirando la casa, volvía a seguirlo y a tenerlo a su lado en las escaleras.
¿Quién anda tan tarde por la calle?
Compagnon de la Majolaine!
¿Quién anda tan tarde por la calle?
¡Siempre va contento!
No era la primera vez, ni mucho menos, que se acordaba de esa canción infantil: aquel hombre había canturreado esa estrofa cuando lo tuvo a su lado; pero no se había percatado de que en ese momento la estaba cantando él mismo en voz alta, por lo que se sobresaltó al oír la estrofa siguiente:
De todos los caballeros del rey es el primero,
compagnon de la Majolaine
.
De todos los caballeros del rey es el primero,
¡siempre va contento!
Con gran amabilidad, Cavalletto le había indicado la letra y la melodía, pensando que se había detenido porque había olvidado la continuación.
—¡Ah! ¿Conoce usted la canción, Cavalletto?
—¡Por Baco! ¡Claro que sí, señor! En Francia todos la conocen. He oído muchas veces cantarla a los niños pequeños. La última vez que a ella yo he escuchado —añadió el señor Baptist, anteriormente llamado Cavalletto, que solía recurrir a las construcciones gramaticales de su lengua materna cuando sus recuerdos se aproximaban a su país— la cantaba una dulce vocecita. Una vocecita, muy bonita, muy inocente.
Altro!
—La última vez que la oí yo —dijo Arthur— la cantaba una voz de todo menos bonita, y de todo menos inocente. —Lo dijo más para sus adentros que hablando a su acompañante, y añadió, repitiendo las mismas palabras que había pronunciado el desconocido—: ¡Y que lo diga! Tengo un carácter impaciente!
—¿QUÉ? —exclamó Cavalletto, anonadado y súbitamente pálido.
—¿Qué pasa?
—¡Señor! ¿Sabe usted cuándo oí por última vez esa canción?
Con los gestos rápidos de un italiano, dibujó el contorno de una nariz ganchuda, cerró los ojos para que pareciera que estaban más juntos, se despeinó, infló el labio superior para simular que llevaba un tupido bigote y se echó el pesado extremo de una capa imaginaria por encima del hombro. Al mismo tiempo, con una rapidez pasmosa para todo aquel que no conozca a un campesino italiano, esbozó una sonrisa muy llamativa y muy siniestra. Todos estos cambios de fisonomía desaparecieron a la velocidad del rayo y su patrón volvió a verlo pálido y estupefacto.
—¡Por amor del cielo! —exclamó Clennam—. ¿Qué dice usted? ¿Conoce usted a un tal Blandois?
—¡No! —respondió el señor Baptist moviendo la cabeza.
—Pero acaba de describir usted a un hombre a quien vio al mismo tiempo que oía esa canción, ¿verdad?
—¡Sí! —confirmó el señor Baptist, asintiendo cincuenta veces.
—¿Y no se llamaba Blandois?
—¡No! —aseguró el extranjero—.
Altro, altro, altro, altro!
Estas palabras no parecían bastarle para oponerse al nombre, pues también negó con el dedo índice de la mano derecha y con la cabeza.
—¡Un momento! —insistió Clennam mientras desdoblaba un documento en el escritorio—. ¿Era este hombre? Si le leo lo que pone aquí, ¿lo entenderá?
—Todo. Perfectamente.
—Pero venga a verlo también. Acérquese y mire por detrás de mí mientras se lo leo.
El señor Baptist se aproximó, siguió todas las palabras escritas con sus ojos sagaces y lo escuchó todo con la mayor de las impaciencias; después aplastó el papel con las palmas de las manos, como si hubiera atrapado con todas sus fuerzas una criatura peligrosa, y exclamó, mirando muy serio a Clennam:
—¡Es él! ¡Seguro que es él!
—Esto es para mí de una importancia mucho mayor —confesó Clennam, muy agitado— de la que puede imaginar. Cuénteme dónde lo conoció.
El señor Baptist soltó el pliego muy lentamente, sumido en una gran turbación; retrocedió dos o tres pasos mientras hacía el gesto de limpiarse las manos y respondió, muy en contra de su voluntad:
—En
Marsiglia
… Marsella.
—¿Y él qué hacía ahí?
—Estaba preso porque era…
Altro!
Sí, creo que sí… —El señor Baptist se acercó otra vez, sigilosamente, para susurrar—: ¡Un asesino!
Clennam trastabilló, como si con esta palabra le hubieran dado un golpe, debido al cariz terrible que tomaba así la relación de su madre con ese hombre. Cavalletto se arrodilló y le rogó, con una gesticulación superlativa, que le prestara atención mientras le contaba cómo había acabado frecuentando una compañía tan aciaga.
Le relató, con toda sinceridad, lo que le había pasado por dedicarse al contrabando a pequeña escala; que al cabo del tiempo había salido de la cárcel y que había roto con su pasado. Que, en una posada llamada El Amanecer, en Chalons, a orillas del río Saona, lo había despertado una noche, mientras dormía, el mismo asesino, que por aquel entonces se hacía llamar Lagnier, aunque anteriormente se llamaba Rigaud; que el asesino le había propuesto que se asociaran, pero que le inspiraba tanto horror y tanta aversión que había huido en cuanto se había hecho de día, y que desde entonces lo atenazaba el miedo de volver a ver a aquel malvado y de que éste lo reconociera. Tras esta narración, subrayando como sólo saben hacer los italianos la palabra «asesino», algo que no sirvió precisamente para tranquilizar a Clennam, se incorporó de repente, volvió a abalanzarse sobre el documento con una vehemencia que habría pasado por indicio de locura en cualquier hombre de origen septentrional, y gritó:
—¡Y aquí tenemos al mismo asesino! ¡Es él!
Con estos arrebatos tan exaltados, al principio se le olvidó que había visto recientemente al asesino en Londres. Cuando se acordó, Clennam albergó la esperanza de que hubiera sido después de la visita a casa de su madre, pero Cavalletto sabía muy bien cuándo y dónde se había producido el encuentro, y no quedó ninguna duda de que había sido antes.
—Escúcheme bien —le pidió Arthur con gran seriedad—. Este hombre, como acabamos de leer, ha desaparecido de la faz de la tierra.
—¡Pues lo celebro enormemente! —respondió Cavalletto, mirando a lo alto en actitud piadosa—. ¡Mil gracias a Dios! ¡Maldito asesino!
—No hay motivo para celebrarlo —objetó Clennam—; hasta que no se tengan noticias de él no podré estar tranquilo ni un minuto.
—No diga más, benefactor mío; eso cambia las cosas. ¡Mil perdones!
—Bueno, Cavalletto —añadió Arthur, cogiéndolo del brazo y haciendo que se volviera con suavidad, para mirarlo a los ojos—, estoy seguro de que está usted muy agradecido por los pequeños servicios que he podido prestarle.
—¡Y tanto! —exclamó el italiano.
—Lo sé. Si pudiera encontrar usted a este hombre, o saber qué ha sido de él, y obtener alguna información, la que sea, me haría el mayor de los favores, y le estaría tan agradecido, y con mucho más motivo, como me lo está usted a mí.
—No sé dónde buscar —dijo el hombrecillo después de besar la mano de Arthur, presa de un arrebato— ni dónde empezar. No sé dónde ir. Pero ¡valor! ¡Ya basta! ¡Todo eso da igual! ¡Ahora mismo empiezo!
—Ni una palabra de esto a nadie, Cavalletto: sólo a mí.
—¡
Al-tro
! —exclamó el italiano, desapareciendo a toda velocidad.
Affery hace una promesa condicional relativa a sus sueños
Una vez a solas, recordando con toda nitidez los expresivos gestos y miradas del señor Baptist, también llamado Giovanni Baptista Cavalletto, Clennam tuvo un día de lo más tedioso. Intentó en vano concentrarse y ocupar la cabeza con algún asunto profesional o de otra índole, pero siempre acababa volviendo a lo que le angustiaba, y no podía pensar en otra cosa. Como un criminal encadenado en un barco amarrado en un río profundo y claro, condenado a ver siempre, por debajo de los miles de leguas de agua que la corriente empuja delante de él, el cadáver de ese congénere al que ha ahogado y que ahora yace sumergido en el fondo, inmóvil e inalterado, excepto en los momentos en que los remolinos le dan una apariencia más ancha o más larga, o agrandan o reducen sus terribles facciones, del mismo modo Arthur, por debajo del tumulto cambiante de ideas y ensoñaciones transparentes que, nada más aparecer, se sucedían unas a otras, veía, constante y oscuro, sin moverse de su sitio, el único asunto del que había intentado zafarse con el mayor empeño y del que no conseguía huir.
La confirmación que ahora tenía de que Blandois, fuera cual fuera su nombre auténtico, era un personaje sumamente indeseable aumentaba en gran medida su inquietud. Aunque la desaparición de Blandois quedara explicada al día siguiente, el hecho de que su madre hubiera tenido comunicación con un hombre así no iba a cambiar. Esperaba que, aparte de él, nadie más supiera que la comunicación había sido secreta, y que ella se había mostrado sumisa y atemorizada delante del forastero; pero, sabiéndolo él, ¿cómo iba a eliminarlo de sus vagas aprensiones, cómo iba a creer que no había nada malo en esa relación?
La firme decisión de la madre de no tratar la cuestión con su hijo, que conocía a la perfección su carácter indómito, multiplicaba la sensación de desamparo. Era como un sueño opresivo: Arthur creía que la vergüenza y el escarnio amenazaban a su madre y también el recuerdo de su padre, pero un muro de obstinación le cortaba el paso y le impedía prestar su ayuda. El propósito con el que había vuelto a su tierra y que nunca había olvidado se veía frustrado, con la mayor determinación, por su misma madre, y precisamente en el momento en que parecía más urgente llevarlo a término. Los consejos, la energía, las actividades, el dinero, el crédito, todos los recursos de que él disponía, de nada servían. Si la madre hubiera tenido poderes como en las antiguas fábulas y hubiera convertido en piedra a todos cuantos la miraran, no habría podido producirle una impotencia mayor (o eso le parecía, sumido en su angustia) que la que sentía cuando lo miraba con ese semblante inflexible en aquella habitación oscura.
No obstante, la nueva luz que habían arrojado sobre sus cavilaciones los descubrimientos del día, lo llevó a tomar medidas más drásticas. Seguro de la rectitud de sus intenciones e inspirado por una sensación de peligro inminente, decidió, si su madre seguía siendo inaccesible, pedirle a la desesperada un favor a Affery. Si conseguía que ésta se mostrara comunicativa, que hiciera algo por romper el hechizo de secretismo que envolvía la casa, quizá pusiera fin a la parálisis de la que, a cada hora que pasaba, era más vívidamente consciente. Ésta fue la conclusión de su día angustioso, y ésta la decisión que puso en práctica al anochecer.