—¡Ni un paso más, Jeremiah! —exclamó Affery, sin dejar de dar manotazos al aire—. ¡Como des un paso más despierto a todo el vecindario! ¡Me tiro por la ventana! ¡Anunciaré a gritos que ha habido un incendio, un asesinato! ¡Resucitaré a los muertos! ¡Ni un paso más, o daré unos alaridos capaces de sacar a los muertos de su tumba!
La voz firme de la señora Clennam también dijo: «¡Ni un paso más!». Jeremiah ya se había detenido.
—Se acerca el desenlace, Flintwinch. Déjela. Affery, ¿me traiciona usted al cabo de tantos años?
—Sí, si es traicionarla enterarme de lo que no sé y contar lo que sé. Ya he despertado y no puedo volver atrás. Estoy decidida. ¡Lo haré, lo haré, lo haré! Si eso es traicionarlos, sí, los traiciono a ustedes dos, par de listos. Cuando Arthur volvió a casa le dije que no se achantara ante ustedes. Le aseguré que, por mucho miedo me dieran a mí, él no tenía ningún motivo para temerlos. Desde entonces ha pasado de todo, y ya no voy a permitir que Jeremiah me asuste, ya no voy a asustarme, ni a aturdirme ni a ser parte de una trama que desconozco. ¡No, no y no! Defenderé a Arthur ahora que se ha quedado sin nada, que está enfermo y en la cárcel, que no puede defenderse por sí mismo. ¡Lo haré, lo haré, lo haré!
—¿Y cómo sabe usted, cabeza de chorlito —replicó la señora Clennam con severidad—, que, reaccionando de este modo, está ayudando a Arthur?
—No estoy segura de nada —respondió Affery—, y, si alguna vez me ha hablado usted con sinceridad, ha sido al llamarme cabeza de chorlito, porque ustedes dos, par de listos, han hecho todo lo posible para que yo viviera aturdida. Me casaron sin tener en cuenta mi opinión, y desde entonces me han obligado a llevar una existencia inaudita, dominada por los sueños y el miedo; ¿acaso esperaban que no me convirtiera en una cabeza de chorlito? Eso han querido que fuera, y eso soy, pero ya no voy a someterme más. ¡No, no y no!
Mientras tanto, seguía dando manotazos al aire a diestro y siniestro.
Tras observarla en silencio, la señora Clennam miró a Rigaud:
—Ya ha visto y oído a esta necia. ¿Le molesta que se quede donde está y que siga distrayéndonos?
—¿A mí,
madame
? —respondió el interpelado—. Eso tiene que decidirlo usted.
—No —aseguró la anciana con aire sombrío—. A mí me quedan pocas cosas por decidir. Flintwinch, se acerca el desenlace.
Jeremiah reaccionó a este comentario con una mirada colérica y vengativa dirigida a su mujer, y después, como si quisiera contenerse para no abalanzarse sobre ella, metió los brazos cruzados en la pechera del chaleco, y, con el mentón casi pegado a uno de los hombros, se instaló en una esquina, vigilando a Rigaud con una actitud de lo más extraña. Este último, por su parte, se levantó de la silla y se sentó en la mesa con las piernas colgando. Con esa cómoda postura miró el rostro imperturbable de la señora Clennam, mientras el bigote le subía y le bajaba.
—
Madame
, soy un caballero…
—Del cual me han llegado referencias muy poco halagüeñas —lo interrumpió la dama—, relacionadas con una cárcel francesa y una acusación de asesinato.
Él le mandó un beso con su exagerada galantería y respondió:
—Estoy al corriente. Lo sé. ¡Y dicen que maté a una dama! ¡Qué absurdo! ¡Qué increíble! En esa ocasión tuve el honor de obtener una gran victoria, y espero tener el mismo honor ahora. Le beso las manos,
madame
. Tal y como le decía, soy un caballero, que, cuando declara que va a dejar zanjado un asunto en una reunión, lo hace. Le anuncio que hemos llegado a la última reunión vinculada con el asuntillo que nos une. ¿Me hace usted el favor de escucharme y seguir mis razonamientos?
La señora Clennam, sin despegar los ojos de él y con cara de pocos amigos, respondió:
—Sí.
—Pues no sólo eso: soy un caballero a quien los acuerdos comerciales puramente mercenarios resultan ajenos, pero para quien el dinero siempre es aceptable como medio para procurarse placeres. ¿Me está haciendo usted el favor de escucharme y seguir mis razonamientos?
—La respuesta me parece evidente. Sí.
—No sólo eso: soy un caballero de temperamento sumamente agradable y cordial, pero que, si se le buscan las cosquillas, monta en cólera. En tales circunstancias, las almas nobles montan en cólera. Yo tengo un alma noble. Cuando despiertan al león, es decir, cuando monto en cólera, tanto me vale el dinero como aplacar mi animosidad. ¿Sigue usted haciéndome el favor de escucharme, de seguir mis razonamientos?
—Sí —respondió la anciana, un poco más fuerte que antes.
—No se altere por mí; esté tranquila, se lo ruego. Ya le he dicho que hemos llegado a nuestra última reunión. Permítame que le recuerde las otras dos que ya hemos celebrado.
—No es necesario.
—¡Caramba,
madame
, me apetece recordárselas! —gritó Rigaud—. Además, así vamos al grano. La primera fue limitada. Tuve el honor de conocerla, de presentarle mi carta; soy un caballero y un erudito a su servicio,
madame
; mis refinados modales me han hecho triunfar como profesor de idiomas extranjeros entre sus compatriotas, que normalmente se relacionan entre ellos con la rigidez del almidón, pero que en seguida bajan la guardia ante un caballero de otro país y refinados modales… Tuve el honor de conocerla y observar un par de detalles —añadió mientras recorría la habitación con la vista y sonreía— sobre este respetable hogar; gracias a ellos supe que había tenido el gran placer de encontrar a la dama que buscaba. Lo había conseguido. Le di mi palabra de honor a nuestro querido Flintwinch de que volvería. Me marché con toda elegancia.
En el rostro de la señora Clennam no se vio señal alguna de confirmación ni de desacuerdo. La anciana no cambiaba de expresión cuando Rigaud hablaba ni cuando callaba, pero en ella se seguía apreciando la misma concentración, la misma cara agriada y la misma actitud sombría, que revelaban que se había preparado para este momento.
—Y digo que me marché con elegancia porque la demostré al retirarme sin afligir a una dama. La elegancia moral, tanto como la física, forma parte del carácter de Rigaud Blandois. Marcharme dejando una sombra que se cernía sobre usted, para que aguardara mi vuelta con cierta angustia cualquier día inesperado, también fue una decisión estratégica. Pero es que yo, servidor suyo, soy un gran estratega. ¡Y tanto que soy un gran estratega! No nos distraigamos. Ese día inesperado tuve el honor de volver a presentarme en su casa. Le confesé que quería venderle algo que, si no compraba, pondría en grandes aprietos a
madame
, a quien tantísimo aprecio. Pero me estoy expresando con vaguedad. Le pedí… creo que fueron mil libras. Corríjame si me equivoco.
Al verse obligada a manifestarse, la señora Clennam respondió incómoda:
—Sí, me pidió mil libras.
—Ahora le pido dos mil. Es lo malo de los retrasos. Pero no nos desviemos. No llegamos a un acuerdo; en esa reunión no nos entendimos. Soy un hombre bromista; el buen humor forma parte de mi cordial carácter. Les gasté una broma y fingí que me habían asesinado y que habían ocultado mi cadáver. Porque quizá a
madame
le compensaba pagar la mitad de esa cantidad para librarse de las sospechas que mi divertida idea creaba. Las casualidades y los espías confabularon y me estropearon la broma, justo cuando el fruto estaba a punto de caer, aunque esto último no lo sabe nadie, sólo Flintwinch y usted. Y ahora,
madame
, aquí estoy por última vez. ¡Escúcheme bien! La última, definitivamente.
Mientras daba un golpe con los talones desgastados en el borde de la mesa y contemplaba con insolencia el gesto serio de la señora Clennam, su tono de voz empezó a adquirir un matiz más violento.
—¡Bueno! ¡No vayamos tan deprisa! Paso a paso. Aquí tiene el recibo de hotel que debe pagar, según lo estipulado. Es posible que dentro de cinco minutos estemos con las espadas en alto. Prefiero no postergar el pago, porque si no me engañará. ¡Deme el dinero! ¡Cuéntelo delante de mí!
—Coja el recibo y págueselo, Flintwinch —ordenó la señora Clennam.
Rigaud tiró el recibo a la cara de Jeremiah cuando éste se acercó; extendió el brazo y repitió con voz de trueno:
—¡Págueme! ¡Cuente el dinero delante de mí! ¡Nada de moneda falsa!
Jeremiah recogió el papel, consultó el total con los ojos inyectados en sangre, se sacó del pantalón una bolsita de lona y fue depositando la cantidad indicada en la mano de Rigaud.
El francés hizo sonar las monedas, las sopesó, tiró unas cuantas al aire, las cogió y las hizo sonar de nuevo.
—Este sonido, para el audaz Rigaud Blandois, es como el sabor de la carne fresca para un tigre. Respóndame,
madame
. ¿Cuánto?
Se volvió hacia ella de pronto, con un gesto amenazador de la mano cerrada en la que guardaba las monedas, como si fuera a darle un puñetazo.
—Le repito, como ya le he dicho, que aquí no somos ricos, como usted cree, y que su exigencia resulta excesiva. En este momento no dispongo de medios para satisfacerla, si se diera el caso de que hubiera decidido hacerlo.
—¡Si se diera el caso! —exclamó Blandois—. ¡Dice la dama que si se diera el caso! ¿Insinúa usted que ha decidido no hacerlo?
—No he insinuado nada, no interprete mis palabras según le convenga.
—Pues entonces dígamelo. Cuénteme qué ha decidido. ¡Rápido! Acláreme qué ha decidido, para que sepa cómo debo actuar.
La respuesta de la señora Clennam no fue más rápida ni más lenta:
—Parece que ha conseguido usted apoderarse de un papel… de unos papeles que pienso recuperar, sin ningún género de duda.
Rigaud, con una ruidosa carcajada, dio un golpe en la mesa con los talones e hizo sonar nuevamente las monedas:
—¡Esa impresión tengo! ¡Ahí la creo!
—Cabe la posibilidad de que considere que esos documentos valen cierta cantidad de dinero. No sé a cuánto asciende esa cantidad.
—¡Cómo es posible! —rugió Rigaud—. ¿Ni siquiera después de que le haya concedido una semana para pensárselo?
—¡No! Dado lo exiguo de mi situación económica, pues le repito que en esta casa somos pobres, no ricos, no le voy a ofrecer cualquier precio por un documento que no conozco a fondo ni sé cuánto daño puede causar. Es la tercera vez que viene usted aquí con indirectas y amenazas. Hable claro, o vaya donde quiera y haga lo que le plazca. Prefiero quedar atrapada en los muelles de una ratonera antes que verme a merced de un gato como usted.
Rigaud clavó en ella con tanta dureza esos ojos demasiado juntos que la mirada de cada ojo, al cruzarse con la del otro, parecía torcerle el caballete de la nariz. Después de una larga inspección, declaró, con una nueva exhibición de su sonrisa diabólica:
—¡Es usted una mujer osada!
—Soy una mujer firme.
—Siempre lo ha sido. ¿Verdad? ¿A que siempre lo ha sido, Flintwinch mío?
—Flintwinch, no responda. Lo que tiene que hacer este hombre es decir ahora mismo todo lo que quiera decir, o irse a otro lado a hacer todo lo que quiera hacer. Ya sabe que eso es lo que habíamos acordado. Que actúe como estime oportuno.
La anciana no se amilanó ante la mirada perversa de Rigaud ni desvió la suya. Él insistía en mirarla, pero ella no depuso en lo más mínimo su actitud. Rigaud se bajó de la mesa, colocó una silla cerca del sofá, se sentó en ella, apoyó un brazo en el sofá, cerca del de la señora Clennam, y rozó a la dama, cuyo rostro ceñudo seguía concentrado e inmóvil.
—Entonces veo que me concede usted permiso,
madame
, para contar un episodio de la historia de su familia en esta pequeña reunión también familiar —dijo, recorriendo el brazo de la anciana con sus ágiles dedos, como si la estuviera avisando de algo—. Tengo ciertas nociones de medicina. Déjeme tomarle el pulso.
Ella permitió que le cogiera la muñeca. Mientras la sostenía, Blandois añadió:
—Se trata de la historia de una extraña boda, de una extraña madre, de una venganza y de un ocultamiento… ¡Caramba, caramba! ¡Este pulso se está acelerando de forma notable! Tengo la impresión de que, desde que se lo estoy tomando, ha doblado su velocidad. ¿Son éstos los síntomas habituales de su enfermedad,
madame
?
La señora Clennam luchó con el brazo impedido para zafarse de él, pero su rostro no delataba que estuviera luchando. En el de Rigaud no se había esfumado la sonrisa.
—He vivido una vida llena de aventuras. Mi carácter es aficionado a ellas. He conocido a muchos aventureros, almas interesantes, ¡una grata compañía! A uno de ellos le debo la información y las pruebas —repito, estimada dama: las pruebas— de la fascinante historia familiar que voy a contar. Van a quedar embelesados. ¡Ah, qué descuido! A las historias hay que ponerles un título. Podría decir que es la historia de una casa… Bueno, da igual. Casas hay muchas. Diré que es la historia de esta casa.
Cerca del sofá, con la silla hacia atrás inclinada sobre dos patas, apoyándose en el codo izquierdo; dándole golpecitos en el brazo a la señora Clennam, para que ésta no se perdiera ni una sola de sus palabras; cruzando las piernas; peinándose a veces con la mano izquierda, otras alisándose el bigote, otras tocándose la nariz, siempre con un ademán amenazante dirigido a la anciana; vulgar, insolente, insaciable, cruel y poderoso, Rigaud retomó la narración muy tranquilamente:
—En resumidas cuentas: sí, es la historia de esta casa. Empiezo a contarla. Vivían aquí, imaginemos, un tío y un sobrino. El tío, un caballero anciano, rígido, de fuerte carácter; el sobrino siempre tímido, anulado, vigilado.
Affery, que no perdía detalle desde el banco de la ventana mientras mordía un borde enrollado del delantal y temblaba de pies a cabeza, exclamó entonces:
—¡Jeremiah, ni te acerques! En mis sueños he oído hablar del padre de Arthur y del tío del padre de Arthur. Se está refiriendo a ellos. Yo no llegué a conocerlos, pero en mis sueños he oído que el padre fue un pobre hombre, indeciso, asustadizo, que de pequeño había aprendido a tenerle miedo a todo excepto a su existencia de huérfano, y que no tuvo ni voz ni voto siquiera para elegir esposa, que su tío se la escogió. ¡Es esa mujer que está ahí! Lo he oído en sueños, y además tú mismo lo has hablado con ella.
Mientras el señor Flintwinch amenazaba con el puño a Affery y la señora Clennam miraba a la criada de hito en hito, Rigaud le mandó un beso.
—Cuánta razón, querida señora Flintwinch. Tiene usted un talento especial para soñar.