—¿Es un accidentado al que llevan al hospital? —preguntó a un anciano que estaba a su lado y que movía la cabeza, incitando a la conversación.
—Sí —confirmó el hombre—, por culpa de un coche de correos. Habría que perseguir y multar a esos coches de correos. Salen como alma que lleva el diablo de Lad Lane y de Wood Street, a veinte o veintidós kilómetros por hora, esos coches de correos. Lo que es increíble es que no maten a más gente.
—Pero esa persona no ha muerto, espero.
—¡No lo sé! Si no ha muerto, no habrá sido por falta de ganas del cochero.
El hombre cruzó los brazos y adoptó una postura cómoda para expresar el desprecio que le inspiraban esos coches de correos a cualquier curioso que quisiera escucharlo, y varias voces, por pura compasión al afectado, ratificaron su opinión. Una de ellas le dijo a Clennam: «Son un enemigo público, esos coches de correos, señor»; otra: «Pues yo he visto a uno frenar a escasa distancia de un niño, señor»; otra: «Pues yo he visto a otro atropellar a un gato, y eso le podría haber pasado a su propia madre»; y todas le daban a entender que, si por casualidad gozaba de cierta influencia social, no había mejor forma de ejercerla que denunciando a los coches de correos.
—¡Caray! Un inglés se enfrenta a esa situación todas las noches, cuando esos coches de correos ponen en peligro su vida —adujo el primer hombre—, y eso que él ya sabe cuándo van a doblar la esquina y corre el riesgo de que lo hagan trizas. ¿Qué podemos esperar de un pobre extranjero que no sabe nada de ellos?
—¿Se trata de un extranjero? —preguntó Clennam, echándose hacia delante para mirar.
En medio de respuestas como «Es francés, señor», o «Portugués, señor», «Holandés, señor», «Prusiano, señor», y otros testimonios contradictorios, oyó una voz débil que pedía agua en italiano y en francés, y a la que respondió el siguiente comentario general: «Ah, pobre hombre, dice que no va a sobrevivir, ¡y no es de extrañar!». Clennam rogó que le dejaran acercarse, pues comprendía al infortunado. Inmediatamente lo llevaron a la primera fila para que hablara con él.
—En primer lugar, quiere agua —anunció Clennam, mirando a su alrededor (una docena de hombres buenos se dispersaron para llevársela)—. ¿Está usted muy malherido, amigo mío? —preguntó al tendido en la camilla, un italiano.
—Sí, señor; sí, sí, sí. Ha sido en la pierna, en la pierna. Pero me alegra oír esta vieja música, pese a que estoy muy mal.
—¿Se encuentra usted de viaje? ¡No se mueva! ¡Aquí está el agua! Le voy a dar un poco.
Habían colocado la camilla encima de una pila de adoquines, a una cómoda altura del suelo, y, agachándose, Clennam pudo levantarle al accidentado un poco la cabeza con una mano y acercarle el vaso a los labios con la otra. Un hombre bajo, musculoso, moreno, de cabello negro y dientes blancos. Un rostro al parecer vivaracho. Pendientes en las orejas.
—Muy bien. ¿Se encuentra usted de viaje?
—Efectivamente, señor.
—¿Es usted un forastero en esta ciudad?
—En efecto, en efecto, un completo forastero. He llegado esta desgraciada tarde.
—¿De dónde venía?
—De Marsella.
—¡Vaya, qué curioso! ¡Yo también! Y casi soy tan forastero como usted; aunque nací aquí, he vuelto recientemente de Marsella. No pierda el ánimo. —El rostro lo miró implorante cuando Arthur se incorporó, tras enjugarlo y colocar de nuevo el abrigo que tapaba su cuerpo tembloroso—. No lo voy a dejar solo hasta que se ocupen de usted como es debido. ¡Valor! Dentro de media hora se encontrará mucho mejor.
—¡Ah!
Altro
,
altro!
—exclamó el pobre hombrecillo en un tono levemente incrédulo; cuando lo levantaron, extendió el brazo derecho y blandió el dedo índice.
Arthur Clennam se dio la vuelta, empezó a andar al lado de la camilla y, sin dejar de decir alguna palabra de aliento, acompañó al herido hasta el cercano hospital de Saint Bartholomew. De la muchedumbre, sólo dejaron pasar a los porteadores y a él. En seguida trasladaron al herido tranquila y metódicamente a una mesa, donde fue minuciosamente examinado por un médico que estaba disponible, y que apareció tan raudo como la calamidad en persona.
—Casi no sabe hablar inglés —explicó Clennam—. ¿Está muy malherido?
—Primero vamos a verlo todo —respondió el médico, continuando el examen con un deleite profesional— antes de pronunciarnos.
Después de palpar la pierna con un dedo, luego con dos, con una mano y con dos, por arriba y por abajo, del derecho y del revés, por todas partes, y de comentar, con un gesto de aprobación, los puntos de interés a otro caballero que se unió a él, el médico al fin dio un golpecito al paciente en el hombro y dijo: «No le va a doler. Se curará. Ha sido un golpe feo, pero por esta vez no hará falta que se despida de la pierna». Clennam se lo tradujo al enfermo, quien se mostró sumamente agradecido y, con sus modales efusivos, besó varias veces tanto la mano del intérprete como la del médico.
—Se trata de una herida grave, imagino —dijo Clennam.
—¡Sí! —respondió el médico con el placer reflexivo de un artista que contempla su obra en el caballete—. Lo es, bastante. Hay una fractura compuesta por encima de la rodilla, y una dislocación por debajo. Las dos, preciosas. —Dio al paciente otra amistosa palmada en el hombro, como si en verdad pensara que era un hombre espléndido, digno de ser alabado por haberse roto la pierna de un modo científicamente interesante—. ¿Habla francés?
—Oh, sí, habla francés.
—Entonces aquí se hará entender —dijo el médico—. Sólo tendrá usted que aguantar un poco el dolor como un valiente, amigo mío, y dar las gracias de que todo haya salido tan bien —añadió en ese idioma—; volverá a andar perfectamente. Ahora veamos si hay alguna otra complicación, fijémonos en las costillas.
No había ninguna otra complicación, y las costillas estaban bien. Clennam no se movió hasta que todo lo que se podía hacer se hizo con precisión y eficacia —el pobre viajero, abandonado en un país extranjero, le había pedido ese favor de forma conmovedora—, e hizo compañía al enfermo, al lado de la cama a la que lo trasladaron a su debido tiempo, hasta que se quedó dormido. Entonces le escribió unas palabras en su tarjeta para prometerle que volvería al día siguiente, y la dejó para que se la dieran cuando despertara.
Todos estos incidentes se prolongaron tanto que daban las once de la noche cuando salió por la puerta del hospital. Había alquilado un alojamiento temporal en Covent Garden, y tomó el camino más corto a ese barrio, por Snow Hill y Holborn.
De nuevo solo, tras la solicitud y la compasión mostradas en su última aventura, le sobrevino de modo natural un estado de ánimo reflexivo. Con la misma naturalidad, no podía andar y pensar diez minutos sin acordarse de Flora. Inevitablemente, le obligaba a cavilar sobre su vida, tan mal encaminada y tan poco feliz.
Cuando llegó a su alojamiento se sentó delante de las últimas llamas del fuego, como se había sentado unos días antes delante de la ventana de su antigua habitación para contemplar el bosque ennegrecido de chimeneas; y volvió la vista al pasado, al sombrío panorama que le había conducido a esta fase de su existencia. Tan extenso, tan yermo, tan vacío. No había tenido infancia; tampoco juventud, apenas un único recuerdo; y ese mismo día había descubierto que ese recuerdo era un disparate.
Para él este descubrimiento constituía una desgracia, aunque para otro pudiera ser una nimiedad. Porque, si todo cuanto había de duro e implacable en sus recuerdos había seguido siendo real al verse sometido a prueba —áspero a la vista y al tacto, con toda su indómita lobreguez—, el único recuerdo tierno de su experiencia no había podido superar esa misma prueba, y se había deshecho. Lo había previsto, la noche anterior, mientras soñaba con los ojos abiertos; pero entonces no se había dado cuenta; ahora sí.
Y precisamente soñaba porque era un hombre con un carácter que no había perdido la fe en todas esas cosas buenas y amables de las que su vida había carecido. Educado en la avaricia y la falta de misericordia, la fe lo había salvado y lo había convertido en un hombre de nobles pensamientos y mano generosa. Educado en la frialdad y en la severidad, la fe lo había salvado dotándolo de un corazón cariñoso y compasivo. Educado en un credo de una osadía demasiado oscura, imposible de observar, en el cual se había trastocado la creación del hombre a imagen y semejanza de su Creador por la del Creador a imagen y semejanza de un hombre falible, la fe lo había salvado y le había enseñado a no juzgar, le había dado la humildad necesaria para mostrarse misericordioso, le había infundido esperanza y caridad.
Y la fe seguía salvándolo de la debilidad quejosa y del cruel egoísmo: él no podía sostener que, como la felicidad o la virtud le habían sido vedadas, o no le habían servido de nada, éstas no formaban parte del orden de las cosas, sino que se reducían, cuando uno creía encontrarlas, a los elementos más abyectos. Su espíritu carecía de ilusiones, pero al mismo tiempo era demasiado firme y sano para un ambiente tan nocivo. Cuando se veía sumido en las tinieblas, ese espíritu era capaz de alcanzar la luz, de ver cómo se reflejaba en los otros, y de celebrarla.
Así pues, delante de los últimos rescoldos del hogar, se entristeció al pensar en lo que había descubierto esa noche, pero sin que le envenenase la diferente suerte de otros hombres. Que le hubieran sido vedadas tantas cosas, y que en ese momento de su vida no tuviera un apoyo que le brindara compañía en sus años de declive, ni que los alegrara, eran motivos para lamentarse justamente. Contempló el fuego en el que se apagaban las llamas, en el que apenas se apreciaba el último resplandor, en el que las ascuas se tornaban grises, para finalmente convertirse en cenizas, y pensó: «¡Yo tampoco tardaré en cambiar del mismo modo y desaparecer!».
Repasar su vida era como bajar por un árbol de hojas y frutos verdes y ver que las ramas, una a una, se iban marchitando y desprendiendo a medida que se acercaba a ellas al descender.
«Desde los días reprimidos e infelices de mi infancia, pasando por el hogar rígido y sin amor en el que viví después, por mi partida, mi largo exilio, mi regreso, el recibimiento de mi madre, mi trato con ella desde entonces, hasta la tarde de hoy con la pobre Flora —se decía Arthur Clennam—, ¿qué es lo que he encontrado?»
La puerta se abrió sin ruido y le sobresaltaron unas palabras pronunciadas a viva voz, y que oyó como si fueran una respuesta:
—La pequeña Dorrit.
La fiesta de la pequeña Dorrit
Arthur Clennam se puso rápidamente en pie y la vio esperando en la puerta. Esta historia tendría que verse en ocasiones a través de los ojos de la pequeña Dorrit, y empezará a hacerlo viéndolo a él.
La pequeña Dorrit vio una habitación en penumbra, que le pareció espaciosa y magníficamente amueblada. Ideas galantes de Covent Garden, un lugar de famosos cafés, en el que caballeros con espadas y chaquetas de encaje dorado reñían y se batían en duelo; ideas opulentas de Covent Garden, un lugar en el que se vendían flores en invierno, a una guinea cada una, piñas a una guinea la libra, y guisantes, a una guinea la pinta; ideas pintorescas de Covent Garden, un lugar en el que había un teatro imponente, donde se representaban cosas maravillosas y hermosas para damas y caballeros espléndidamente vestidos, y que nunca estaría al alcance de la pobre Fanny ni del pobre tío; ideas desoladoras de Covent Garden, donde, bajo las arcadas, niños miserables vestidos con harapos, como los que acababa de ver, se escabullían y se escondían, se alimentaban de vísceras y se apretujaban unos contra otros para entrar en calor como ratas jóvenes, y eran perseguidos (¡vosotros, todos los Barnacle, fijaos en las ratas jóvenes, y en las ratas viejas, pues están devorando nuestros cimientos delante de los ojos de Dios, y un día los tejados se desplomarán sobre vosotros!); un sinfín de ideas de Covent Garden, un lugar de misterios pasados y presentes, de aventura, abundancia, privación, belleza, fealdad, hermosos jardines campestres y hediondas alcantarillas, todo a la vez… Por efecto de todas estas ideas, la penumbra de la habitación se hizo mayor de lo que era a ojos de la pequeña Dorrit, cuando ésta la contempló tímidamente desde la puerta.
Al principio en la butaca delante del fuego apagado, después volviendo el rostro, sorprendido de verla, estaba el caballero que buscaba. Ese caballero moreno y solemne, de sonrisa tan agradable, de actitud tan franca y tan considerada, en cuya seriedad, sin embargo, había algo que le recordaba a la madre, con la gran diferencia de que ella era seriamente áspera, y él, seriamente amable. Ahora, él le dirigía esa mirada atenta e inquisitiva ante la que ella siempre había bajado los ojos, ante la que aún seguía bajándolos.
—¡Pobre criatura! ¿Aquí a medianoche?
—He dicho mi nombre a propósito, señor, para avisarlo. Sé que debo haberlo sorprendido.
—¿Has venido sola?
—No, señor, me acompaña Maggy.
Considerando que su entrada ya había sido suficientemente anunciada con la mención de su nombre, Maggy cruzó el descansillo y entró con una amplia sonrisa. Sin embargo, borró inmediatamente esa expresión y adoptó un gesto rígidamente solemne.
—Me he quedado sin fuego —se lamentó Clennam—. Y vienes… —Iba a añadir que con poca ropa, pero se calló para no aludir a su pobreza, y dijo—: Y hace mucho frío.
Acercó a la rejilla la butaca de la que se había levantado y le pidió que se sentara en ella; buscó a toda prisa leña y carbón, los apiló y encendió la chimenea.
—Niña, tienes el pie frío como el mármol. —Se lo había rozado al agacharse, apoyado en una rodilla, para avivar el fuego—. Acércalo al calor.
Ella se apresuró a darle las gracias. ¡Lo tenía bastante caliente, lo tenía muy caliente! A él le conmovió ver que ocultaba su zapato fino y gastado.
La pequeña Dorrit no se avergonzaba de sus míseros zapatos. Él la conocía, y sabía que no se trataba de eso. Ella temía que le echase la culpa a su padre; que, si los viera, pensara: «¡Vaya, esta noche él ha cenado, pero ha dejado a esta pobre criatura a merced de las piedras frías!». Creía que esa idea no habría sido justa, pero sabía, por experiencia, que a veces la gente se llamaba a engaño. Tales cosas formaban parte de las desgracias de su padre.
—Antes de decirle nada —anunció la muchacha mientras se sentaba delante del débil fuego y volvía a dirigir los ojos al rostro que, con esa mirada armoniosa de interés, compasión y protección, le parecía un misterio muy superior a sus capacidades, y casi imposible de resolver—, ¿puedo contarle una cosa, señor?