Mientras la señora Plornish pronunciaba estas palabras sobre su ausente señor, el señor regresó: un hombre de rostro lampiño, color de tez saludable y bigotes de un rubio rojizo. De piernas largas, patizambo, semblante necio, chaqueta de franela, manchado de cal.
—Le presento a Plornish, señor.
—He venido —anunció Clennam mientras se ponía en pie— porque quiero tener una pequeña charla con usted, si no le importa, a propósito de la familia Dorrit.
Plornish reaccionó con recelo; dio la impresión de que sospechaba que se trataba de un acreedor:
—Ah, ya —dijo—. Pero ¿qué puedo contarle yo a un caballero de esa familia? ¿A qué asunto se refiere?
—Lo conozco a usted mejor de lo que cree —replicó Clennam con una sonrisa.
Plornish lo examinó sin devolverle la sonrisa, y afirmó que no tenía el placer de conocer al caballero, que él supiera.
—No —confirmó Arthur—; estoy al corriente de su bondad por lo que me han contado, pero ha sido una persona que me merece la máxima confianza: la pequeña Dorrit… la señorita Dorrit, quiero decir —explicó.
—Ah, ¿es usted el señor Clennam? ¡Oh! Me han hablado mucho de usted, señor.
—Y a mí de usted.
—Siéntese de nuevo, por favor, y considérese en su casa. Desde luego, desde luego —añadió Plornish, cogiendo una silla y subiéndose a su hijo mayor a la rodilla, para disponer del apoyo moral que brinda dirigirse a un desconocido con un niño en el regazo—. Yo también he estado entre rejas, y por eso conocimos a la señorita Dorrit. Mi mujer y yo hemos tenido mucho trato con ella.
—¡Un trato íntimo! —exclamó la señora. Tan orgullosa estaba de esa amistad que había despertado cierto rencor en la Plaza del Corazón Sangrante al exagerar enormemente la cantidad por la que habían declarado insolvente al padre de la señorita Dorrit. Al Corazón Sangrante le disgustaba que afirmase conocer a personas tan distinguidas.
—Fue al padre a quien conocí primero. Y, al conocerlo a él, pues también la conocí a ella —declaró Plornish tautológicamente.
—Ajá.
—¡Ah! ¡Qué modales! ¡Qué refinamiento! ¡Un caballero así, echado a perder en la cárcel de Marshalsea! Quizá no esté usted enterado… —añadió el yesero, bajando la voz y con una admiración perversa por aquello que debería haberle inspirado compasión o desprecio—, no esté usted enterado de que ni la señorita Dorrit ni su hermana se atreven a contarle a su padre que trabajan para ganarse el pan. ¡No! —remató, dirigiendo una ridícula mirada de triunfo a su mujer y después por toda la sala—. ¡No se atreven a decírselo, no se atreven!
—Él no es digno de admiración por eso —objetó Clennam en voz baja—; lo compadezco profundamente.
Esta observación, al parecer, indicó por primera vez a Plornish que, después de todo, semejante rasgo de carácter podía no resultar precisamente encomiable. Caviló un instante sobre la cuestión, pero acabó desistiendo.
—En lo que respecta a su trato conmigo —añadió—, el señor Dorrit no podía mostrar mayor afabilidad, a mi entender. Más aún si tenemos en cuenta las diferencias y la distancia que media entre nosotros. Pero hablábamos de la señorita Dorrit.
—Es cierto. ¿Podría decirme usted cómo la presentó en casa de mi madre?
El señor Plornish se quitó una pella de cal del bigote, se la metió en la boca, le dio unas vueltas con la lengua como si fuera una golosina, reflexionó, se consideró incapaz de ofrecer una explicación lúcida, se dirigió a su mujer y le dijo:
—Sally, cuéntale tú cómo fue, mujer.
—La señorita Dorrit —empezó ésta, mientras mecía al bebé para que se estuviera quieto y le colocaba la barbilla encima de una manita que intentaba desarreglarle otra vez el vestido— se presentó aquí una tarde con una nota en la que se ofrecía como costurera, y nos preguntó si nos molestaría que dijera que ésta era su dirección. (El marido repitió: «Que ésta era su dirección», como si estuviera siguiendo un servicio religioso). Plornish y yo respondimos: «No, señorita Dorrit, ¡cómo va a molestarnos!» —(Plornish repitió: «¡Cómo va a molestarnos!»), y entonces ella la escribió en la nota. Pero en ese momento Plornish y yo le dijimos: «¡Oiga, señorita Dorrit!» (Plornish repitió: «¡Oiga, señorita Dorrit!»). ¿No ha pensado en copiarla tres o cuatro veces, para que la vean en más de un sitio? Ella respondió que no, pero que lo haría. Entonces la copió, en esta mesa, con una letra preciosa, y Plornish la llevó donde trabajaba, pues en aquel momento tenía un empleo («Tenía un empleo», repitió Plornish), y también se la dio al dueño de la Plaza, gracias al cual la señora Clennam ofreció una ocupación a la señorita Dorrit.
«Una ocupación a la señorita Dorrit», repitió Plornish; y la mujer, como había terminado, simuló morder los dedos de la manita del niño mientras la besaba.
—El dueño de la Plaza —dijo Arthur Clennam— es…
—Es el señor Casby; así se llama —le informó el hombre—; y, quien cobra el alquiler, Pancks. Así —añadió, sin cambiar de tema, con una actitud reflexiva que no parecía estar relacionada con ningún asunto en particular, ni tampoco producir resultado alguno— es como se llaman, lo quiera creer o no, como guste.
—¡No me diga! —exclamó Clennam, adoptando a su vez un gesto reflexivo—. ¡Conque el señor Casby! ¡Es un conocido mío, de hace mucho tiempo!
El señor Plornish no vislumbró modo alguno de comentar este dato, y nada comentó. Dado que tampoco existía un verdadero motivo para que le interesara, Arthur Clennam pasó al auténtico propósito de su visita, es decir, convertir a Plornish en el instrumento de la liberación de Tip, causando el menor perjuicio posible a la seguridad en sí mismo y a la capacidad de salir adelante del muchacho, suponiendo que aún le quedara algún resto de estos atributos, lo cual era indudablemente mucho suponer. Plornish, a quien el propio acusado había contado de qué estaba imputado, reveló a Arthur que el demandante era un tipo «caballeroso» (aunque no se refería a un hombre de buenos modales, sino a un tratante de caballos), y que él personalmente consideraba que diez chelines por libra «arreglarían bien el asunto», y que una cantidad mayor sería tirar el dinero. El instigador y su instrumento no tardaron en dirigirse a una cuadra de High Holborn, en la que un caballo castrado, gris y particularmente espléndido, cuyo precio, como poco, era de setenta y cinco guineas (sin tener en cuenta lo que habían costado los perdigones que le habían obligado a tragar, para que diera la impresión de que gozaba de mejor estado)
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, iba a ser vendido a cambio de un billete de veinte libras, pues la semana anterior se había escapado llevando a lomos a la mujer del capitán Barbary de Cheltenham, quien no deseaba disponer de una montura tan aguerrida, y quien, de pura rabia, insistió en venderlo por esa cantidad ridícula, o, por decirlo de otro modo, en regalarlo. Plornish dejó al instigador en la calle, entró solo en el establo y se encontró con un caballero de pantalones prietos y de tonos apagados, con un sombrero bastante viejo, un pequeño gancho de palo y un pañuelo azul en el cuello (el capitán Maroon de Gloucestershire, un amigo particular del capitán Barbary), quien había ido allí amistosamente para señalar las pequeñas características de aquel caballo castrado, gris, y particularmente espléndido a cualquier entendido en la materia y cualquier comprador avispado, que no tendría más que fijarse en la destreza del animal para contar con una garantía. Este caballero, que también resultó ser quien le había interpuesto la demanda a Tip, pidió a Plornish que se dirigiera a su abogado, se negó a hablar con él y ni siquiera le dio permiso para seguir en la cuadra si no volvía a ella con un billete de veinte libras; sólo en ese caso deduciría el caballero, a tenor de las circunstancias, que las intenciones de Plornish eran serias, y podría mostrarse dispuesto. Tras semejante indicación, el yesero se retiró a deliberar con el instigador y al poco regresó con las credenciales solicitadas. Entonces preguntó el capitán Maroon: «¿Cuánto tiempo necesita usted para traerme las otras veinte? Veamos… le concedo un mes». Pero, cuando ESTO no funcionó, añadió el capitán: «Le diré lo que vamos a hacer. ¡Me trae usted un pagaré a cuatro meses, que yo pueda canjear en el banco por las otras veinte!». Y, cuando ESTO tampoco funcionó, dijo el capitán: «¡Oiga! Ésta es mi última palabra. Deme otras diez libras ahora mismo, y con eso me daré por satisfecho». Y, cuando ESTO tampoco funcionó, dijo el capitán: «Ya lo tengo: con esto cerramos el asunto. Él me ha estafado, pero retiraré los cargos a cambio de otras cinco libras ahora mismo y una botella de vino; si está usted de acuerdo, dígalo; si no, márchese». Finalmente anunció, cuando ESTO tampoco funcionó: «¡Bueno, deme el dinero!», refiriéndose a la primera oferta: le firmó un recibo detallado y liberó al prisionero.
—Señor Plornish —pidió Arthur—, le ruego que me guarde el secreto, si me hace el favor. Encárguese de anunciar al joven que es libre, y dígale que le ha encomendado el pago de la deuda una persona cuyo nombre no puede revelar; no sólo me prestará a mí un gran servicio, sino que quizá también se lo preste a él, y a su hermana.
—Este último motivo, señor —respondió Plornish—, sería más que suficiente. Cumpliré sus deseos.
—Por favor, comuníquele que un amigo le ha conseguido la libertad. Un amigo que espera que, aunque sólo sea por su hermana la emplee de forma juiciosa.
—Cumpliré sus deseos, señor.
—Y, dado que usted conoce mejor a la familia, le ruego que me señale sin ambages de qué forma cree que yo podría ayudar de veras y discretamente a la pequeña Dorrit; le estaría sumamente agradecido.
—No se preocupe usted, señor —respondió Plornish—; no sólo será un placer, sino también… No sólo será un placer, sino también…
Al verse incapaz de concluir la frase tras dos intentos, muy sabiamente la dejó inacabada. Cogió la tarjeta de Clennam y la pertinente recompensa económica.
Plornish se manifestó más que dispuesto a llevar a cabo su cometido inmediatamente, y el instigador fue de la misma opinión. Clennam se ofreció a llevarlo hasta la puerta de Marshalsea, y allí se dirigieron en coche, pasando por el puente de Blackfriars. Durante el trayecto, Arthur consiguió que su nuevo amigo le hiciera un confuso resumen de la vida interior de la Plaza del Corazón Sangrante. En él todos pasaban apuros económicos, le contó el yesero, más apuros que en ninguna otra parte, de eso no cabía duda. No podía decirle por qué, pero cualquiera podía confirmárselo; él sólo sabía que así eran las cosas, y ya estaba. Cuando un hombre notaba, en la espalda y en el vientre, que era pobre, ese hombre (el señor Plornish estaba firmemente convencido), sabía a la perfección que era pobre, de un modo u otro, y no había manera de convencerle de lo contrario, del mismo modo que no se puede convencer a nadie de que coma carne. Pero resultaba que algunas personas de la Plaza no pasaban tantas calamidades, muchas de ellas se daban a la buena vida cuando no a la gran vida, por lo que le contaban; aunque se trataba de gente «imprevisora» (ésa era la palabra que empleaban). Por ejemplo, si veían a un hombre con la piel muy blanca que se dirigía a Hampton Court
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, con su mujer y sus hijos, quizá una vez al año, le decían: «¡Caramba! ¡Pensaba que era usted pobre, mi imprevisor amigo!». Cielo santo, ¡qué difícil era la vida! ¿Qué podía hacer uno? Él no podía volverse loco de remate, y, aunque lo hiciera, tampoco ganaría nada. En su opinión, hasta le perjudicaría. Pero parecía que todo se aliaba contra él para volverlo loco de remate. Siempre era igual: si no por una cosa, por otra. ¿A qué se dedicaban los inquilinos de la Plaza? Pues no había más que verlos: las muchachas y las madres a coser, a remendar zapatos, a hacer arreglos, a confeccionar chalecos, de sol a sol, un día tras otro, sin que con eso apenas ganaran para mantenerse a flote: muchas veces no lo conseguían. En la Plaza había representantes de casi todos los oficios que uno pudiera imaginar, todos dispuestos a trabajar, pero sin poder hacerlo. También vivían ancianos que, después de una larga vida de fatigas, acababan encerrados en el asilo de pobres, donde recibían peor comida y peor alojamiento y peor trato que… el señor Plornish dijo que peor que los trabajadores, aunque dio la impresión de que quería decir truhanes. ¡Caray, uno no sabía a quién recurrir para obtener una pizca de consuelo! ¿Quién tenía la culpa? El señor Plornish no lo sabía. Podía decir quién sufría, pero no quién era el responsable. No le correspondía precisamente a él averiguarlo, y ¿a quién iba a importarle si lo descubría? Él sólo sabía que la situación no la arreglaban aquellos a quienes correspondía arreglarla, y que sola no se solucionaba. En pocas palabras, su ilógica opinión era la siguiente: si nadie podía hacer nada por él, él no tenía que rendir cuentas a nadie por no ocuparse de él; a su entender, la cuestión se reducía a eso. Así, de ese modo prolijo, rezongón y necio, Plornish fue desenredando sin el menor orden la enmarañada madeja de la Plaza, como un ciego que intentase encontrar el principio o el final de esa madeja, hasta que finalmente llegaron a la puerta de la cárcel. Allí dejó solo a su instigador, que se quedó pensando, mientras seguía su camino, en los miles de Plornishes que uno podría conocer a uno o dos días de viaje del Negociado de Circunloquios, dedicados a interpretar diversas y curiosas versiones de la misma melodía, que nunca llegaban a los oídos de esa gloriosa institución.
Patriarcal
El nombre del señor Casby había reavivado, en el recuerdo de Clennam, las ascuas incandescentes de curiosidad e interés sobre las que la señora Flintwinch había soplado la noche de su llegada. Flora Casby había sido su enamorada de la infancia; y Flora era la hija y único vástago de Christopher Cabeza de Serrín (a quien todavía llamaban así algunos individuos irreverentes que tenían trato con él, y a quienes la confianza, quizá, había inspirado el mencionado epíteto), de quien se decía que era rico en alquileres semanales, y que conseguía sacar un buen dinero de debajo de las piedras de varios callejones y plazas de aspecto poco prometedor.
Después de varios días de pesquisas e indagaciones, Arthur Clennam llegó a la conclusión de que el caso del Padre de Marshalsea era, en efecto, desesperado, y renunció con tristeza a la idea de ayudarlo a recobrar la libertad. En ese momento tampoco podía realizar ninguna gestión útil por la pequeña Dorrit, pero se dijo que cabía la posibilidad, pues nada indicaba lo contrario, de que la reanudación de aquella antigua relación le sirviera de algo a la pobre criatura. No es necesario añadir que, sin ninguna duda, Arthur se habría presentado en casa del señor Casby aunque la pequeña Dorrit no hubiera existido, pues ya sabemos que todos nos engañamos: es decir, la gente, en general, excepto en lo más profundo de su ser, se engaña en lo que respecta a las motivaciones de sus actos.