—¿Ha dicho que alguien quería verme?
—Sí, me he tomado esa libertad tan poco profesional. Al enterarse de que soy su asesor legal, se ha negado a molestarlo hasta que yo no hubiera cumplido con mis limitadas atribuciones. Afortunadamente —añadió Rugg con sarcasmo— no me he excedido hasta el punto de preguntarle cómo se llama.
—Supongo que no me queda más remedio que recibirlo —dijo Clennam con un suspiro de cansancio.
—Entonces ¿así lo desea, señor? —le dijo el abogado—. ¿Me concede el honor de comunicárselo al caballero cuando me vaya? ¿De veras? Gracias, señor. Me marcho.
Y, efectivamente, se marchó muy indignado.
Este caballero de atuendo militar había despertado tan poca curiosidad en Clennam, dado su estado de ánimo, que ya casi había olvidado el anuncio de su visita, cubierto por el velo tenebroso que la mayor parte del día le nublaba ahora el pensamiento, cuando unos pasos fuertes en las escaleras lo sacaron de su aturdimiento. Tuvo la impresión de que alguien subía sin prisas, sin espontaneidad, pero con una fanfarria de energía y un estruendo que pretendían resultar ofensivos. Cuando el desconocido se detuvo un instante en el rellano, detrás de la puerta, Arthur no supo qué le recordaba ese ruido, aunque le pareció que le sonaba de algo. Sólo pudo reflexionar brevemente. Un golpe violento abrió la puerta sin más dilación, y en el umbral apareció el desaparecido Blandois, la causa de tantos quebraderos de cabeza.
—¡Salve! ¡Lo saluda otro asiduo de las cárceles! Tengo entendido que me buscaba usted. ¡Aquí estoy!
Antes de que Arthur pudiera responder, asombrado e indignado, entró también Cavalletto. A Cavalletto lo siguió el señor Pancks. Ninguno de ellos lo había visitado desde que ocupaba ese cuarto. Pancks, jadeando, se acercó con sigilo a la ventana, dejó el sombrero en el suelo, se erizó el pelo con las dos manos y cruzó los brazos, como si se tomara un descanso en una dura jornada de trabajo. El señor Baptist, que no despegaba la vista de su temido y antiguo compañero, se sentó silenciosamente en el suelo, apoyando la espalda en la puerta y agarrándose los tobillos, en la misma postura (aunque ahora en una actitud de vigilancia constante) que cuando tenía delante al mismo hombre en las sombras más oscuras de otra cárcel, una calurosa mañana, en Marsella.
—Me han asegurado estos dos majaderos —anunció Blandois, antes Lagnier, antes Rigaud— que quería usted verme, hermano delincuente. ¡Aquí me tiene!
Se fijó desdeñosamente en el catre, que durante el día estaba plegado; se recostó en él sin quitarse el sombrero, con gesto desafiante y las manos en los bolsillos.
—¡Es usted un villano y un pájaro de mal agüero! —exclamó Arthur—. Ha difundido intencionadamente unas terribles sospechas que afectan a mi madre. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué lo ha llevado a tramar este pérfido ardid?
El señor Rigaud, después de contemplarlo un instante con el gesto torcido, soltó una carcajada:
—¿Han oído a este noble caballero? ¡Que todo el mundo atienda a las palabras de este modelo de virtudes! No se acalore tanto. Es posible, amigo mío, que su vehemencia resulte levemente comprometedora. ¡Vaya que si es posible!
—
Signore!
—intervino Cavalletto, dirigiéndose también a Arthur—. Antes de que responda, ¡escúcheme! Usted me pidió que encontrara a Rigaud, ¿verdad?
—Cierto.
—Entonces, consecuentalmente —la señora Plornish se habría inquietado mucho si le hubieran dicho que el error más importante que cometía Cavalletto en inglés era alargar algunos adverbios de ese modo—, primero lo busco entre mis compatriotas. Pido noticias de los extranjeros llegados a
Londra
. Luego voy a ver a los franceses. Luego a los alemanes. Todos hablan conmigo. La mayoría nos conocemos bien y me hablan. Pero ¡nadie sabe nada de él! De Rigaud. Quince veces —aseguró el italiano, abriendo tres veces la mano con todos los dedos extendidos, tan rápidamente que apenas se pudo distinguir con la vista— pregunto por él en todas partes donde van extranjeros, y quince veces —concluyó repitiendo el mismo ademán— ¡nadie sabe nada! Pero…
Después de esta pausa tan italiana y tan cargada de significado tras el «pero», volvió a blandir el dedo índice de la mano derecha, muy tímidamente y con mucha cautela.
—Pero… pasa mucho tiempo y no puedo saber si está en
Londra
, pero me hablan de un soldado de pelo blanco, ¡blanco! No como el pelo que lleva ahora, sino blanco, y vive secretalmente en cierto lugar. Pero… —volvió a hacer una pausa tras esta palabra— me dicen que después de cenar pasea y fuma. Es necesario, como dicen en Italia (y lo saben bien, los pobres), tener paciencia. Yo tengo paciencia. Pregunto dónde está ese cierto lugar. Uno me dice que por aquí, el otro que por allá. ¡Pues bien! No está ni en un sitio ni en el otro. Espero pacientalmente. Por fin lo encuentro. Luego lo vigilo y me escondo hasta que sale a pasear y fumar. Es un soldado de pelo gris. ¡Pero…! —Entonces se produjo una pausa cargadísima de intención y el dedo índice se movió de un lado a otro con gran vigor—. Resulta que es el hombre que tiene usted delante.
Fue muy visible que, llevado por la antigua costumbre de someterse a un hombre que se había esforzado mucho en dejar clara su superioridad, Cavalletto bajaba la cabeza, confuso, al señalar con ella a Rigaud.
—¡Pues bien,
signore
! —exclamó para concluir, dirigiéndose de nuevo a Arthur—. Espero un buen momento. Escribo al
signor
Panco —el señor Pancks pareció adquirir un nuevo semblante al recibir semejante apelativo— para que venga a ayudarme. Le digo cuál es la ventana de Rigaud y el
signor
Panco lo espía muchas veces durante el día. De noche yo duermo cerca de la puerta de la casa. Al fin entramos, hoy mismo, ¡y aquí lo tiene! Como él no quiere subir en presencia del ilustre abogado —así fue como el señor Baptist describió con todo respeto al señor Rugg—, esperamos ahí abajo, juntos, mientras el
signor
Panco vigila la calle.
Al término de este recital, Arthur volvió la vista al rostro malvado e impúdico. Cuando su mirada y la de Rigaud se encontraron, la nariz de este último bajó por encima del bigote y el bigote se escondió por debajo de la nariz. Cuando nariz y bigote volvieron a su sitio, el señor Rigaud chascó los dedos muy ruidosamente media docena de veces, echándose hacia delante y mirando a Arthur, como si fueran proyectiles palpables que le lanzara a la cara.
—¡Oiga, filósofo! —le espetó—. ¿Qué quería de mí?
—Quiero saber —respondió Arthur, sin ocultar su aborrecimiento— por qué ha tenido usted la desfachatez de dirigir una sospecha de asesinato contra la casa de mi madre.
—¡Desfachatez, dice! —exclamó Rigaud—. ¡Ja, ja! ¿Desfachatez? ¡Madre mía, muchachito, qué imprudente es usted!
—Quiero que se disipen esas sospechas —exigió Clennam—. Se presentará usted en la casa para que lo vean. Y también quiero saber qué asunto había ido usted a tratar aquel día que tuve que contenerme para no empujarlo por las escaleras. ¡No me mire así! Lo conozco lo suficiente para saber que es un bravucón y un cobarde. No necesito reponerme de los efectos de este espantoso lugar para decirle algo tan sencillo, algo que sabe usted perfectamente.
Apretando los labios con mucha fuerza, Rigaud se acarició el bigote y musitó:
—Caramba, muchachito, pone usted a su querida y respetable madre en una situación un poco comprometida…
Por un minuto dio la impresión de que no sabía cómo reaccionar. Pero su indecisión no tardó en desaparecer. Con jactancia y en un tono amenazante, dijo:
—Tráigame una botella de vino. Aquí se puede comprar. Mande a uno de sus majaderos a comprarme una. No pienso hablar con usted sin vino. ¿Qué me dice? ¿Sí o no?
—Vaya a buscar lo que ha pedido, Cavalletto —dijo Arthur con un gesto de desdén y sacando el dinero.
—Tú, miserable contrabandista —añadió Rigaud—. ¡Que sea oporto! Sólo tomaré auténtico oporto.
Como el miserable contrabandista, sin embargo, se negó en redondo a abandonar su puesto en la puerta, cosa que indicó con su expresivo dedo, el
signor
Panco se ofreció a hacer el recado. No tardó en volver con la botella de vino, que, siguiendo las costumbres del lugar, motivadas por la escasez de sacacorchos entre los internos (compartida con la escasez de tantas cosas), ya venía abierta.
—¡Majadero! Deme un vaso grande —exigió Rigaud.
El
signor
Panco le puso uno delante, no sin luchar ostensiblemente contra el impulso de tirárselo a la cabeza.
—¡Ja, ja! —exclamó Rigaud—. Quien nace caballero, siempre es caballero. Caballero de la cuna a la sepultura. ¡Qué diablos! A los caballeros se les sirve, ¿verdad que sí? ¡Que me sirvan forma parte de mi carácter!
Mientras decía estas palabras había ido llenando el vaso hasta la mitad, y lo apuró después de pronunciarlas.
—¡Ajá! —exclamó tras relamerse—. No lleva usted mucho tiempo entre rejas. Su aspecto me dice, valiente señor, que la prisión le rebajará ese temperamento mucho más rápido de lo que enfría este vino caliente. Ya parece usted desmejorado, ha adelgazado y está pálido. ¡Va por usted!
Y dio cuenta de otro vaso medio lleno; lo sostuvo antes y después con el brazo extendido, como si quisiera que se le viera bien la mano pequeña y blanca.
—Volvamos a nuestro asunto —prosiguió—. A nuestra conversación. Ha demostrado usted que, pese a haber perdido físicamente la libertad, en sus declaraciones se toma muchas libertades.
—Me he tomado la libertad de decirle, señor, lo que usted ya sabe. Sabe, y todos sabemos, que es usted mucho peor de lo que he dicho.
—Si no olvida usted añadir que también soy un caballero, lo demás me trae sin cuidado. Menos en ese punto, todos somos iguales. Por ejemplo: usted no podría ser un caballero ni que su vida dependiera de ello; yo no podría dejar de serlo ni que mi vida dependiera de ello. ¡Una diferencia abismal! Sigamos. Las palabras, señor, nunca han determinado cómo salen las cartas ni cómo salen los dados. ¿Lo sabía? ¿Sí? Yo también participo en un juego, y en él las palabras sobran.
Ahora que se encontraba cara a cara con Cavalletto y que era consciente de que todos conocían su historia, si hasta entonces había podido llevar una finísima máscara, se desprendió de ella y se mostró, abiertamente y sin tapujos, como el odioso canalla que era.
—No, hijo mío —añadió, chascando los dedos de nuevo—. Yo llevo mi juego hasta el final, a pesar de las palabras, ¡así me caiga muerto! Ganaré. ¿Quiere saber el porqué de esa pequeña argucia que usted ha descubierto? Pues escúcheme bien: porque tenía y sigo teniendo una mercancía que voy a venderle a su querida y respetable madre. Le conté en qué consistía la mercancía y fijé el precio. Al negociar el trato, su admirable madre se mostró demasiado tranquila, demasiado impávida, demasiado rígida e imperturbable. En resumidas cuentas: la actitud de su admirable madre me produjo una gran irritación. Para no aburrirme, para divertirme… ¡caramba, un caballero debe divertirse a costa de alguien! Para divertirme, se me ocurrió la feliz idea de simular mi desaparición. Una idea, se lo aseguro, que a su peculiar madre y a mi Flintwinch no les habría importado en absoluto llevar a término con sus propias manos. ¡Ah! ¡Vamos, vamos! ¡No me mire con esa cara de superioridad! Les habría encantado, les habría gustado sobremanera, se habrían quedado extasiados. ¿Quiere que se lo diga más claro?
Rigaud tiró al suelo los posos del vino y estuvo a punto de salpicar a Cavalletto, y eso hizo que se fijara de nuevo en él. Dejó el vaso y declaró:
—No pienso llenarlo. ¡Ni en sueños! He nacido para que me sirvan. Venga, Cavalletto, ¡llénamelo!
El hombrecillo miró a Clennam, que tenía la vista clavada en Rigaud, y, como no vio que se lo prohibiesen, se levantó y sirvió vino en el vaso. Mientras lo hacía, la mezcla de antigua sumisión con cierto aire humorístico, sumado a una especie de furia incontenible que podía estallar en un instante (o eso le parecía al caballero de toda la vida, que no le quitaba ojo de encima), y luego, abandonando tal actitud, la propensión predominante, despreocupada y espontánea a sentarse de nuevo en el suelo, formaban una memorable combinación de carácter.
—Esa feliz idea, valiente señor —prosiguió Rigaud después de beber—, era feliz por varios motivos. Me divertía, causaba inquietud a su querida mamá y a mi Flintwinch, para usted suponía un tormento (y así le daba una lección por no haberse mostrado cortés con un caballero), y llevaba a esa gente amable que se interesa por mí a pensar que un servidor es un hombre temible. ¡Y tanto que soy un hombre temible! Además, podría haber servido para que su querida madre entrara en razón, para que, agobiada por la acuciante sospecha que tan inteligentemente ha identificado usted, accediera al fin a anunciar con discreción en los periódicos que las dificultades que presentaba cierto contrato se resolverían si aparecía cierta importante persona vinculada al acuerdo. Cabía la posibilidad de que su madre lo hiciera. Pero ahora usted lo ha impedido. Veamos: ¿qué quiere decirme? ¿Qué es lo que busca?
Arthur nunca había sido más intensamente consciente de las cadenas que lo apresaban que en ese momento: tenía a ese hombre delante pero no podía ir con él a casa de su madre. Todas las complicaciones y los difusos peligros que había temido se cernían ahora sobre él, cuando no podía moverse.
—Quizá, amigo mío, filósofo, modelo de virtudes, botarate, lo que usted prefiera… Quizá —sugirió Rigaud, dejando de beber y apartando la vista del vaso con su espantosa sonrisa— le habría convenido más dejarme en paz.
—¡No! Por lo menos —respondió Arthur— ahora se sabe que está usted vivo, sano y salvo. Por lo menos no podrá escapar de estos dos testigos, que pueden llevarlo ante las autoridades o ante cientos de personas.
—Pero no me van a llevar ante nadie —aseguró Rigaud, que chascó los dedos de nuevo con una triunfal señal de amenaza—. ¡Que se vayan al diablo sus testigos! ¡Que se vayan al diablo esos cientos de personas! ¡Váyase al diablo usted! ¿Acaso no sé lo que sé? ¿Acaso no tengo esa mercancía en venta? Bah, ¡pobre deudor! Ha interrumpido mi pequeño proyecto. Da igual. ¿Qué pasará después? ¿Qué quedará? Para usted, nada; para mí, todo. ¿Que quiere que la gente me vea? ¿Eso es lo que quiere? Ya dejaré que me vean dentro de muy poco. ¡Contrabandista! Tráeme pluma, tinta y papel.
Cavalletto se levantó otra vez y le llevó lo que pedía del mismo modo que antes. Rigaud, después de pensar y sonreír malévolamente, escribió lo siguiente, que luego leyó en voz alta: