Sin embargo, estas declaraciones no procuraron al señor Meagles la misma satisfacción que la genealogía de los Barnacle. La nube que Clennam nunca había visto en su rostro antes de esa mañana volvió a aparecer, y con frecuencia, y en el bello semblante de su mujer se proyectaba la misma sombra cuando observaba inquieta a Gowan. En más de una ocasión, mientras Tesoro acariciaba al perro, le pareció a Clennam que al padre le disgustaban esas caricias; en una ocasión concreta Gowan, que estaba al otro lado del animal, bajó la cabeza al mismo tiempo que ella, y Arthur creyó ver lágrimas en los ojos del anfitrión, que salió apresuradamente de la sala. Quizá también era verdad, o quizá seguía imaginando, que Tesoro no era insensible a esos pequeños incidentes; que intentaba, con un afecto más delicado de lo habitual, expresarle a su buen padre cuánto lo quería, y que por esta razón se quedó detrás de los demás, al ir y volver de la iglesia, y lo cogió el brazo. No podría haberlo jurado, pero le pareció, mientras paseaba solo por el jardín más tarde, ver fugazmente a Tesoro en la habitación del padre, abrazada a éste y a su madre con la mayor ternura, llorando en el hombro de él.
Como en las últimas horas del día se puso a llover, se quedaron de buena gana en casa, admiraron la colección del señor Meagles y mataron el tiempo charlando. Al tal Gowan le gustaba mucho hablar de sí mismo, cosa que hacía de forma espontánea y divertida. Al parecer se dedicaba al arte y había pasado una temporada en Roma, pero la suya era una actitud diletante, despreocupada, insustancial —una debilidad perceptible tanto en su dedicación al arte como en sus obras— que a Clennam le costaba comprender.
Pidió ayuda a Daniel Doyce, al que se encontró mirando por la ventana.
—¿Conoce usted al señor Gowan? —le preguntó en voz baja.
—Lo he visto aquí. Viene todos los domingos cuando ellos están.
—Es artista, según deduzco de sus palabras.
—Más o menos —respondió el otro con tono hosco.
—¿Cómo que más o menos? —inquirió Clennam con una sonrisa.
—Bueno, se dedica a las artes como quien da un paseo por Pall Mall —contestó Doyce—, pero no creo que a los paseantes les importara tan poco como a él la fría recepción de que es objeto.
Clennam continuó interesándose y se enteró de que la familia Gowan era una ramificación muy lejana de los Barnacle; que al padre, originalmente empleado en una legación en el extranjero, le habían dado un cargo muy bien remunerado en una comisión de no se sabía muy bien qué en algún lugar impreciso; había muerto en el desempeño de sus funciones y sin dejar de recibir todo aquel salario, que defendió noblemente hasta el final. Teniendo en cuenta este eminente servicio público, el Barnacle que en ese momento ostentaba el poder había recomendado a la Corona que se concediera una pensión de doscientas o trescientas libras anuales a la viuda, a la que el siguiente Barnacle en ostentar el poder había añadido unos aposentos tranquilos y sombreados en el palacio de Hampton Court; en ellos residía aún la anciana dama despotricando contra la degeneración de la época y acompañada de otras ancianas damas de ambos sexos. El hijo, Henry Gowan, había obtenido gracias a la herencia de su padre, el comisario, cierta independencia económica en la vida, lo que supone una ayuda muy cuestionable, y le había costado encontrar su camino: más aún considerando que los puestos de funcionario escaseaban y que su talento, en la primera parte de su vida adulta, había sido de una tonalidad exclusivamente parda, concretamente la que encontramos en los picos pardos. Por fin había declarado que se iba a dedicar a la pintura, en parte porque tal actividad siempre le había interesado de forma ociosa, y en parte para incordiar a los Barnacle que ostentaban el poder y que no le habían solucionado la vida. A partir de aquí, sucedieron varias cosas: en primer lugar, varias damas distinguidas se llevaron un tremendo sofoco; después, en varias veladas se distribuyeron muestras de su obra y se declaró con gran éxtasis que eran Claudes perfectos y Cuyps
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perfectos, cuadros perfectos; a continuación, lord Decimus había comprado su retrato, había invitado a cenar impulsivamente al presidente y al consejo y les había asegurado, con su imponente seriedad: «¿Saben ustedes que veo un gran mérito en esta obra?». En resumidas cuentas, gentes de toda condición habían hecho todo lo posible por ponerlo de moda. Pero, sin saber por qué, había fracasado. El público, lleno de prejuicios, se había empeñado en oponerse. Todo el mundo se había empeñado en no admirar el retrato de lord Decimus. Se habían empeñado en creer que en todos los ámbitos, excepto en el propio, una persona debe alcanzar el reconocimiento trabajando de sol a sol, poniendo todo su afán, con todas sus fuerzas. Por eso ahora el señor Gowan, como ese desgastado y viejo ataúd que nunca ha sido de Mahoma ni de nadie, estaba suspendido
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entre dos lugares: se mostraba celoso y criticón con el sitio que había abandonado, y celoso y criticón con el sitio que no podía alcanzar.
Esto fue lo que pudo averiguar Clennam esa lluviosa tarde de domingo, y después.
En torno a una hora después de la cena apareció el joven Barnacle acompañado de su monóculo; en honor a sus vínculos familiares, el señor Meagles había dado el resto del día libre a las dos hermosas criadas y las había sustituido por dos hombres de triste semblante. El joven Barnacle se quedó sumamente perplejo y desconcertado al ver a Arthur, y musitó involuntariamente: «¡Pero bueno! ¡Esto es inaudito!», antes de recobrar la compostura.
Después se vio obligado a aprovechar la primera oportunidad para llevarse a su amigo junto a una ventana y a decirle, con una voz nasal que formaba parte de su debilidad general:
—Oiga, Gowan, quiero hablar con usted. ¿Quién es ese tipo?
—Un amigo del anfitrión. Mío no.
—¿Sabía que es un fervoroso radical
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? —preguntó el joven Barnacle.
—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabe?
—Verá, señor, el otro día empezó a acosar a los nuestros, fue espantoso. Se presentó en nuestra casa y acosó también a mi padre, hasta tal punto que hubo que echarlo. Volvió a nuestro departamento y me acosó a mí. Es todo un caso, se lo aseguro.
—¿Y qué quería?
—Verá, señor —respondió el joven Barnacle—. ¡Dijo que quería saber! Invadió nuestro departamento sin cita previa, ¡y dijo que quería saber!
La mirada de indignada estupefacción con la que el muchacho acompañó semejante revelación le habría forzado la vista hasta dañársela si no se hubiera presentado el oportuno alivio de la cena. El señor Meagles (que había mostrado un gran interés por saber cómo estaban los tíos del joven) le rogó que acompañara a la señora Meagles al comedor. Cuando el invitado se sentó a la derecha de ésta, el anfitrión parecía tan contento como si hubiera reunido a toda la familia.
Todo el encanto natural del día anterior había desaparecido. Los comensales, al igual que la comida en sí, estuvieron tibios, insípidos, blandos, y todo se debía al soso del joven Barnacle. Siempre poco locuaz, ahora era víctima de un defecto limitado a esta ocasión y únicamente relacionado con el señor Clennam: lo invadía la necesidad imperiosa y continua de mirar a este caballero, lo que ocasionó que el monóculo se le cayera en la sopa, en la copa de vino, en el plato de la señora Meagles, que le colgara por la espalda como la cuerda de una campana y que los hombres de triste semblante se lo tuvieran que colocar de nuevo en el pecho, vergonzosamente. Con el ánimo debilitado por las pérdidas frecuentes de este instrumento, por la determinación de éste de no moverse de su sitio, con el intelecto cada vez más menguado cada vez que miraba al misterioso Clennam, el joven se llevaba al ojo cucharas, tenedores y otros objetos extraños del servicio de mesa. El descubrimiento de semejantes errores aumentaba enormemente su torpeza, pero jamás lo liberaba de la necesidad de contemplar a Clennam. Siempre que éste hablaba, al desventurado joven le acometía un temor profundo y evidente de hallarse en la situación de que el nuevo invitado, mediante un ardid, le exigiera saber, verá usted.
Se puede poner en duda, por tanto, que alguna otra persona aparte del señor Meagles disfrutara de la velada. A éste, sin embargo, la presencia del joven Barnacle le procuraba un enorme placer. Del mismo modo que, en el cuento de las
Mil y una noches
, un solo frasco de agua dorada se convertía en toda una fuente cuando se vertía, el señor Meagles parecía creer que esa pizca de Barnacle daba a su mesa el sabor de todo el árbol genealógico. Ante su presencia, los espléndidos atributos de sinceridad y de autenticidad que caracterizaban al anfitrión perdían fuerza: no se mostraba tan espontáneo, tan natural, se esforzaba por alcanzar algo que no tenía, no era él. ¡Qué peculiaridad tan extraña, tratándose del señor Meagles! ¿Dónde encontraremos un caso similar?
Por fin, terminó el domingo lluvioso dando paso a una noche lluviosa; el joven Barnacle se marchó en un coche, fumando débilmente, y el reprobable Gowan se fue a pie, acompañado por el reprobable perro. Tesoro había hecho todo el día grandes y cordiales esfuerzos para ser simpática con Clennam, pero éste había estado algo reservado desde el desayuno… es decir, lo habría estado si hubiese estado enamorado de ella.
Después de regresar a su habitación y de desplomarse en la butaca delante del fuego, el señor Doyce llamó a la puerta, vela en mano, para preguntarle cómo y a qué hora pensaba volver al día siguiente. Decidido este asunto, le habló a Doyce del tal Gowan, que habría ocupado gran parte de sus pensamientos si hubiera sido su rival.
—No parece muy prometedor como pintor —observó Clennam.
—No —confirmó Doyce.
Este último seguía de pie, con la palmatoria en una mano y la otra en el bolsillo, mirando de hito en hito la llama de la vela con cierto gesto de tranquilidad que expresaba el convencimiento de que iban a seguir hablando.
—He visto a nuestro buen amigo un poco cambiado y desanimado después de esta mañana —aventuró Clennam.
—Sí —convino Doyce.
—Pero a su hija no —prosiguió Clennam.
—No —dijo Doyce.
Se produjo un silencio por ambas partes. El señor Doyce, sin apartar la vista de la llama, añadió lentamente:
—Lo cierto es que se ha llevado a la hija dos veces al extranjero con la esperanza de separarla del señor Gowan. Cree que ella podría verlo con buenos ojos, y las perspectivas de semejante matrimonio le inspiran unas dudas incómodas, con las que yo coincido, como me atrevo a decir que coincide usted.
—Se han… —preguntó Clennam antes de ahogarse, toser y detenerse.
—Se ha resfriado usted —observó Doyce sin mirarlo.
—Se han comprometido, ¿verdad? —añadió Clennam como si no le diera importancia.
—No. Según me han contado, nada de eso. El caballero ha solicitado el compromiso, pero éste no se ha concretado. Desde su reciente regreso, nuestro amigo ha hecho una visita semanal, pero hasta aquí han llegado las cosas. Usted ha viajado con ellos, y creo que conoce el vínculo existente entre los dos jóvenes, que supera incluso las fronteras de este mundo. No me cabe duda de que vemos todo lo que sucede entre la señorita Minnie y el señor Gowan.
—¡Ah! ¡Ya vemos bastante! —gritó Arthur.
El señor Doyce le dio las buenas noches con el tono de una persona que ha oído una exclamación lastimera, por no decir desesperada, y que quiere infundir ciertos ánimos y cierta esperanza en el espíritu de la persona que la ha pronunciado. Seguramente tal tono era otra de sus rarezas de hombre caprichoso, porque ¿cómo iba a haber oído eso sin que Clennam también lo oyera?
La lluvia caía torrencialmente sobre el tejado, tamborileaba en el suelo y goteaba entre las plantas de hoja perenne y las ramas peladas de los árboles. La lluvia caía torrencial, lúgubremente. Era una noche de lágrimas.
Si Clennam no hubiera decidido no enamorarse de Tesoro; si hubiera sido débil y lo hubiera hecho; si se hubiera animado, poco a poco, a dedicar toda la sinceridad de su naturaleza, toda la fuerza de su esperanza, toda la riqueza de su carácter maduro, a esa posibilidad; si hubiera hecho eso y hubiera descubierto que todo estaba perdido, habría estado, esa noche, indescriptiblemente abatido. Pero en realidad…
Pero en realidad la lluvia caía torrencial, lúgubremente.
El pretendiente de la pequeña Dorrit
La pequeña de los Dorrit no había cumplido los veintidós años sin que le saliera un pretendiente. Incluso en la insalubre cárcel de Marshalsea, el arquero eternamente joven disparaba de vez en cuando con un arco mohoso algunas flechas sin plumas, y alcanzaba a un par de reclusos.
Sin embargo, el pretendiente de la pequeña Dorrit no era un recluso. Se trataba del hijo sentimental de un carcelero. El padre de éste esperaba, con el tiempo, dejarle como herencia una llave inmaculada, y le había enseñado desde muy temprano las obligaciones de la profesión, pues aspiraba a que las cerraduras de la cárcel siguieran en manos de la familia. Mientras tal sucesión se materializaba, el chico se dedicaba a ayudar a su madre a regentar un estanco de las inmediaciones, en la esquina de Horsemonger Lane (el padre no dormía en la cárcel), que siempre gozaba de excelentes relaciones con el interior de la prisión.
Muchos años antes, cuando el objeto de su amor se sentaba en una butaquita al lado de las altas verjas, el joven John (de apellido Chivery), un año mayor que ella, la contemplaba con asombro y admiración. Cuando jugaba con ella en el patio, su juego preferido era fingir que la atrapaba en las esquinas, y fingir que la liberaba a cambio de besos de verdad. Cuando se hizo lo bastante alto para espiar por el ojo de la enorme cerradura de la puerta principal, varias veces había faltado a la comida o a la cena que se servía en casa de su padre, en el exterior, para mirar, mientras recibía una corriente fría en un ojo, a través de esa espaciosa perspectiva.
Si la fe de John hijo flaqueó en algún momento en esos días incomprensibles en que la juventud tiende a llevar los cordones de las botas desatados y es felizmente inconsciente de los órganos digestivos, no tardó en recuperarla y reforzarla. A los diecinueve años, el día del cumpleaños de la muchacha, la mano del joven escribió en tiza, en la parte del muro que quedaba delante de su habitación: «¡Bienvenida, dulce hija de las hadas!». A los veintitrés, esa misma mano ofrecía temblorosa puros habanos al Padre de Marshalsea y padre de la reina de su alma.