La pequeña Dorrit (58 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Discúlpeme, señor —protestó la dama—, pero no creo que un caballero dedicado a una vida de placeres, de cambios, de galanterías, acostumbrado a cortejar y a ser cortejado…

—¡Oh,
madame
! ¿Cómo dice eso?

—No creo que una persona así pueda comprender lo que es vivir en mis circunstancias. No pretendo adoctrinarlo —añadió mirando el rígido montón de libros de tapas duras y blancas que tenía delante—, pues usted obra como mejor le parece y carga con las consecuencias, pero le voy a decir una cosa: que yo encomiendo el rumbo de mi vida a ciertos pilotos, sólo a pilotos de comprobada solvencia, con los cuales no puedo naufragar, es imposible, y, si no hubiera olvidado el aviso que representan esas tres letras, no habría recibido ni la mitad del castigo que padezco.

Era curioso que la inválida aprovechara la ocasión para discutir con un adversario invisible. Quizá discutía con su sensatez, que la regañaba por las fantasías que se habían adueñado de ella.

—Si olvidara los desatinos cometidos cuando gozaba de salud y libertad, podría quejarme de la vida a la que ahora estoy condenada. Nunca me quejo y nunca lo he hecho. Si olvidara que este mundo, la tierra, ha sido concebido como un lugar de penurias, de trabajos y de oscuros sufrimientos para las criaturas nacidas de su polvo, todavía podrían inspirarme cierta benevolencia las vanidades mundanas. Pero no me la inspiran. Si no supiera que merecemos, todos y cada uno de nosotros, y merecemos justamente, una ira que debe ser saciada, y contra la que es inútil reaccionar, podría lamentarme por las diferencias que existen entre una persona como yo, que estoy aquí confinada, y las que circulan por la calle. Pero considero un don y un favor haber sido señalada para cumplir el castigo que estoy cumpliendo en este mundo, saber con tanta certeza lo que sé en este mundo y haber descubierto lo que he descubierto en este mundo. De otro modo, mis padecimientos no tendrían ningún sentido. Por eso no quiero olvidar ni olvido nada. Por eso me doy por satisfecha, y afirmo que mi existencia es mejor que la de millones de personas.

Mientras decía estas palabras había acercado la mano al reloj y lo había vuelto a colocar en el lugar exacto de la mesita que siempre ocupaba. Estuvo tocándolo unos instantes, observándolo con un gesto algo desafiante.

El señor Blandois había prestado gran atención a este parlamento, no había apartado la mirada de la dama y se había acariciado a conciencia el bigote con las dos manos. El señor Flintwinch, que se había puesto algo nervioso, ahora intervino:

—¡Bueno, bueno! La hemos entendido bien, señora Clennam, sus palabras han sido elocuentes y devotas. Sospecho que el señor Blandois no es muy dado a la devoción religiosa.

—¡Todo lo contrario, señor! —protestó el caballero mientras chasqueaba los dedos—. ¡Se lo aseguro! Soy sensible, entusiasta, puntilloso e imaginativo. ¡Un hombre sensible, entusiasta, puntilloso e imaginativo es religioso, o no es!

Por la expresión del señor Flintwinch, éste parecía sospechar que el visitante se encontraba más cerca del no ser, pero entonces el señor Blandois se levantó de la silla con aire petulante (era característico de aquel hombre, como en todos los hombres de su género, exagerar siempre todo lo que hacía, aunque a veces la exageración fuera mínima) y se acercó a la señora Clennam para despedirse de ella.

—Creerá usted que mis palabras se deben al egoísmo de una anciana enferma, señor —dijo ella—, pero lo cierto es que he acabado hablando de mí y de mis padecimientos por el comentario que ha hecho usted de pasada. Como ha sido tan amable de visitarme, espero que con la misma amabilidad no me lo tenga en cuenta. No me haga cumplidos, se lo ruego. —Era evidente que el señor Blandois estaba a punto de hacérselos—. El señor Flintwinch estará más que dispuesto a prestarle cualquier servicio, y espero que su estancia en esta ciudad sea agradable.

El señor Blandois le dio las gracias y le besó la mano varias veces.

—Qué habitación tan antigua —observó con un interés repentino, ya cerca de la puerta, paseando la mirada por la estancia—. Estaba tan pendiente de lo que me contaba que no me había fijado. Pero es genuinamente antigua.

—Esta casa es antigua y genuina —afirmó la señora Clennam con una sonrisa gélida—. Un lugar sin pretensiones y con muchísimos años.

—¡Ah! —exclamó el visitante—. Si el señor Flintwinch tuviera a bien enseñarme las habitaciones antes de marcharme, sería para mí un gran placer. Siento debilidad por las casas antiguas. Tengo muchas debilidades, pero ésta es la mayor de ellas. Me gusta muchísimo lo pintoresco y lo estudio en todas sus manifestaciones. Incluso a mí me han llamado pintoresco. Ser pintoresco no es ningún mérito, puede que los tenga más importantes, pero quizá lo sea casualmente. ¡Apiádense ustedes de mí!

—Señor Blandois, le advierto de antemano de que la casa le va a parecer muy sombría y muy parcamente amueblada —dijo Jeremiah, cogiendo una vela—. No merece una visita.

Pero el visitante, dándole una palmada amistosa en la espalda, se limitó a reír; el supuesto Blandois volvió a besar la mano de la señora Clennam y salió con Jeremiah de la habitación.

—No querrá usted subir al piso superior, ¿verdad? —le preguntó Jeremiah en el rellano.

—¡Al contrario, señor Flintwinch! ¡Si no le molesta, me encantaría!

Así pues, el señor Flintwinch reptó por las escaleras y el señor Blandois lo siguió a poca distancia. Llegaron al gran dormitorio abuhardillado que Arthur había ocupado la noche de su regreso.

—Pues ¡ya lo tiene, señor! —dijo Jeremiah—. Espero que considere que ha merecido la pena venir tan arriba para ver esto. Le confieso que no es mi caso.

Como el forastero estaba embelesado, recorrieron otras buhardillas y pasillos, y luego bajaron de nuevo. Jeremiah observó que el visitante no se fijaba en las habitaciones; tras echarles un vistazo, a quien miraba era a él. Pensando en ese detalle, se dio la vuelta en los escalones para llevar a cabo un experimento. Miró al desconocido a los ojos y, en el momento en que sus miradas se encontraron, el visitante, con ese feo movimiento de nariz y bigote, se rio en silencio (igual que en ocasiones similares desde que habían salido de la habitación de la señora Clennam), un silencio diabólico.

Siendo mucho más bajo, el señor Flintwinch se encontraba en desventaja física y el visitante se reía de él desde una posición superior, lo que resultaba muy desagradable; como iba primero, normalmente un par de escalones por debajo, su desventaja fue aumentando. Decidió no volver a mirar al señor Blandois hasta que esa desigualdad momentánea desapareciese al entrar en la habitación del difunto señor Clennam. Entonces, al darse la vuelta súbitamente, vio que no había cambiado de actitud.

—Una casa magnífica —aseguró el sonriente señor Blandois—. Llena de misterio. ¿Nunca oyen ruidos de fantasmas?

—¿Ruidos? —preguntó el señor Flintwinch—. No.

—¿Ni ven espíritus?

—Tampoco —dijo Jeremiah frunciendo el ceño con seriedad—, al menos ninguno se ha manifestado como tal.

—¡Ajá! Veo que aquí tenemos un retrato.

(Seguía mirando a Flintwinch, como si éste fuera el retratado).

—Sí, señor, ha observado usted bien.

—¿Puedo preguntarle quién es el modelo?

—El difunto señor Clennam. El marido de la señora.

—¿Y quizá el antiguo dueño de ese extraordinario reloj? —apuntó el visitante.

El guía, que había dirigido la vista al cuadro, se dio la vuelta de nuevo, y de nuevo se vio sometido a la misma mirada y a la misma sonrisa.

—Sí, señor —replicó ásperamente—. Era suyo, antes de su tío y antes vaya usted a saber de quién; es lo único que puedo contarle sobre el pedigrí del instrumento.

—Qué carácter tan fuerte tiene nuestra amiga, la del piso de arriba.

—Sí, señor —convino Jeremiah dándose la vuelta nuevamente, acción que repitió en el curso de todo este diálogo, como un tornillo que nunca llegaba a entrar en su orificio, porque el visitante nunca se alteraba, y él siempre se sentía obligado a dar un paso atrás—. Es una mujer fuera de lo común. Tiene una gran fortaleza y una cabeza clarividente.

—Debieron de ser muy felices —aventuró Blandois.

—¿Quiénes? —preguntó el señor Flintwinch con otro giro de tornillo.

El señor Blandois señaló la habitación de la enferma con el dedo índice de la mano derecha y el retrato con el de la izquierda; luego puso los brazos en jarras, separó mucho las piernas y se quedó mirando a Jeremiah con una sonrisa, bajando la nariz y subiendo el bigote.

—Tan felices como la mayoría de los matrimonios, supongo —respondió Flintwinch—. No sabría decirle. No lo sé. En todas las familias hay secretos.

—¡Secretos! —exclamó en seguida el señor Blandois—. ¿Cómo ha dicho usted, muchacho?

—He dicho —repitió Jeremiah, mientras el visitante se erguía repentinamente y su pecho expandido casi le rozó la cara— que en todas las familias hay secretos.

—Desde luego —confirmó el señor Blandois, agarrándolo por los hombros y zarandeándolo—. ¡Ja, ja! Cuánta razón tiene. ¡Y tanto! ¿Secretos? ¡Eso es! ¡Hay familias que guardan más secretos que el mismísimo diablo!

Entonces, después de dar amistosamente varias palmadas en los hombros del señor Flintwinch, como felicitándolo por un chiste que hubiera contado, Blandois levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás, entrelazó las manos detrás de ella y empezó a soltar carcajadas. Fue inútil que el señor Flintwinch intentara dar otra vuelta de tornillo. Blandois se rio todo lo que quiso.

—Por favor, permítame un momento la vela —le pidió al terminar—. Vamos a echar un vistazo al marido de esa dama extraordinaria. ¡Vaya! —exclamó extendiendo el brazo y acercando la luz—. Otro rostro de expresión decidida, aunque no con la misma personalidad. Da la impresión de que está diciendo… ¿cómo era? «No olvides jamás». ¿Verdad, señor Flintwinch? ¿A que sí?

Al devolverle la vela, lo miró otra vez; después salió ociosamente al vestíbulo y declaró que, efectivamente, era una casa preciosa, que le había gustado mucho, que no habría renunciado a verla ni a cambio de cien libras.

Mientras se tomaba estas libertades tan peculiares, que suponían un cambio sustancial de actitud y le daban un aire mucho más vulgar y grosero, mucho más violento y audaz, el señor Flintwinch, cuyo rostro correoso nunca conocía grandes cambios, conservó la inmovilidad. Quizá ahora pareciera un ahorcado al que hubieran dejado colgando demasiado tiempo antes de ejecutar la amable operación de cortarle la soga, pero guardaba la compostura. Acabaron la inspección en la salita contigua al vestíbulo; Jeremiah miró fijamente al visitante.

—Me alegro de que le haya gustado, señor —dijo tranquilamente—. No me lo esperaba. Parece usted de muy buen humor.

—De un humor excelente —confirmó Blandois—. ¡Le doy mi palabra de honor! Nunca me he sentido tan animado. ¿Alguna vez ha tenido un presentimiento?

—No sé si entiendo muy bien a qué se refiere con esa palabra, señor —respondió Jeremiah.

—En este caso, señor Flintwinch, una difusa promesa de los placeres venideros.

—Me parece que en este momento no aprecio ninguna sensación así —dijo el anfitrión con la mayor seriedad—. Si empiezo a notar algo, se lo haré saber.

—Muchacho, tengo el presentimiento de que nos haremos amigos. ¿Lo tiene usted?

—Pues… no —respondió Flintwinch, profundizando en sus percepciones—. La verdad es que no.

—Tengo el fuerte presentimiento de que vamos a acabar siendo amigos íntimos. ¿Usted todavía no?

—Todavía no.

El señor Blandois lo agarró otra vez por los hombros y lo zarandeó un poco con la misma alegría que antes; luego le dio el brazo y lo invitó a salir a beber con él una botella de vino, como el granuja que era.

Sin dudar ni un instante, el señor Flintwinch aceptó la invitación y se dirigieron a la taberna donde se hospedaba el viajero bajo una intensa lluvia, que llevaba golpeando las ventanas, los tejados y las aceras desde el ocaso. Hacía mucho que habían cesado los rayos y los truenos, pero llovía a cántaros. Al llegar a su alojamiento, el galante caballero pidió una botella de oporto y se acomodó en el banco de la ventana (aplastando todos los hermosos cojines a su alcance para que su remilgado cuerpo estuviera cómodo), mientras que el señor Flintwinch se sentó delante de él, al otro lado de una mesa. El viajero propuso que bebieran en los vasos más grandes del establecimiento, a lo que su compañero accedió. Una vez llenos, el forastero, con una bulliciosa alegría, chocó la parte superior de su vaso con la inferior del señor Flintwinch, y después la parte inferior con la superior, y bebió para celebrar la íntima amistad que presentía. Jeremiah brindó con gran solemnidad, bebiéndose todo el vino que pudo y sin decir nada. Cada vez que Blandois chocaba los vasos (siempre que los llenaba), participaba impertérrito en el brindis, e impertérrito se habría bebido también el vino de su compañero, si no fuera porque tenía paladar; Jeremiah era idéntico a un barril.

En resumidas cuentas: Blandois se percató de que, dándole oporto al retraído Flintwinch, no se conseguía que hablara más, sino que se encerrara más en sí mismo. Además, tenía pinta de ser perfectamente capaz de seguir bebiendo toda la noche o, si la ocasión lo requería, todo el día siguiente, y la noche siguiente. Blandois, además, no tardó en darse cuenta de que él empezaba a soltar bravatas demasiado exageradas. Por eso, puso fin a la diversión tras la tercera botella.

—¿Vendrá a visitarnos mañana, señor? —preguntó Jeremiah al despedirse con un rostro impasible.

—Querido amigo —respondió el señor Blandois, agarrándolo por el cuello de la camisa con las dos manos—, iré a visitarlos, no tema.
Adieu
, mi Flintwinch. ¡Le doy en este momento —entonces lo abrazó a la manera meridional y le plantó dos sonoros besos en ambas mejillas— mi palabra de caballero! ¡Me volverá a ver, hasta ahí podíamos llegar!

Pero al día siguiente no apareció, aunque sí que se recibió la carta de París que avisaba de su llegada. Esa noche Flintwinch fue a buscarlo a la taberna y se enteró sorprendido de que había pagado la cuenta y había vuelto al continente por Calais. Aun así, frotándose el rostro, reflexionó y llegó a la vívida conclusión de que el señor Blandois cumpliría su promesa y de que lo volverían a ver.

Capítulo XXXI

Dignidad

No es difícil toparse, en las atestadas calles de la metrópoli, con algún anciano enjuto, arrugado, cetrino (que podríamos imaginar caído de una estrella, si en el firmamento hubiera estrellas sombrías, capaces de lanzar una chispa tan débil), que va renqueando con aire de susto, como si el ruido y el bullicio lo dejaran perplejo y un poco atemorizado. Ese anciano siempre es de baja estatura. Si en algún período de su vida ha sido alto, había menguado hasta ser bajo; si siempre había sido bajo, había menguado hasta ser aún más bajo. Ni el color ni el corte de su chaqueta han estado nunca de moda, en ningún sitio ni en ninguna época. Es evidente que no se la han hecho a medida, ni a él ni a nadie. Algún fabricante al por mayor ha confiado al destino las medidas de quinientas chaquetas de la misma calidad, y el destino le ha asignado la suya a ese hombre, uno más de una larga e interminable serie de ancianos. La prenda siempre tiene unos grandes botones de metal que no brilla, y que son distintos de los demás botones. El anciano lleva un sombrero, manoseado y raído pero resistente, tan resistente que nunca se ha adaptado a la forma de su pobre cabeza. La tosca camisa y el tosco pañuelo del cuello son tan impersonales como la chaqueta y el sombrero; comparten la característica de no pertenecerle ni a él, ni a nadie. Lleva la ropa como si no estuviera del todo acostumbrado a vestirse y arreglarse para presentarse en público, como si pasara la mayor parte del tiempo en camisón y con gorro de dormir. Este anciano camina por las calles como un ratón de campo que, en el segundo año de una hambruna, va a ver al ratón de ciudad y busca amedrentado la residencia de este último en una ciudad llena de gatos.

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