La pequeña Dorrit (31 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Affery, me alegro de que sea usted. Quiero preguntarle una cosa.

Ella respondió inmediatamente:

—¡Por amor de Dios, no me pregunte nada! Me paso la mitad del día asustada, y la otra mitad soñando. ¡No me pregunte nada! ¡Ya no sé qué es verdad ni qué es mentira! —y en seguida se retiró y no volvió a acercarse.

Como a Affery no le gustaba leer y no disponía de luz suficiente en la habitación en penumbra para coser (en el caso de que hubiera tenido esa afición), ahora se sumía todas las noches en las tinieblas de las que por un instante había salido la tarde del regreso de Arthur Clennam, y se entregaba a un sinfín de descabelladas especulaciones y sospechas sobre su señora, su marido y los ruidos de la casa. Cuando se encontraba enzarzada en esos devotos y atroces ejercicios, las especulaciones dirigían su vista hacia la puerta, como si esperara, en esos momentos propicios, ver entrar una forma oscura dispuesta a ofrecerle una compañía no deseada.

Por otra parte, jamás decía ni hacía nada que pudiera llevar a los dos listos a fijarse en ella, excepto en contadas ocasiones, generalmente en los momentos de tranquilidad antes de irse a la cama: entonces de pronto salía como una flecha de su umbría esquina y, con un gesto de terror, le susurraba al señor Flintwinch, que leía el periódico al lado de la mesilla de la señora Clennam:

—¡Escucha, Jeremiah! ¡Ahora! ¡Ése es el ruido!

Entonces el ruido, si es que existía, cesaba, y Jeremiah gruñía, mirándola como si en ese preciso instante le hubiera interrumpido contra su voluntad:

—¡Affery, vieja, te vas a llevar una buena! ¡Otra vez soñando!

Capítulo XVI

Debilidad de nadie

Dado que había llegado el momento de reanudar las relaciones con la familia Meagles, Clennam, observando el contrato pactado con el señor Meagles en la Plaza del Corazón Sangrante, cierto sábado dirigió sus pasos a Twickenham, donde dicho señor tenía una casa de campo. Como hacía buen tiempo y no había humedad y para él, que había estado ausente tanto tiempo, los caminos ingleses rebosaban interés, mandó el baúl en un coche y decidió ir a pie. Pasear le procuraba un nuevo deleite, un deleite del que raramente había podido gozar en su estancia en tierras lejanas.

Pasó por Fulham y Putney por el mero placer de cruzar el brezal. En él brillaba un sol intenso; al alejarse del camino que llevaba a Twickenham, se internó en otro sendero que conducía a diversos destinos más vagos y más secundarios, con los que se encontró en seguida en el transcurso del sano ejercicio. No es fácil pasear solo por el campo sin cavilar sobre algo. Y él tenía suficientes cuestiones no resueltas sobre las que reflexionar, aunque se encaminara al fin del mundo.

En primer lugar estaba la cuestión en la que raramente dejaba de pensar: qué haría a partir de entonces con su vida, a qué ocupación debía dedicarse y en qué ámbito debía buscarla. Distaba mucho de ser rico, y cada día de indecisión y ociosidad aumentaba la preocupación por su herencia. En cuanto empezaba a pensar en cómo aumentarla, o en cómo ponerla a buen recaudo, regresaban los temores de que alguien pudiera acusarle de no tener derecho a ella; sólo esa cuestión ya excedía la duración de cualquier paseo. También estaban las relaciones con su madre, que ahora conocían un equilibrio estable y tranquilo pero nada seguro; la veía varias veces por semana. La pequeña de los Dorrit constituía un tema principal y constante, pues las circunstancias de su vida, junto a la historia de la muchacha, hacían que la considerara la única persona con la que había entablado unos lazos de confianza inocente, por un lado, y de protección afectuosa, por otro; lazos de solidaridad, respeto, interés no egoísta y piedad. Al pensar en ella y en la posibilidad de que la mano liberadora de la muerte sacara al padre de la cárcel —el único cambio de circunstancias que podría brindarle la oportunidad de ser para ella el amigo que quería ser, de alterar toda la vida de la joven, de allanarle el difícil camino, de darle un hogar—, la imaginaba, desde esa perspectiva, como si fuera su hija adoptiva, su pobre niña de Marshalsea a la que arrullaba para que descansara. Si había un último elemento en sus pensamientos que se refiriera a Twickenham, tenía una forma tan imprecisa que apenas componía el ambiente de fondo en el que flotaban esas otras preocupaciones.

Había cruzado el brezal y estaba saliendo de él cuando se aproximó a una figura que llevaba cierto tiempo andando por delante y a la que, al acercarse, le pareció conocer. Tuvo esa impresión por cierta forma característica de la cabeza y por la actitud contemplativa del desconocido mientras avanzaba de forma harto torpe. Cuando la silueta del hombre —pues se trataba de un hombre— se echó hacia atrás el sombrero y se detuvo para contemplar un objeto que tenía delante, advirtió que era Daniel Doyce.

—¿Cómo está usted, señor Doyce? —dijo Clennam al alcanzarlo—. Me alegro de volver a verlo, y en un lugar más saludable que el Negociado de Circunloquios.

—¡Caramba! ¡El amigo del señor Meagles! —exclamó el reo, abandonando ciertas combinaciones mentales a las que se hallaba entregado y tendiendo la mano—. Me alegro de verlo, señor. Perdóneme, pero he olvidado cómo se llamaba usted.

—No se inquiete. No tengo un nombre conocido. No soy un Barnacle.

—Desde luego —respondió Daniel entre risas—. Pero ya lo he recordado. Se llama Clennam. ¿Cómo está usted?

—Albergo cierta esperanza —aventuró Arthur mientras echaban a andar juntos— de que nos dirijamos al mismo lugar, señor Doyce.

—¿Se refiere usted a Twickenham? —inquirió Daniel—. Lo celebro.

No tardaron en coger confianza, y animaron el camino con una conversación sobre diversos temas. El ingenioso malhechor era un hombre de gran humildad y sentido común y, pese a no ocupar una posición distinguida, estaba tan habituado a combinar ideas originales y audaces con ejecuciones pacientes y minuciosas que era cualquier cosa menos un hombre vulgar. Al principio resultaba arduo conseguir que hablara de sí mismo, y frenó las preguntas de Arthur reconociendo vagamente que sí, que había hecho esto y había hecho aquello, y que tal otra cosa era obra suya, y que tal otra la había descubierto él, pero en eso consistía su oficio, no era más que su oficio; hasta que, al convencerse poco a poco de que a su acompañante le interesaba de veras lo que tenía que contar, respondió con franqueza cuanto le preguntaba. Entonces resultó que era hijo de un herrero del norte; que inicialmente su madre viuda le había enseñado el oficio de cerrajero; que en el taller del cerrajero había «creado algunos objetos» gracias a los cuales se dio por terminado su aprendizaje y obtuvo una carta de recomendación, que le permitió cumplir el imperioso deseo de vincularse a un ingeniero en activo, con el cual había trabajado mucho, había aprendido mucho y había vivido mucho durante siete años. Al terminar ese aprendizaje había «pasado al taller», a cambio de un salario semanal, otros siete u ocho años, y después se había marchado a orillas del Clyde, donde había estudiado y limado y martilleado y ampliado sus conocimientos otros siete u ocho años. Después le habían propuesto que fuera a Lyon, cosa que había aceptado; en Lyon le ofrecieron un trabajo en Alemania, y en Alemania otro trabajo en San Petersburgo, donde las cosas le habían ido muy bien, mejor que nunca. Sin embargo, sentía una natural predilección por su país y deseaba hacerse un nombre en él, y prestar allí sus servicios antes que en cualquier otro sitio. Por tanto, regresó a su lugar de origen. Por tanto, en su lugar de origen había establecido su negocio, había inventado y había puesto en práctica sus inventos, había seguido ejerciendo su profesión, hasta que, al cabo de una docena de años de servicios y esfuerzos, le habían concedido la Legión de Honor de la Gran Bretaña, la Legión de los Rechazados por el Negociado de Circunloquios, y le habían impuesto la Gran Orden Británica del Mérito, la Orden del Desorden de los Barnacle y de los Stiltstalking.

—Es una verdadera pena —observó Clennam— que decidiera usted volver, señor Doyce.

—Cierto, señor, hasta cierto punto. Pero qué se le va a hacer. Si un hombre tiene la desgracia de descubrir algo útil para su nación, debe seguir la ruta que su descubrimiento le traza.

—¿No sería mejor que se olvidara de él? —propuso Clennam.

—Imposible —respondió Doyce, negando con la cabeza y con una sonrisa reflexiva—. A nadie le vienen ideas para enterrarlas. Le vienen para que las convierta en algo útil. Uno es dueño de su vida con la condición de que luche denodadamente por esas ideas, hasta el final. Los hombres que descubren algo se comportan así.

—¿Eso quiere decir —preguntó Arthur, a quien su acompañante inspiraba una admiración creciente— que ni siquiera ahora ha desfallecido usted?

—No me asiste ningún derecho a hacerlo —dijo Doyce—. La idea que tengo no ha perdido ni un ápice de su verdad.

Después de caminar un trecho en silencio, Clennam, que quería cambiar de conversación sin que ese cambio fuera demasiado abrupto, le preguntó si contaba con algún socio en el negocio que le permitiera aliviar algunas de sus inquietudes.

—No, ahora mismo no. Tenía uno nada más empezar, un hombre espléndido. Pero murió hace varios años, y, como no podía acostumbrarme a otro después de su muerte, compré su parte y desde entonces estoy solo. Además —añadió, deteniéndose un instante con una mirada risueña y bienhumorada, cerrando la mano derecha, con ese pulgar peculiarmente ágil, y colocándola en el brazo de Clennam—, la verdad es que ningún inventor sirve como hombre de negocios.

—¿Ah, no?

—¡Si los propios hombres de negocios lo afirman! —respondió mientras reanudaba el paso, soltando una carcajada—. No sé por qué todos dan por hecho que a nosotros, pobres desgraciados, nos falta el sentido común, pero en general eso es lo que se cree. Hasta el mejor amigo que tengo, nuestro querido amigo que vive allí —dijo, señalando Twickenham con la cabeza—, me dispensa una suerte de protección, como si yo no supiera cuidar de mí mismo.

Arthur Clennam no tuvo más remedio que unirse a las alegres risas, viendo lo fidedigno de esa descripción.

—Por eso debo encontrar un socio que sea un hombre de negocios, que no sea culpable de ningún invento —prosiguió Doyce, quitándose el sombrero para pasarse la mano por la frente—, aunque sólo sea para corroborar la opinión imperante y para incrementar el prestigio de mi taller. Creo que este socio no vería grandes negligencias ni grandes desórdenes en mi forma de gestionarlo, pero eso debería decirlo él, sea quien sea, no yo.

—Entonces, ¿lo ha elegido ya?

—No, señor. Sólo he tomado la decisión de buscarlo. Lo cierto es que tengo más trabajo que antes, y, a medida que cumplo años, me basta con el taller. Con tanta contabilidad y correspondencia, con tantos viajes al extranjero para los que sería necesario un representante, no lo puedo hacer todo. Voy a hablar con mi… cuidador y protector, para ver cómo negociar el asunto de la mejor manera posible, si encuentro media hora libre de aquí al lunes por la mañana —anunció, otra vez con esa mirada de buen humor—. Es un hombre sagaz en asuntos de negocios, en los que ha tenido un buen aprendizaje.

Luego hablaron de cosas intrascendentes hasta llegar a su destino. En Daniel Doyce se percibía una independencia sosegada y discreta —una tranquila certeza de que lo que era verdad seguiría siendo verdad pese a todos los Barnacle del océano familiar, y no dejaría de serlo ni cuando dicho mar se secase— que estaba imbuida de cierta grandeza, aunque no de la que se reviste de carácter oficial.

Como conocía bien la casa, guió a Arthur por ella para que se llevara la mejor impresión posible. Se trataba de un lugar encantador (con cierta excentricidad que no le restaba atractivo), en una calle delante del río: precisamente como debía ser la residencia de la familia Meagles. La rodeaba un jardín, indudablemente tan rozagante y hermoso en ese mes de mayo como Tesoro, que se hallaba en el mes de mayo de su vida; y la protegía un magnífico grupo de árboles excelentes y de plantas de hoja perenne que se extendían sobre ella del mismo modo que el señor y la señora Meagles protegían a Tesoro. El edificio tenía su origen en una vieja casa de ladrillo que había sido parcialmente demolida; otra parte se había renovado, y había, por tanto, una parte robusta y vieja, que representaba al señor y a la señora Meagles, y otra parte joven y agradable a la vista, muy bonita, que representaba a Tesoro. Incluso se había añadido después un invernadero al abrigo de la casa, con unas gruesas vidrieras de tonalidades imprecisas cuyos fragmentos más transparentes reflejaban los rayos del sol, ora como fuego, ora como inocuas gotas de agua, que podría haber representado a Tattycoram. Desde allí se veían el río apacible y el transbordador, y ambos, moralizando, parecían decir a los residentes: seáis jóvenes o viejos, apasionados o tranquilos, estéis irritados o satisfechos, la corriente siempre fluye igual. Por mucho que el espíritu sufra toda clase de tribulaciones, las ondulaciones del agua suenan siempre con la misma melodía en la proa del transbordador. Año tras año, por mucho que la embarcación navegue sin rumbo, por muy rápido que avance la corriente, aquí siguen los juncos, allá las azucenas, la incertidumbre y el desasosiego desaparecen ante ese cauce que huye continuamente, mientras vosotros, inmersos en el cauce imparable del tiempo, os mostráis caprichosos y os distraéis.

Apenas había sonado el timbre cuando salió a recibirlos el señor Meagles. Apenas había salido el señor Meagles cuando salió la señora Meagles. Apenas había salido la señora Meagles cuando salió Tesoro. Apenas había salido Tesoro cuando salió Tattycoram. Jamás tuvieron unos huéspedes una bienvenida más hospitalaria.

—Aquí estamos, señor Clennam —dijo el señor Meagles—, confinados en nuestra propia casa, como si nunca más fuéramos a expandirnos… es decir, a viajar. Esto no se parece a Marsella, ¿verdad? Aquí se ha acabado todo eso del
marchez
, todo eso del
allez
.

—Pero ¡aquí se encuentra una belleza de otra clase, qué duda cabe! —afirmó Clennam, mirando en derredor.

—Pero ¡era agradabilísimo estar en cuarentena, caramba! —exclamó el señor Meagles, frotándose las manos con satisfacción—. ¡Muchas veces he querido volver a esa situación! Formábamos un grupo maravilloso.

Ésta era una costumbre invariable en el señor Meagles: siempre les sacaba defectos a todas las cosas cuando viajaba, pero siempre quería volver a ellas cuando no viajaba.

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