La pequeña Dorrit (60 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Afortunadamente, nunca había sido humillado hasta hoy. A pesar de todas mis penurias siempre he demostrado una gran entereza, que todos los que me rodeaban han destacado, si puedo emplear esa palabra… y eso ha impedido que me sintiera humillado. Pero hoy, ahora, me he sentido vivamente ofendido.

—¡Pues claro! ¿Cómo no iba a sentirse así? —exclamó Fanny, incontenible—. ¡Amy paseándose como si tal cosa con un pordiosero!

(Otro disparo de la escopeta).

—Padre —dijo entre sollozos la pequeña Dorrit—, si lo he ofendido, no quiero disculpar mi comportamiento, ¡nada más lejos de mi intención! —Entrelazó las manos sumida en una gran congoja—. Ruego y deseo que no sufra más, que lo olvide. Pero… si no hubiera sabido que usted era tan amable con el anciano, que se preocupaba por él, que siempre se alegraba de verlo, no habría venido con él, se lo aseguro. Lo que he hecho, con tan funestas consecuencias, ha sido por ignorancia. Si de mí dependiera usted no derramaría ni una sola lágrima —afirmó muy desconsolada—, por mucho que me ofrecieran, o por mucho que pudieran quitarme.

Fanny, con otro sollozo medio enojado, medio arrepentido, se echó también a llorar y dijo —como siempre cuando estaba medio inmersa en un arrebato y medio olvidándose de él, medio rabiosa consigo misma y medio rabiosa con los demás— que ojalá estuviera muerta.

Entre tanto, el Padre de Marshalsea había abrazado a su hija menor y le acariciaba la cabeza.

—¡Ya está, ya está! No digas nada más, Amy, niña mía. Dentro de poco ni me acordaré —declaró con exagerada alegría—, en cuanto me sea posible dejaré de pensar en ello. Es totalmente cierto, querida, que siempre me alegra ver a mi viejo jubilado, no es eso lo que me duele. Lo que me duele, y voy a zanjar este penoso asunto siendo muy claro, es haber visto a mi hija, a mi propia hija, a mi niña, llegando a este Internado, a la vista de todos… ¡sonriendo, sonriendo y del brazo de un…! ¡Dios mío, de un lacayo con librea!

El desventurado caballero hizo esa jadeante alusión a la chaqueta de corte indefinido, que nunca había estado de moda, con voz casi inaudible y con el puño en alto, agarrando el pañuelo. Podría haber encontrado más frases de dolor para expresar sus exaltados sentimientos si no hubieran llamado a la puerta dos veces; al oír los golpes, Fanny (que todavía quería morirse, y ahora también que la enterraran) dijo:

—¡Pasen!

—¡Ah, joven John! —dijo el Padre con voz tranquila pero alterada—. ¿Qué sucede?

—Hay una carta para usted, señor, que acaban de dejar en la garita ahora mismo, con un recado; como yo estaba ahí en ese momento, se me ha ocurrido venir a dárselos.

Mientras decía esto, el muchacho se había distraído enormemente al ver el penoso espectáculo de la espalda de la pequeña Dorrit a los pies de su padre.

—¡Ah, pues muchas gracias, John!

—La carta es una respuesta del señor Clennam; y el recado es para decirle que le presenta sus respetos y anunciarle que tendrá el placer de visitarlo esta tarde, si es usted tan amable de recibirlo, y también —añadió, más distraído aún— a la señorita Amy.

—¡Oh! —Mientras echaba un vistazo a la carta (había un billete de banco en el interior) el señor Dorrit se sonrojó levemente y volvió a acariciar la cabeza de Amy—. Gracias, joven John. Espléndido. Te agradezco mucho las molestias. ¿No hay nadie esperando?

—No, señor, no espera nadie.

—Gracias. ¿Cómo se encuentra tu madre, joven John?

—No está todo lo bien que nos gustaría, señor. Ninguno de nosotros lo está, excepto mi padre. Pero no se puede quejar, señor.

—Mándale recuerdos nuestros, por favor. Di que son recuerdos muy afectuosos, ten la bondad.

—Gracias, señor, eso haré.

Y el señor Chivery, hijo, prosiguió con sus quehaceres, no sin antes componer espontáneamente, allí mismo, un nuevo epitafio para su tumba: «Aquí yacen los restos de John Chivery, quien, en tal fecha, habiendo contemplado a la dueña de su corazón sumida en el llanto y presa del dolor, se retiró inmediatamente, incapaz de soportar la desgarradora estampa, a casa de sus inconsolables padres, donde puso fin a su vida cometiendo un acto imprudente».

—¡Ya está, Amy, ya está! —dijo el señor Dorrit después de que el joven John cerrara la puerta—. No se hable más. —Los últimos minutos le habían levantado el ánimo considerablemente, y ahora parecía casi despreocupado—. ¿Dónde está mi viejo jubilado? No debemos dejarlo solo más tiempo, o pensará que no es bienvenido, y eso me dolería. ¿Sales tú a buscarlo, niña mía, o voy yo?

—Si no le importa, padre… —respondió la muchacha, intentando dejar de sollozar.

—Desde luego, querida. Es verdad: tienes los ojos rojos. ¡Vamos! Anímate. No te inquietes por mí. Ya soy el de siempre, cariño, el de siempre. Ve a tu cuarto, lávate la cara y trae tu labor para recibir al señor Clennam.

—Prefiero quedarme en mi habitación, padre —rogó la joven, a quien le empezaba a costar más que antes recobrar la compostura—. Prefiero no ver al señor Clennam.

—Vamos, vamos, no digas tonterías. Clennam es todo un caballero. A veces un poco reservado, pero todo un caballero, he de decir. Me parece inconcebible que no lo recibas, querida, y especialmente esta tarde. Ve a acicalarte, Amy, sé buena.

Al recibir estas órdenes, la pequeña Dorrit se levantó en seguida y obedeció. Sólo se detuvo un instante al salir para darle a su hermana un beso de reconciliación. Ante lo cual esta joven dama, que se consideraba muy ofendida y a quien había dejado de tranquilizar el deseo con que normalmente aplacaba su sensación de humillación, tuvo la brillante idea, que llevó a cabo, de desear la muerte del viejo Nandy, para que éste dejara de aparecer y de molestar, de comportarse como un asqueroso, fastidioso y pérfido desalmado y de causar disensiones entre las hermanas.

El Padre de Marshalsea, entonando una cancioncilla y con el gorro de terciopelo negro algo ladeado (hasta tal punto había mejorado su humor), bajó al patio y encontró al viejo jubilado, sombrero en mano, justo delante de la puerta, de donde no se había movido.

—¡Venga usted, Nandy! —lo saludó con gran cortesía—. Suba, ya conoce el camino, ¿por qué no sube usted? —En esta ocasión llegó incluso a darle la mano y a añadir—: ¿Cómo se encuentra usted? ¿Está bien?

—Muchas gracias, distinguido señor —respondió el cantante—; estoy mucho mejor cuando veo a una persona distinguida como usted.

Mientras atravesaban el patio, el Padre le presentó a un interno que acababa de ingresar en la institución:

—Es un viejo conocido mío, un jubilado. —Y después dijo muy consideradamente—: Tápese la cabeza, mi buen Nandy: póngase el sombrero.

Su protección fue todavía más allá: pidió a Maggy que preparara el té y le mandó que comprara ciertos pastelillos, mantequilla fresca, huevos, jamón y langostinos; para comprar las viandas le dio un billete de diez libras y la conminó con severidad a tener cuidado con la vuelta. Los preparativos estaban ya muy avanzados y Amy había vuelto, con su labor, cuando apareció Clennam. El señor Dorrit lo recibió de forma muy galante y lo invitó a comer con ellos.

—Amy, cariño, tienes la suerte de conocer al señor Clennam mejor que yo. Fanny, querida, tú también lo conoces ya.

Fanny lo saludó con un ademán altivo; en esas ocasiones siempre daba a entender que, si alguien no comprendía su rango o no le prestaba el debido respeto, era porque existía una gran conspiración para insultar a la familia, y ahora se encontraba con uno de los conspiradores.

—Y éste, señor Clennam —prosiguió el señor Dorrit—, es un viejo pensionista que conozco: Nandy, un anciano muy fiel. —Siempre hablaba de él como si fuera un objeto muy antiguo, aunque sólo tenía dos o tres años más que él—. Veamos. A Plornish lo conoce, ¿verdad? Creo que mi hija Amy me lo ha comentado…

—¡Sí, desde luego! —confirmó Arthur.

—Pues bien, éste es el padre de la señora Plornish.

—¡No me diga! Encantado de conocerlo.

—Se alegraría aún más si conociera sus cualidades, señor Clennam.

—Espero conocerlo mejor y acabar sabiéndolo —dijo Arthur, compadeciéndose en silencio de la figura agachada y sumisa.

—Para él hoy es un día festivo, y ha venido a visitar a unos viejos amigos que siempre se alegran de verlo —continuó el Padre de Marshalsea. Después añadió, tapándose la boca con la mano—: Vive en un asilo, el pobre hombre. Hoy le han dejado salir.

A estas alturas Maggy, con la ayuda silenciosa de su madrecita, ya había puesto la mesa, y el ágape estaba listo. Como hacía calor y en la cárcel no corría mucho el aire, habían abierto la ventana todo lo posible.

—Querida, si Maggy extiende el periódico en el alféizar —le dijo el señor Dorrit a su hija, bajando algo la voz y con aire de suficiencia—, el viejo jubilado puede tomar ahí el té mientras nosotros nos tomamos el nuestro.

Así pues, con un abismo de unos treinta centímetros que lo separaba del grupo de categoría, el padre de la señora Plornish fue agasajado con suma generosidad. Clennam nunca había visto nada parecido a la magnánima protección que le dispensaba ese otro Padre, el de Marshalsea; y tan sumamente asombrosa le pareció que no pudo sino admirarla.

Quizá lo más asombroso de esta protección era el deleite con que el señor Dorrit comentaba las enfermedades y los achaques del jubilado. Como si fuera el generoso guarda de una exposición y estuviese explicando el deterioro de un animal inofensivo a su cargo.

—¿Todavía no quiere más jamón, Nandy? ¡Madre mía, qué lento es usted! Al pobrecillo —aclaró a sus acompañantes— se le están cayendo los últimos dientes.

En otro momento dijo:

—¿Nandy, no va a comer langostinos?

Como éste no respondió inmediatamente, aclaró:

—Está muy mal del oído. No tardará en quedarse sordo.

Y otra vez le preguntó:

—¿Suele pasear usted en el patio interior de ese lugar en el que vive?

—No, señor, andar no me gusta especialmente.

—Claro, claro. Es natural. —Al grupito le explicó en privado—: Las piernas no tardarán en fallarle.

También se interesó, con esa clemencia general con que le dirigía la palabra para que no se durmiese, por la edad de su nieto mayor.

—John Edward tiene… —respondió el jubilado mientras dejaba lentamente los cubiertos y se lo pensaba—. Veamos…

El Padre de Marshalsea se dio un golpe en la frente:

—Le falla la memoria.

—¿John Edward, señor? La verdad es que lo he olvidado. Ahora mismo no sabría decirle si tiene dos años y dos meses o dos años y cinco meses. O lo uno o lo otro.

—No se inquiete por eso —lo tranquilizó el señor Dorrit, con una paciencia infinita. Y explicó—: Es evidente que está perdiendo facultades. ¡Con esa vida que lleva, el viejo se está deteriorando!

Cuantas más cosas creía descubrir en el jubilado, todas de la misma índole, más cariño le cogía, aparentemente; al levantarse de la butaca después del té para despedirse, como el señor Nandy declaró que temía, distinguido señor, que debía marcharse, Dorrit se irguió para aparentar la mayor fortaleza posible.

—Esto que le pongo en la mano no es simplemente un chelín, Nandy —le dijo mientras le daba una moneda—. Es dinero para tabaco.

—Muy agradecido, señor. Compraré tabaco. Mis respetos a la señorita Amy y a la señorita Fanny. Buenas noches, señor Clennam.

—No se olvide de nosotros, Nandy —le rogó el Padre—. Vuelva siempre que tenga una tarde libre. No salga a la calle sin venir a vernos, o nos pondremos celosos. Buenas noches. Tenga cuidado al bajar las escaleras, están muy viejas y son muy desiguales. —Tras decir estas palabras esperó en el descansillo viendo cómo el anciano se marchaba; al volver a entrar, declaró con un gesto de solemne satisfacción—: Qué pena da ver a ese hombre, señor Clennam, aunque es un consuelo saber que él no se da cuenta. El pobre es un auténtico desastre. No le queda la menor dignidad: ¡se la han hecho añicos, se la han quitado toda!

Como Arthur seguía allí por un motivo, dijo lo primero que le vino a la cabeza en respuesta a tales opiniones, y esperó delante de la ventana al lado de quien las había vertido, mientras Maggy y la madrecita lavaban el servicio de té y lo guardaban. Se fijó en que su acompañante miraba por la ventana con el aire de un soberano afable y accesible; también advirtió que, cuando los súbditos del patio alzaban la vista, el monarca respondía a los saludos de una forma parecida a una bendición.

Cuando la pequeña Dorrit desplegó su labor en la mesa, y Maggy la suya sobre la cama, Fanny empezó a anudarse la capota y se dispuso a marcharse. Arthur, que seguía teniendo un motivo para quedarse, no se movió. Entonces se abrió la puerta, sin previo aviso, y entró el señor Tip. Amy se incorporó para recibirlo; Tip le dio un beso, saludó con la cabeza a Fanny y al señor Dorrit, miró sombríamente al visitante, sin dar señales de reconocerlo, y se sentó.

—Tip, querido —dijo Amy en voz baja, sorprendida por esta actitud—, ¿no ves que…?

—Sí, Amy, claro que lo veo. Si te refieres a la visita que tenéis, si te refieres a eso —respondió el muchacho, ladeando la cabeza bruscamente sobre el hombro que tenía más cerca de Clennam—, ¡claro que lo veo!

—¿Y no tienes nada más que decir?

—No. Y supongo —añadió el altanero joven, tras un instante— que la visita comprenderá por qué digo que no tengo nada más que añadir. Es decir: que supongo que la visita se dará cuenta de que no me ha tratado como a un caballero.

—No, no lo comprendo —respondió tranquilamente el ofensivo personaje al se había aludido.

—¿No? Pues entonces se lo voy a aclarar, señor. Resulta que, cuando dirijo una petición que considero bien formulada, una petición urgente, una petición delicada, a una persona, con el objeto de encontrar un pequeño alojamiento temporal, cosa que tal persona puede conseguir fácilmente, ¡cosa que puede conseguir fácilmente, insisto!, y me responde diciendo que ruega que la disculpe, creo que no me ha tratado como a un caballero.

El Padre de Marshalsea, que había observado a su hijo en silencio, exclamó enojado:

—¡Cómo te atreves!

Pero el hijo lo interrumpió:

—No, padre, no me pregunte que cómo me atrevo, no diga bobadas. Si se refiere a la actitud que he decidido adoptar con la persona aquí presente, debería estar usted orgulloso de mi demostración de dignidad.

—¡Desde luego! —exclamó Fanny.

—¿Dignidad? —repitió el señor Dorrit—. Sí, menuda dignidad… ¿Adónde hemos ido a parar cuando mi hijo me da a mí, a mí, lecciones de dignidad?

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