—Espero que esté profundamente dormido —deseó la pequeña Dorrit, besando uno de los barrotes— y que no me eche de menos.
Esa puerta les resultaba tan familiar, se parecía tanto a una compañera, que dejaron la cesta de Maggy en una esquina para que les sirviera de asiento y, muy juntas, descansaron allí un rato. Cuando la calle estaba vacía y silenciosa, la pequeña Dorrit no tenía miedo; sin embargo, si oía unos pasos a lo lejos o si veía una sombra en movimiento entre las farolas, se sobresaltaba y susurraba: «Maggy, veo a alguien. ¡Vámonos!». Entonces ésta se despertaba más o menos inquieta, deambulaban un poco y volvían.
Mientras la comida le brindó novedad y entretenimiento, Maggy aguantó la situación bastante bien. No obstante, terminado ese período, empezó a quejarse del frío, a temblar y a refunfuñar.
—Ya queda poco, cielo —le dijo la pequeña Dorrit pacientemente.
—Oh, para ti es muy fácil, madrecita —replicó Maggy—, pero yo soy muy pequeña, sólo tengo diez años.
Al fin, en plena madrugada, cuando la calle estaba tranquilísima, la pequeña Dorrit apoyó la compungida cabeza de la niña en el regazo y la arrulló para que se durmiera. Y así, sentada delante de la puerta, como si estuviera sola, contempló las estrellas y vio cómo las nubes pasaban por delante de ellas en un vuelo desbocado que se convirtió en el baile de su fiesta.
«¡Ojalá fuera una fiesta de veras! —pensó en cierto momento—. ¡Ojalá estuviera llena de luz, de calor y de hermosura, ojalá fuera nuestra casa y mi pobre padre fuera el dueño y nunca hubiera ido a parar detrás de esos muros! ¡Ojalá fuera el señor Clennam uno de nuestros invitados y bailáramos al son de una música maravillosa, y estuviéramos todos de lo más alegres, sin preocupaciones! Me imagino…»
Imaginó unas vistas tan maravillosas que siguió mirando las estrellas, embelesada, hasta que Maggy volvió a protestar y quiso levantarse y estirar las piernas.
Dieron las tres, las tres y media, y ya habían cruzado el puente de Londres. Ya habían oído la fuerza de la corriente contra los obstáculos; habían contemplado desde arriba, sobrecogidas, el vapor oscuro del río; habían visto pequeñas franjas de agua iluminada allí donde se reflejaban las farolas del puente, que brillaban como ojos demoníacos, terriblemente fascinantes, que evocaban la culpa y la desgracia. Se habían hecho a un lado al encontrarse con vagabundos tumbados, en forma de ovillo, en algunos recodos. Habían huido de borrachos. Se habían asustado y alejado de hombres sigilosos, silbándose y haciéndose señas en esquinas apartadas o habían echado a correr a gran velocidad. Aunque siempre ejercía el papel de cabecilla y guía, la pequeña Dorrit, contenta por una vez de su aspecto infantil, fingió que se aferraba a Maggy y que se dejaba llevar por ella. Y más de una vez alguna voz, en medio de una riña o de un grupo de transeúntes que les impedían proseguir, le había gritado a sus acompañantes: «¡Dejad avanzar a la mujer y a la niña!».
Así, la mujer y la niña habían avanzado; habían seguido avanzando, y habían dado las cinco en los campanarios. Se encaminaban lentamente al este, buscando la primera pálida franja de luz, cuando una mujer las abordó:
—¿Qué haces con esa niña? —le preguntó a Maggy.
Era joven —¡demasiado joven para estar ahí, vive Dios!—; ni fea ni de rostro maligno. Hablaba con vulgaridad, pese a que su voz no fuese naturalmente vulgar; en su tono incluso había algo musical.
—¿Y tú qué es lo que estás haciendo aquí? —replicó Maggy, a falta de una respuesta mejor.
—¿No lo ves sin que te lo diga?
—Pues no.
—Me estoy suicidando. Ahora que he respondido, respóndeme tú. ¿Qué haces con esa niña?
La supuesta niña seguía con la cabeza gacha, sin despegarse del costado de Maggy.
—¡Pobre criatura! —recriminó la mujer—. ¿No tienes compasión? ¿Por qué la sacas a estas horas a la crueldad de las calles? ¿No tienes ojos? ¿No ves lo delicada y lo poca cosa que es? ¿No tienes cabeza (no parece que tengas mucha) para compadecerte un poco de esta manita temblorosa y fría?
Se había acercado a ellas, había cogido la mano de Amy entre las suyas y se la había empezado a frotar.
—Besa a esta pobre mujer perdida, cariño —le dijo, bajando el rostro—, y dime adónde quieres que te lleve.
La pequeña Dorrit la miró.
—¡Cielo santo —exclamó la desconocida, echándose atrás—, si eres una mujer!
—¿Y qué más da? —replicó la pequeña Dorrit mientras agarraba una de las manos que, repentinamente, habían soltado la suya—. No me das miedo.
—Pues debería dártelo —respondió—. ¿No tienes madre?
—No.
—¿Ni padre?
—Sí, y lo quiero mucho.
—Vuelve a su lado, y ten miedo de mí. Suéltame. ¡Buenas noches!
—Antes quiero darte las gracias; permíteme hablarte como si realmente fuera una niña.
—No puedes —dijo la mujer—. Eres bondadosa e inocente, pero no puedes mirarme con los ojos de una niña. No te habría tocado si no hubiera creído que eras una chiquilla.
Y, con un grito extraño y salvaje, se marchó.
El día todavía no había despuntado en el firmamento, pero ya había amanecido para el ruidoso pavimento de las calles; para los carros, las carretas y los coches; para los trabajadores que se dirigían a sus diversas ocupaciones; para las tiendas que se abrían; para el comercio de los mercados; para el bullicio de la ribera. Se notaba el día incipiente en la luz que brillaba tenuemente, con un color más apagado que en cualquier otro momento; se notaba el día incipiente en el mayor frescor del aire y en la muerte espantosa de la noche.
Volvieron a la entrada de la cárcel con la intención de esperar ahí hasta que abrieran; pero hacía un frío tan cortante que la pequeña Dorrit, llevando de la mano a la adormilada Maggy, no quiso detenerse. Al pasar por detrás de la iglesia vio que había luz en ella; subió los escalones de la puerta y echó un vistazo dentro.
—¿Quién anda ahí? —exclamó un fornido anciano que se estaba poniendo un gorro de dormir, como si fuera a acostarse en una cripta.
—Nadie en particular, señor —anunció ella.
—¡Deténgase! —ordenó el hombre—. ¡Quiero ver quién es!
Eso la obligó a darse la vuelta de nuevo, cuando ya se estaba marchando, para anunciar su identidad y la de su protegida.
—¡Ya me parecía! —dijo el hombre—. Sé quién eres.
—Nos hemos visto muchas veces —confirmó Amy, pues había reconocido al sacristán, o al pertiguero, o quienquiera que fuese—, cuando he venido a esta iglesia.
—No sólo eso; aquí está inscrito tu nacimiento; eres una de nuestras curiosidades.
—¿De veras?
—Desde luego. Siendo hija de… Por cierto, ¿cómo has salido tan temprano?
—Anoche nos cerraron la puerta antes de que llegáramos y estamos esperando para entrar.
—¡Vaya, vaya! ¡Todavía falta más de una hora! Venid a la sacristía. Ahí tenemos una chimenea encendida para los pintores. Los estoy esperando; si no, no estaría aquí, de eso puedes estar segura. Una de nuestras curiosidades no debe coger frío, si está en nuestra mano darle calor y comodidad. Venid.
Se trataba de un anciano muy bueno y muy afable; después de avivar el fuego de la sacristía, buscó un tomo en las estanterías de los registros.
—Ya está, aquí lo tenemos —declaró mientras lo cogía y pasaba las páginas—. ¿Quién te imaginas que aparece aquí? Pues tú, Amy, hija de William y Fanny Dorrit. Nacida en la cárcel de Marshalsea, parroquia de Saint George. A la gente le contamos que llevas viviendo ahí desde entonces, sin faltar ni un solo día ni una sola noche. ¿Estoy en lo cierto?
—Era completamente cierto, hasta ayer.
—¡Caray! —Al observarla, con una mirada de admiración, al anciano le vino otra idea a la cabeza—: Pero lamento verte débil y cansada. Quédate un rato. Te traeré unos cojines de la iglesia para que tu amiga y tú os tumbéis delante del fuego. No tengas miedo de no presentarte al lado de tu padre cuando abran la puerta. Yo te llamaré.
No tardó en aparecer con los cojines y en esparcirlos por el suelo.
—Ya está. ¿A que tampoco imaginabas esto? No, no hace falta que me des las gracias. Yo también tengo hijas. Y aunque no nacieron en la cárcel de Marshalsea, lo podrían haber hecho si mi conducta hubiera sido parecida a la de tu padre. Espera un momento. Tengo que ponerte algo debajo del cojín, para la cabeza. Aquí hay un libro de entierros. ¡Qué curioso! En él aparece la señora Bangham. Aunque, para la mayoría de la gente, el interés de estos libros no reside en quién sale en ellos, sino en quién no; quién va a ser inscrito, y cuándo. Eso es lo interesante.
Tras contemplar satisfecho la almohada que había improvisado, las dejó que descansaran durante una hora. Maggy ya roncaba, y la pequeña Dorrit no tardó en quedarse dormida con la cabeza apoyada en ese libro sellado del Destino, sin que la perturbaran sus misteriosas páginas en blanco.
Así transcurrió la fiesta de la pequeña Dorrit. El oprobio, el abandono, la maldad y los peligros de la gran capital; el frío, la humedad, las horas lentas y las nubes rápidas de la noche desolada. Así transcurrió la fiesta, y a su término la joven volvió a casa, fatigada, con la primera neblina gris de una mañana lluviosa.
La señora Flintwinch tiene otro sueño
En la desvencijada y vieja casa de la ciudad, envuelta en un manto de hollín y muy apoyada en las muletas que habían compartido su deterioro y que se habían desgastado con ella, nunca se vivía un período de salud ni de alegría, pasase lo que pasase. Si el sol la rozaba, era sólo con un rayo, que desaparecía al cabo de media hora; si la luna la iluminaba, era sólo pintando unas escasas franjas en su lúgubre fachada y dándole un aspecto aún más lamentable. Las estrellas, desde luego, no dejaban de mirarla cuando las noches y el humo estaban lo bastante despejados, y el tiempo inclemente se aferraba a ella con una insólita fidelidad. En ese penoso edificio todavía podían encontrarse la lluvia, el granizo, la escarcha y el hielo cuando ya habían desaparecido de otros lugares; y la nieve duraba allí semanas, mucho después de haber pasado del amarillo al negro, e iba perdiendo su mugrienta vida deshaciéndose lentamente en lágrimas. La casa no tenía más partidarios. Los ruidos de la ciudad, el rumor de las ruedas en la calle, pasaban a toda velocidad por delante de la puerta y se marchaban con la misma velocidad, por lo que Affery, cuando escuchaba, tenía la sensación de estar sorda, de recobrar el oído sólo en ráfagas brevísimas. Lo mismo sucedía con los silbidos, las canciones, las conversaciones, las risas y todos los sonidos humanos agradables. Cruzaban el abismo en un instante y seguían su camino.
La luz cambiante del fuego y de las velas de la habitación de la señora Clennam era el mayor cambio que llegaba a obrarse en la mortecina monotonía de aquella casa. En sus dos ventanas estrechas el fuego brillaba malhumorado todo el día y malhumorado toda la noche. En contadas ocasiones emitía un destello intenso, igual que ella, pero casi siempre parecía sofocado, como ella, y se iba consumiendo de forma constante y parsimoniosa. Sin embargo, en las largas horas de los cortos días invernales, cuando entraba el ocaso al principio de la tarde, unas imágenes distorsionadas y cambiantes de la señora Clennam en la silla de ruedas, del señor Flintwinch con el cuello torcido, de Affery entrando y saliendo, se proyectaban en las paredes de la casa, y en ellas se demoraban unos instantes como sombras de una gran linterna mágica. Cuando la inválida recluida se disponía a dormir, desaparecían poco a poco: la sombra aumentada de Affery era la última que se veía revolotear, hasta que al fin se disipaba, como rumbo a un aquelarre. Entonces la luz solitaria ardía sin alteraciones; antes del alba casi dejaba de brillar, y acababa muriendo bajo el aliento de Affery cuando la sombra de ésta se abatía sobre ella al salir del mundo embrujado del sueño.
¡Qué extraño que la pequeña habitación de esa mujer enferma fuera de hecho un faro dirigido a alguien, y que la persona más impensable del mundo debiera acudir a él! ¡Qué extraño que la luz de la pequeña habitación de esa mujer enferma fuera de hecho una lámpara nocturna que nunca se apagaría hasta que se produjera el acontecimiento señalado que debía iluminar! ¿Quién, entre la enorme multitud de viajeros, bajo el sol y bajo las estrellas, que subían colinas polvorientas y avanzaban penosamente por agotadoras llanuras, que viajaban por tierra y viajaban por mar, que iban y venían asombrosamente, dispuestos a reunirse y relacionarse unos con otros y reaccionar al comportamiento de los demás… qué huésped, sin sospechar cuál era la meta del viaje, podría estar acercándose indudablemente a ese lugar?
El tiempo nos lo dirá. El lugar del honor y el de la vergüenza, la posición del general y la del tambor, la estatua de un lord en la abadía de Westminster y la hamaca de un marinero en lo más profundo del océano, la mitra y el taller, el asiento del gran canciller de la Cámara de los Lores y la horca, el trono y la guillotina: todos los viajeros transitan por el mismo camino ancho, pero éste se bifurca en maravillosas divergencias, y sólo el tiempo nos dirá adónde se encamina cada viajero.
Una tarde de invierno, al anochecer, la señora Flintwinch, que llevaba aturdida todo el día, tuvo el siguiente sueño:
Le pareció que estaba en la cocina, preparando el té, y se calentaba los pies en el guardafuegos, con la falda remangada, delante del fuego exiguo en mitad del hogar, flanqueada a ambos lados por un barranco frío, negro y profundo. Mientras tanto, no dejaba de reflexionar sobre si la vida era para algunas personas una ficción bastante anodina; entonces le sobresaltó un ruido repentino que venía de detrás de ella. Creyó recordar que la semana anterior la había asustado algo parecido, que aquel sonido era misterioso: un crujido, seguido de tres o cuatro golpes rápidos que parecían pasos presurosos; le sobrevino un temblor o una conmoción al corazón, como si los pasos hubieran hecho vibrar el suelo, incluso como si la hubiera tocado una mano horrenda. Sintió revivir sus antiguos temores de que la casa estuviera encantada, y también le pareció que subía a todo correr las escaleras de la cocina; sin saber cómo se había levantado, para estar más cerca de otras personas.
Affery creyó, al llegar al vestíbulo, ver abierta la puerta del estudio de su señor y la estancia vacía. Que se asomaba a la ventana rota de la salita cerca de la entrada para conectar su palpitante corazón, a través del cristal, con cosas que vivían más allá y fuera de la casa encantada. Que después veía, en la pared de encima de la entrada, las sombras de aquellos dos seres tan listos que conversaban en el piso de arriba. Que después subía las escaleras con los zapatos en la mano, en parte para estar cerca de los listos, que podían competir con cualquier fantasma, y en parte para enterarse de lo que hablaban.