—A mí no me venga con bobadas —decía el señor Flintwinch—. A usted no se las voy a consentir.
La señora Flintwinch soñó que se quedaba detrás de la puerta, apenas entreabierta, y que escuchaba perfectamente esas osadas palabras de su marido.
—Flintwinch —replicaba la señora Clennam, con su acostumbrada voz recia y baja—, tiene usted un demonio rabioso en su interior. Guárdese de él.
—Me da igual si tengo uno o tengo doce —respondía el señor Flintwinch, indicando claramente con su tono que el número más elevado se aproximaba más a la verdad—. Aunque tuviera cincuenta, todos dirían: «A mí no me venga con bobadas, no se las voy a consentir». Yo les obligaría a decirlo, quisieran o no.
—¿Qué he hecho yo para inspirar tanta ira? —preguntó la voz recia.
—¿Qué ha hecho? —respondió el señor Flintwinch—. Se ha lanzado usted sobre mí.
—Si se refiere a la reprimenda…
—No ponga en mi boca palabras que no son mías —protestó Jeremiah, negándose a abandonar la expresión metafórica con una obstinación tenaz e impenetrable—. Lo que digo es que se ha lanzado usted sobre mí.
—Le he regañado —insistió ella— porque…
—¡De eso nada! —exclamó él—. Se ha lanzado usted sobre mí.
—Me he lanzado sobre usted, si insiste, hombre enajenado —Jeremiah sonrió al ver que la había obligado a utilizar su expresión—, por haberse mostrado innecesariamente locuaz con Arthur aquella mañana. Tengo derecho a protestar; casi fue un abuso de confianza. Usted no pretendía…
—¡De eso nada! —interrumpió el contradictorio Jeremiah, refutando esa claudicación—. Claro que lo pretendía.
—Supongo que debo dejar que pronuncie usted un monólogo, si eso es lo que desea —respondió la señora Clennam después de una pausa que parecía deberse a la irritación—. Es inútil hablar con un anciano imprudente y testarudo que está firmemente decidido a no escucharme.
—¡Eso tampoco se lo voy a consentir! —bramó él—. Nada más lejos de mi intención. Le he dicho que sí lo pretendía. ¿Quiere saber por qué, anciana imprudente y testaruda?
—Al fin y al cabo, sólo me está devolviendo mis propias palabras —dijo ella, luchando con su indignación—. Sí.
—Pues he aquí el motivo: porque no le despejó usted las dudas que él tenía sobre su padre, y tendría que haberlo hecho. Porque, antes de ofenderse usted, que es…
—¡Cuidado, Flintwinch! —exclamó la señora Clennam con otro tono—. Es posible que diga una palabra de más.
El anciano pareció opinar lo mismo. Se produjo un silencio; Flintwinch ya estaba en otra parte de la estancia cuando añadió, con menor brusquedad:
—Le iba a explicar el motivo. Porque, antes de defenderse usted, creo que tendría que haber defendido al padre de Arthur. ¡El padre de Arthur! Nunca le tuve mucho afecto. Serví al tío del padre de Arthur en esta casa, cuando el padre no ocupaba un lugar muy superior al mío (tenía los bolsillos más vacíos que los míos), y el tío habría preferido nombrarme a mí su heredero, antes que a él. Él pasaba hambre en el salón y yo la pasaba en la cocina: ésa era la diferencia principal en nuestra posición; apenas nos separaba un tramo de escaleras empinadísimas. No le cogí una simpatía especial en aquellos días; tampoco llegó nunca a inspirármela. Era un hombre indeciso, titubeante, a quien todo le daba miedo desde pequeño, excepto ser huérfano. Y, cuando la trajo a usted a esta casa, la mujer que su tío había elegido para él, no me hizo falta mirarla dos veces (era usted guapa en esa época) para darme cuenta de quién llevaría las riendas. Desde entonces, usted se ha valido por sí misma. Haga lo mismo ahora. No se aproveche de los muertos.
—No me aprovecho en absoluto de los muertos, como usted afirma.
—Pero tenía intención de hacerlo, si yo hubiera cedido —gruñó Jeremiah—, y por eso se ha lanzado sobre mí. Es incapaz de olvidar que no he cedido. Supongo que se quedó estupefacta al ver que yo decidía que merecía la pena hacerle justicia al padre de Arthur. ¿Verdad? Da igual que responda o no, porque sé que estoy en lo cierto, y usted también lo sabe. Le voy a decir lo que pasa. Es posible que mi carácter sea algo peculiar, pero así soy: no puedo dejar que nadie se salga completamente con la suya. Usted es una mujer de gran determinación, e inteligente: cuando se traza un objetivo, nada la desvía de su camino. ¿Quién sabe eso mejor que yo?
—Nada me desvía de mi camino, Flintwinch, cuando he justificado ese objetivo ante mí misma. No lo olvide.
—¿Cuando lo ha justificado ante sí misma? He dicho que no había mujer con mayor determinación que usted en la faz de la tierra (o eso quería decir), y, si usted ha tomado la determinación de justificar cualquier objetivo que se haya trazado, no cabe duda de que lo conseguirá.
—¡Diantre! Encuentro mi justificación en las palabras de estas Escrituras —exclamó la señora Clennam con un adusto énfasis y, al parecer, a juzgar por el ruido que se oyó a continuación, dando un golpe en la mesa con el peso muerto de su brazo.
—Qué más da —respondió Jeremiah con tranquilidad—, ahora no vamos a entrar en esa cuestión. De un modo u otro, usted consigue cumplir sus propósitos, y todo lo supedita a ellos. Pero yo no me voy a supeditar a ellos. Le he sido fiel, le he sido útil y le tengo cariño. Pero no puedo consentir, ni voy a consentir, ni nunca he consentido, ni nunca consentiré, que me anule. Tráguese a quien quiera, a mí me da igual. La peculiaridad de mi carácter, señora, reside en que yo me niego a que me traguen vivo.
Quizá ahí estaba el origen de su mutuo entendimiento. Al percibir un carácter tan fuerte en el señor Flintwinch, quizá la señora Clennam había considerado que una alianza con él podía beneficiarla.
—Demos por zanjada la cuestión —propuso ella sombríamente.
—Siempre que no vuelva a lanzarse sobre mí —replicó el persistente Flintwinch—; de otro modo, volveremos a hablar.
Affery soñó que, en ese momento, la figura de su marido empezaba a pasearse por la habitación, como si quisiera mitigar su cólera, y que ella se marchaba corriendo; sin embargo, como él no salía mientras ella esperaba atenta y temblorosa en el tenebroso vestíbulo, volvía a subir sigilosamente las escaleras, hostigada como antes por los fantasmas y por la oscuridad, y de nuevo se agazapaba detrás de la puerta.
—Le ruego que encienda la vela, señor Flintwinch —decía la señora Clennam, al parecer con la intención de que él volviera a adoptar su tono habitual—. Casi es la hora del té. Va a venir la pequeña Dorrit y me va a encontrar a oscuras.
Flintwinch encendió la vela con prontitud y preguntó, mientras la colocaba en la mesa:
—¿Qué va a hacer usted con la chiquilla? ¿Va a venir siempre a trabajar aquí? ¿Va a venir siempre a tomar el té? ¿Va a estar entrando y saliendo de aquí a voluntad, del mismo modo, siempre?
—¿Cómo puede decirle «siempre» a una inválida como yo? ¿Acaso no nos siegan como la hierba de los campos, acaso no me cortó la guadaña hace muchos años y llevo aquí desde entonces, esperando a que me recojan y me lleven al granero?
—¡Sí, sí! Pero está usted aquí, en absoluto agonizante, nada de eso, muchos niños y jóvenes, mujeres en la flor de la vida, hombres fuertes y personas de todo tipo, han sido segados y han pasado a mejor vida, mientras que usted sigue aquí, sin haber conocido grandes cambios. Es posible que tanto a usted como a mí todavía nos quede mucho tiempo de vida. Cuando digo «siempre», me refiero (aunque no tenga talante poético) a todo el tiempo que nos queda por delante.
El señor Flintwinch ofreció esta explicación con gran tranquilidad, y tranquilamente aguardó la respuesta.
—Mientras la pequeña Dorrit no alborote, sea hacendosa, y siga necesitando la menor ayuda que yo pueda brindarle, la merecerá; a no ser, supongo, que se marche por voluntad propia; entre tanto, seguirá viniendo. Se me concederá ese deseo.
—¿No hay nada más? —inquirió Flintwinch, frotándose la boca y el mentón.
—¿Qué más va a haber? ¿Qué más podría haber? —exclamó la señora Clennam asombrada, con severidad.
La señora Flintwinch soñó que, durante uno o dos minutos, la señora Clennam y el señor Flintwinch estuvieron mirándose con la vela entre uno y otro, y, sin saber cómo, se llevó la impresión de que se habían sostenido la mirada largamente.
—¿Sabe usted por casualidad, señora Clennam —preguntó entonces el marido de Affery en voz mucho más baja, y con un tono que parecía no guardar proporción con el simple contenido de sus palabras—, dónde vive?
—No.
—Bueno, y… ¿le gustaría saberlo? —añadió Jeremiah dando un salto, como si fuera a abalanzarse sobre ella.
—Si me hubiera interesado, ya lo sabría. ¿No se lo podría haber preguntado en cualquier momento?
—Entonces, ¿no le interesa saberlo?
—No.
El anciano, después de un suspiro largo e insinuante, dijo con el mismo énfasis:
—Porque… casualmente, que conste… lo he descubierto.
—Viva donde viva —respondió la señora Clennam con una voz monocorde e inflexible, separando las palabras de forma tan clara como si las leyera en distintas piezas de metal que fuera cogiendo una a una—, ha decidido guardar el secreto, y para mí seguirá siendo un secreto.
—Lo cierto es que también es posible que usted lamentara después haberse enterado —aventuró Jeremiah, y lo dijo con cierto tonillo, como si se le hubiera escapado un deje irónico.
—Flintwinch —respondió su señora y socia en un súbito arrebato de energía que sobresaltó a Affery—, ¿por qué me acosa? Mire esta habitación. Si eso supone una compensación por mi enfermedad… ya sabe que nunca me quejo de ella… si para mí supone una compensación por mi larga reclusión en esta habitación que, dado que me están vedados los cambios agradables, también me esté vedado saber ciertas cosas que prefiero ignorar, ¿por qué iba usted, precisamente, a negarme ese consuelo?
—No se lo niego —objetó Jeremiah.
—Entonces, no diga nada más. No diga nada más. Que la pequeña Dorrit no me desvele su secreto, y no me lo desvele usted tampoco. Que entre y salga sin vigilancia y sin preguntas. Déjeme sufrir, pero déjeme también disponer del alivio que me brinda mi estado. ¿Tanto pido? ¿Por eso me atormenta con malicia?
—Le he hecho una pregunta. Sólo eso.
—La he respondido. No diga nada más. No diga nada más.
Entonces se oyó en el suelo el ruido de la silla de ruedas, y el timbre de Affery sonó en la cocina imperiosa y bruscamente.
Con más miedo en ese momento de su marido que del sonido misterioso de la cocina, Affery se escabulló con todo el sigilo y la rapidez posibles, bajó las escaleras casi con la misma velocidad con que las había subido, se volvió a sentar en la cocina delante del fuego, se volvió a remangar la falda y, por último, se tapó la cabeza con el delantal. Entonces sonó el timbre otra vez y después, también otra vez, siguió sonando; a pesar de esa llamada insistente, Affery no se movió; cubierta por el delantal, recobraba el aliento.
Por fin el señor Flintwinch bajó las escaleras trabajosamente y llegó al vestíbulo, sin dejar de decir entre dientes: «¡Affery, mujer!» durante todo el camino. Affery todavía estaba cubierta por el delantal cuando su marido, cansado, acabó de bajar las escaleras de la cocina, con una vela en la mano; se dirigió a ella, le bajó el delantal de un tirón y la despertó.
—¡Ay, Jeremiah! —exclamó ella al despertarse—. ¡Qué susto me has dado!
—¿Qué hacías, mujer? —dijo él—. Te han llamado cincuenta veces.
—¡Ay, Jeremiah! —repitió ella—. ¡Estaba soñando!
Al recordar la anterior experiencia de su mujer en esas lides, el señor Flintwinch le acercó la vela a la cabeza, como si quisiera prenderle fuego para iluminar la cocina.
—¿No sabes que ya es la hora del té? —preguntó con una sonrisa maliciosa mientras le daba un puntapié a una de las patas de la silla.
—¡Jeremiah! ¿La hora del té? No sé qué me ha pasado. Pero me ha sucedido una cosa espantosa, antes de ponerme a… a soñar, seguramente ése ha sido el motivo.
—¡Quita! ¡Dormilona! —dijo él—. ¿Qué estás diciendo?
—Un ruido extrañísimo, Jeremiah, y un movimiento de lo más peculiar. En la cocina, aquí, justo aquí.
Jeremiah levantó la vela y contempló el techo ennegrecido; la bajó y contempló el húmedo suelo de piedra; la paseó por la estancia y contempló las paredes manchadas y sucias.
—Ratas, gatos, agua, cañerías —propuso.
Affery descartó todas esas posibilidades negando con la cabeza.
—No; ya lo he oído antes. Lo he oído en el piso de arriba, y una vez en la escalera, de noche, mientras iba de su habitación a la nuestra: un crujido y una especie de mano temblorosa detrás de mí.
—Affery, mujer —le advirtió ominosamente el señor Flintwinch, aproximando la nariz a los labios de la dama para ver si olía bebidas espirituosas—, si no preparas el té en seguida, vieja, notarás sobre ti un crujido y una mano que te lanzarán al otro lado de la cocina.
Esta predicción animó a la señora Flintwinch a moverse y a subir rápidamente a la habitación de la señora Clennam. No obstante, había empezado a abrigar el férreo convencimiento de que algo pasaba en aquella lóbrega casa. Por tanto, ya no podía estar tranquila en ella cuando se ponía el sol, y nunca bajaba ni subía las escaleras a oscuras sin taparse antes la cabeza con el delantal, por si acaso veía algo.
Por culpa de estos temores fantasmales y de sus sueños singulares, la señora Flintwinch se sumió aquella noche en un tortuoso estado de ánimo, cuyos síntomas de recuperación quizá todavía tarden en aparecer en este relato. Obsesionada por la imprecisión y la vaguedad de todas esas experiencias y percepciones nuevas, y dado que todo cuanto la rodeaba le resultaba misterioso, ella también empezó a parecerles misteriosa a los demás; se convirtió en una persona tan difícil de descifrar para los otros, como difícil le resultaba a ella descifrar la casa y todo lo que había en ella.
Todavía no había terminado de preparar el té de la señora Clennam cuando se oyeron los golpecitos en la puerta que siempre anunciaban a la pequeña Dorrit. Affery la observó mientras la muchacha se quitaba la fea capota en el vestíbulo, y también miró al señor Flintwinch, que apretaba los dientes y la contemplaba callado, como si esperara algún accidente extraordinario que la volviera loca de remate o que los dejara a los tres hechos trizas.
Después del té llamaron de nuevo a la puerta; esta vez era Arthur. Affery bajó a abrir, y él, al entrar, dijo: