—Bueno, no perdamos el tiempo discutiendo por este asunto, padre. He llegado a la conclusión de que esta persona aquí presente no me ha tratado como un caballero. Y ahí se acaba todo.
—No, señor, ahí no se acaba todo —dijo el padre—. Ni se acabará ahí. ¿Así que has llegado a esa conclusión? ¿Has llegado a esa conclusión?
—Sí. ¿Por qué lo repite usted tanto?
—Porque no tienes ningún derecho —respondió el padre muy exaltado— a sacar conclusiones sobre qué comportamientos son monstruosos, cuáles inmorales, cuáles… parricidas. No, señor Clennam, se lo ruego. No me pida que me calle; estamos tratando una cuestión de principios, más importante incluso que las normas de… hospitalidad. Disiento de la afirmación realizada por mi hijo. ¡Me repugna!
—¿Por qué? ¿A usted qué más le da? —replicó el hijo, mirándolo por encima del hombro.
—¿Que a mí qué más me da, señor? Tengo cierta dignidad, y por eso no lo voy a consentir. —Volvió a sacar el pañuelo y a enjugarse el rostro—. Tu actitud me ofende y me escandaliza. Imaginemos que en determinado momento yo también me hubiera visto obligado a dirigir una petición, una petición bien formulada, delicada y urgente, a determinada persona, para encontrar un pequeño alojamiento temporal. Imaginemos que esta persona hubiera podido procurarme ese alojamiento fácilmente, pero que no quiso, y que me hubiera rogado que la disculpase. ¿Tiene mi hijo derecho a decirme que no me habrían tratado como a un caballero, que había sido sometido a una humillación?
Amy intentó tranquilizarlo dulcemente, pero el señor Dorrit se negaba en redondo a que lo calmaran. Afirmó que estaba en juego la dignidad, y que no iba a consentir que lo humillaran.
¿Tenía su hijo derecho a decirle eso, volvió a preguntar, en su propia casa, a la cara? ¿Tenía que aguantar que la sangre de su sangre lo ofendiera de ese modo?
—La única ofensa que recibe usted, padre, es la que usted se imagina —respondió malhumoradamente el joven caballero—. Las conclusiones a las que yo haya llegado no tienen nada que ver con usted. Lo que he dicho no tiene nada que ver con usted. ¿Qué necesidad tiene de ponerse en la piel de los demás?
—Al contrario, tiene muchísimo que ver conmigo —protestó el Padre—. Permíteme transmitirte mi indignación y decirte que, cuando menos, lo delicado y lo peculiar de la posición que ocupa tu padre debería hacerte pensar dos veces antes de formular esos principios tan poco naturales. Además, si no respetas a tu padre, si niegas esa obligación… ¿es que no eres cristiano? ¿Acaso te has vuelto ateo? ¿No es poco cristiano, te pregunto, estigmatizar a una persona y criticar su comportamiento por rogarte que la disculpes en una ocasión, cuando cabe la posibilidad de que esa misma persona te consiga el alojamiento en una ocasión futura? ¿Acaso no debe un cristiano darle a esa persona otra oportunidad?
El señor Dorrit se había sumido en un arrebato de fervor religioso.
—Me doy perfecta cuenta —dijo Tip, levantándose— de que hoy no va a haber manera de razonar con sensatez o justicia, así que lo mejor que puedo hacer es dejarlo aquí. Buenas noches, Amy. No te apures. Lamento mucho que haya sucedido esto, no sabes cuánto; pero yo tampoco puedo renunciar a mi dignidad, cariño, ni siquiera por ti.
Tras estas palabras se puso el sombrero y se marchó, acompañado por la señorita Fanny, a quien no le pareció que estuviera hiriendo la dignidad del señor Clennam al despedirse de él con una larga mirada que denotaba gran animadversión y que también ponía en su conocimiento que siempre lo había considerado uno de tantos conspiradores.
Después de que se fueran, la primera reacción del Padre de Marshalsea fue sumirse de nuevo en el abatimiento, y en él se habría sumido si no hubiera aparecido oportunamente un caballero, al cabo de un par de minutos, dispuesto a llevárselo al Salón. Era el hombre al que Clennam había visto la noche en que había quedado encerrado accidentalmente, el que parecía sentirse muy ofendido por el desfalco que le había conducido a la cárcel. Al entrar, anunció que venía con el encargo de acompañar al Padre al Salón, pues éste había prometido dirigir a los internos que iban a practicar el arte de la armonía musical.
—Ya ve usted, señor Clennam —dijo el señor Dorrit— lo incoherente de mi posición en este lugar. Pero así son las responsabilidades públicas. Si hay un hombre que entienda lo que conllevan, ése es usted.
Arthur lo instó a que no perdiera ni un instante.
—Amy, querida, si convences al señor Clennam de que se quede un rato más, te dejo con plena confianza al cargo de esta humilde morada, y quizá así nuestro invitado olvide el incidente… desagradable e indecoroso que ha ocurrido después del té.
Arthur le aseguró que el incidente no le había dejado huella, y que por tanto nada tenía que olvidar.
—Estimado señor —respondió el Padre, quitándose el gorro negro y estrechándole la mano, una combinación que expresaba que por la tarde había recibido la carta y el billete de banco—, ¡que Dios lo bendiga!
Así, al fin, Arthur alcanzó propósito que lo retenía: hablar con Amy sin que hubiera nadie presente. Estaba Maggy, sí, pero ella era lo mismo que nadie.
Más artes adivinatorias
En la pared de la ventana, Maggy se dedicaba a la labor sin despegar de ella el único ojo con que veía; la enorme cofia blanca, con abundantes y opacos pliegues cubrían su escaso perfil (si es que tenía alguno). Entre los aleteos de la cofia y el ojo inútil, se hallaba muy aislada de su madrecita, cuya silla se encontraba delante de la ventana. El rumor de pasos en el pavimento del patio había disminuido perceptiblemente desde que el Padre ocupaba la presidencia; la mayoría de los internos habían acudido a la llamada de la armonía musical. Los pocos a quienes ese arte dejaba indiferentes, o que no tenían dinero en el bolsillo, merodeaban aún por el patio; el conocido espectáculo de la mujer que visitaba a su marido o del preso recién llegado a quien consumía la tristeza seguía viéndose en las esquinas, como las telarañas rotas y otros feos detalles que, en otros lugares, ensucian las esquinas. Era el momento de mayor quietud en la institución, descontando las horas nocturnas en las que los internos disfrutaban de los beneficios del sueño. De tanto en tanto, una serie de golpes en las mesas del Salón marcaban a modo de aplausos el final de una pieza, o bien señalaban la aceptación de todos los hijos de algún brindis o algún sentimiento expresado por el Padre. A veces, un esfuerzo vocal más sonoro de lo común anunciaba que un bajo bravucón había conseguido internarse en unas aguas azules, o en un coto de caza, o entre renos, o sobre las montañas, o a través de un brezal; pero el director de Marshalsea siempre era más listo y lo detenía con rigor.
Cuando Arthur se acercó a Amy y se sentó a su lado, ésta se echó a temblar de tal modo que a duras penas no se le cayó la aguja. Él, con delicadeza, le puso la mano encima de la labor y le dijo:
—Querida, suéltala, por favor.
Ella dejó que le cogiera la costura y que la dejara a un lado; entrelazó las manos con nerviosismo, pero Clennam le cogió una.
—¡Qué poco te he visto últimamente, pequeña Dorrit!
—He estado muy atareada, señor.
—Pero hoy me he enterado, por casualidad —comentó Arthur—, de que has estado con unos buenos amigos míos. ¿Y a mí por qué no vienes a verme?
—No… no lo sé. Bueno, pensaba que usted también estaría ocupado. Ahora suele estarlo, ¿no?
Él vio el cuerpecillo trémulo y la cabeza gacha de Amy; también vio que bajaba la vista justo después de haberlo mirado a los ojos, y eso le produjo casi tanta inquietud como ternura.
—¡Niña mía, cómo ha cambiado tu actitud!
La muchacha ya era incapaz de controlar el temblor. Se soltó con suavidad de la mano de Arthur, juntó las suyas y bajó la vista al suelo, estremeciéndose.
—¡Pequeña mía! —exclamó Clennam con voz compasiva.
Ella rompió a llorar. De repente Maggy volvió la cabeza y la miró de hito en hito al menos un minuto, pero no la interrumpió. Arthur esperó un instante antes de volver a hablar.
—No soporto verte llorar —dijo—, pero espero que sólo sea un modo de aliviar un corazón desbordado.
—Sí, sólo es eso, señor.
—¡Bueno! Temía que le hubieras dado demasiada importancia a lo que acaba de pasar aquí. No la tiene, ninguna en absoluto. Lo único que lamento es haber venido en este momento. Que tus lágrimas borren el recuerdo de lo sucedido. El incidente no merece ni una sola. ¡Ni una sola! Accedería gustoso a vivir que se repitiera una minucia así, cincuenta veces al día, si de ese modo pudiera ahorrarte un solo instante de amargura.
Amy ya había recobrado cierta compostura y respondió en un tono mucho más habitual:
—¡Qué bueno es usted! En cualquier caso, aunque no hubiera pasado nada que lamentar ni de lo que avergonzarse, después de lo que usted ha hecho no es…
—¡Chitón! —le dijo Arthur con una sonrisa y poniéndole un dedo en los labios—. Sería muy extraño que tú, que tantas cosas y tan bien recuerdas, olvidaras algo. ¿Hace falta que te repita que jamás he sido otra cosa que ese amigo en quien aceptaste confiar? No. Te acuerdas, ¿verdad?
—Intento hacerlo, señor; si no, habría faltado a mi palabra hace un rato, cuando estaba aquí mi atolondrado hermano. ¡Sé que usted tendrá en cuenta lo que ha sido para él criarse en esta institución! ¡Sé que no juzgará con dureza al pobre! —Al decir esas palabras levantó la vista, miró el rostro de Arthur con más detenimiento y añadió, cambiando rápidamente el tono—: ¿No habrá estado usted enfermo, verdad?
—No.
—¿Ni se ha visto en ningún aprieto? ¿Ni ha sufrido por nada? —preguntó angustiada.
Entonces le tocó a él no saber muy bien cómo reaccionar.
—A decir verdad —confirmó—, he estado algo preocupado, pero ya se me ha pasado. ¿Tanto se me nota? Tendría que comportarme con mayor entereza y controlarme más. Creía que era capaz de hacerlo. Son dos cosas que tengo que aprender de ti. ¡Nadie me las podría enseñar mejor!
Ni se le ocurría que ella veía en él lo que nadie más sabía ver. Ni se le ocurría que en todo el mundo no había otros ojos que lo mirasen con la misma luz y la misma fuerza.
—Pero esto me recuerda algo que quería decirte —prosiguió—. No quiero mirarme al espejo y tener que acusarme de embustero. Además, es un privilegio y un placer confiar en mi pequeña Dorrit. Así pues, deja que te confiese que, olvidando lo triste que soy y la edad que tengo, olvidando que el momento para esas cosas se me había pasado ya, después de todos los años vacíos, de monotonía y escasa felicidad que han caracterizado mi vida en el extranjero, olvidando todo eso… creí que me había enamorado.
—¿La conozco, señor?
—No, niña mía.
—¿No es esa dama que ha sido amable conmigo gracias a usted?
—¿Flora? No, no. ¿Habías pensado que…?
—No llegué a pensarlo de veras —dijo Amy, más para sus adentros que dirigiéndose a él—. Pero sí se me ocurrió la idea.
—¡Bueno! —continuó Arthur, dejándose llevar por la sensación que le había embargado en la alameda, la noche del ramo de rosas: la sensación de que ya era un hombre maduro, de que la ternura ya no tenía cabida en su vida—. Me he dado cuenta de mi error, he reflexionado un poco… he reflexionado mucho, en realidad, y me he vuelto más sensato. Al discurrir con mayor sensatez, he aceptado la edad que tengo, he pensado en lo que soy, en el pasado y en el futuro, y he visto que no tardaré en peinar canas. He visto que ya he subido la montaña, que ya he pasado por la cima, y que ahora voy cuesta abajo a toda velocidad. —¡Si hubiera sabido qué intenso era el dolor que causaba en el paciente corazón de Amy al pronunciar esas palabras! Especialmente cuando las pronunciaba para tranquilizarla, para ayudarla—. Me he dado cuenta de que el momento en que una situación así me habría traído esperanza o felicidad, en que habría sido conveniente o buena para mí, o para cualquier persona relacionada conmigo, ya ha pasado, y nunca más se me volverá a presentar. —¡Oh, si hubiera sabido la verdad, si la hubiera sabido! ¡Si hubiera visto el puñal que blandía y las heridas crueles que con él infligía en el seno fiel y sangrante de su pequeña Dorrit!—. Todo eso se ha acabado y no volveré ni a plantearme la posibilidad. ¿Por qué te lo cuento? ¿Por qué te hablo, niña mía, de los años que nos separan, y te recuerdo que te doblo en edad?
—Porque confía usted en mí, o eso espero. Porque sabe que todo cuanto le afecta también me afecta a mí, que todo lo que le causa felicidad o infelicidad me las causa también a mí, que tanta gratitud siento por usted.
Arthur oyó el tono trémulo, vio la convicción de su rostro, vio la verdad y la claridad de sus ojos, vio la respiración acelerada de un pecho que gozosamente se habría interpuesto para recibir una herida mortal dirigida a él, con el grito agonizante de «¡Lo amo!», y ni siquiera entonces barruntó la verdad. No. Veía a la criatura leal con sus zapatos desgastados y su vestido sencillo, y que vivía en esa cárcel; a una muchacha de cuerpo menudo, pero de espíritu fuerte y heroico; y la luz de su vida familiar sumía todo lo demás en la oscuridad.
—Por todo eso, claro, pero también por otro motivo —dijo Arthur—. Como mi experiencia es tan distinta de la tuya, como soy mucho mayor que tú y nos parecemos tan poco, estoy en la mejor posición para ser tu amigo y consejero. Es más fácil que confíes en mí: cualquier pequeño reparo que pudieras tener con otro no puede aplicarse a mí. ¿Por qué te has alejado tanto de mí? Dímelo.
—Es que aquí estoy mejor. Éste es mi sitio, y donde hago más falta. Aquí estoy mucho mejor —respondió ella débilmente.
—Eso me dijiste aquel día, en el puente. Me acordé mucho después. ¿No tienes ningún secreto que me quieras contar para tranquilizarte, para aliviarte?
—¿Un secreto? No, no tengo ninguno —aseguró ella, algo apurada.
Hablaban en voz baja, más porque ese tono resultaba natural, dado lo que se decían, que porque no quisieran que Maggy los oyera mientras cosía. De repente ésta volvió a mirar a Amy, y esta vez exclamó:
—¡Oye! ¡Madrecita!
—Dime, Maggy.
—Si no tienes ningún secreto tuyo que contarle, cuéntale el de la princesa. Ella sí que tenía uno.
—¿Que la princesa guardaba un secreto? —repitió Arthur con cierta perplejidad—. ¿A qué princesa te refieres, Maggy?
—¡Madre mía! ¡Qué manera de tratar a una niña de diez años! —protestó Maggy—. ¡No quiera usted pillarme, pobre de mí! ¿Quién ha dicho que la princesa guardaba un secreto? Yo no, desde luego.