El señor Meagles no estaba dispuesto, pese a las derrotas, a abandonar a la ingrata joven a su suerte, por si alguna vez sus mejores cualidades conseguían dominar la parte más oscura de su personalidad, así que publicó durante seis días sucesivos un aviso discreto, en clave, donde aseguraba que, si cierta persona joven que se había marchado hacía poco de casa, irreflexivamente, se presentaba en cualquier momento en su dirección de Twickenham, todo volvería a ser como antes y nadie le reprocharía nada. El anuncio tuvo una consecuencia imprevista: por primera vez el consternado señor Meagles comprendió que cientos de jóvenes se marchaban irreflexivamente de casa todos los días, pues hordas de desconocidos se acercaron a Twickenham, donde, al no ser recibidos con entusiasmo, exigían una compensación por las molestias, además del importe del viaje de ida y vuelta en coche. No fueron los únicos que respondieron inoportunamente. La caterva de pedigüeños aficionados a mandar cartas, siempre a la caza de alguna excusa, por pequeña que fuera, para enviarlas, comunicaron con gran frescura al señor Meagles que, al ver el aviso, habían pensado en pedirle diversas cantidades que iban de los diez chelines a las cincuenta libras: no porque supieran algo sobre esa joven persona, sino porque estaban convencidos de que realizar esas donaciones supondría un gran alivio para el espíritu del anunciante. Algunos inventores aprovecharon igualmente la oportunidad para entablar correspondencia: contaban, por ejemplo, que un amigo les había puesto al corriente y no olvidaban afirmar que, si llegaban a saber algo de esa joven persona, lo notificarían de inmediato, y que, entre tanto, si el señor Meagles les entregaba los fondos necesarios para perfeccionar un nuevo tipo de bomba, la humanidad saldría ampliamente beneficiada.
Ante tal cúmulo de decepciones, el señor Meagles y su familia empezaron a pensar que nunca volverían a ver a Tattycoram; sin embargo, un sábado, los miembros de la nueva y activa empresa Doyce y Clennam, a título personal, fueron a la casa de campo de los Meagles con intención de quedarse hasta el lunes. El socio de más edad cogió un coche, y el más joven un bastón.
Un apacible ocaso estival iluminaba a Arthur mientras éste iba llegando al final de la caminata y atravesaba los prados junto a la orilla del río. Lo embargaba esa sensación de paz, de verse libre del peso de las preocupaciones, que la tranquilidad rural infunde en el ánimo de los habitantes de ciudades. Todo lo que veía era hermoso y estaba en paz. El tupido follaje de los árboles, la hierba exuberante con una gran variedad de flores silvestres, las islitas verdes del río, los juncales, los nenúfares que flotaban en la superficie de la corriente, las voces lejanas de los barcos que las ondulaciones del agua y el aire vespertino le acercaban musicalmente: todo transmitía una sensación de descanso. El esporádico salto de un pez, o la entrada de un remo en el agua, o el gorjeo de un pájaro todavía despierto, o el ladrido de un perro en la distancia, o el mugido de una vaca, todos esos sonidos tenían el hálito del descanso, que parecía envolverlo en cada una de las esencias que perfumaban el aire fragante. Las largas franjas rojas y doradas del firmamento y el glorioso recorrido del sol poniente infundían una calma divina. A lo lejos, en las copas de los árboles de tonos morados y más cerca, en la colina verde que tenía al lado, en la que lentamente se instalaban las sombras, reinaba el mismo silencio. El paisaje real y las sombras del agua se fundían irreconociblemente, ambos tan claros y tranquilos, y aunque imbuidos del misterio solemne de la vida y la muerte, tan llenos de consuelo y esperanza para el corazón sosegado del observador gracias a su belleza tierna y misericordiosa.
Clennam se detuvo, una de tantas veces en la caminata, para contemplar el panorama y dejar que se empapara su espíritu, mientras las sombras, al mirarlas, parecían sumergirse cada vez más en el agua. Había vuelto a emprender lentamente la marcha cuando vio delante de él una figura en el camino que, quizá, ya había asociado a la tarde y sus impresiones.
Era Minnie y estaba sola. Llevaba unas rosas en la mano y parecía que se había detenido al verlo, que lo esperaba. Venía de frente, en dirección contraria, y su actitud revelaba cierto nerviosismo que nunca le había visto; al acercarse, se le ocurrió de pronto que había salido expresamente para hablar con él.
Ella le tendió la mano y le dijo:
—¿Le sorprende verme aquí sola? Hace una tarde tan bonita que me he alejado más de lo que pretendía. He pensado que seguramente me encontraría con usted, y eso me ha dado seguridad. Siempre viene por este camino, ¿verdad?
Cuando él respondió que era su camino preferido, notó que la mano de ella, posada en su brazo, temblaba, y que las rosas se agitaban.
—¿Me permite que le dé una, señor Clennam? Las he cogido del jardín al salir. Lo cierto es que casi son para usted, pues me parecía muy probable que nos encontráramos. El señor Doyce ha llegado hace más de una hora y nos ha dicho que venía usted a pie.
A él también le tembló la mano al aceptar un par de rosas, y le dio las gracias. Llegaron a una alameda. Poco importa si se habían internado en ella guiados por uno o por otro. Arthur no supo cómo habían acabado ahí.
—Este lugar es muy solemne —comentó Clennam—, aunque a esta hora resulta muy agradable. Si cruzamos esta sombra tan oscura y salimos por ese arco de luz llegaremos al transbordador y a la casa por un atajo, creo.
Con su sencillo sombrero de paja y su fino vestido estival, con la abundante melena castaña que encuadraba su rostro de forma natural y sus ojos maravillosos, que por un instante se habían alzado para encontrarse con los de Arthur en una mirada en la que el respeto y la confianza se fundían curiosamente con una especie de tristeza tímida, también inspirada por él, Minnie estaba tan hermosa que resultaba muy conveniente para la tranquilidad de Clennam (o muy poco, él no sabía cuál de las dos posibilidades atenerse) haber tomado esa firme decisión de la que tantas veces se acordaba.
Minnie interrumpió un breve silencio para preguntarle si sabía que su padre estaba considerando la idea de emprender otro viaje al extranjero. Él respondió que lo había oído de pasada. Minnie interrumpió otro breve silencio para añadir, con cierta vacilación, que su padre había descartado la idea.
Al oírlo, Arthur pensó inmediatamente: «Se van a casar».
—Señor Clennam —añadió Minnie, todavía más amedrentada y dubitativa, y en voz tan baja que él tuvo que agachar la cabeza—. Quiero confesarle una cosa, si es usted tan amable de aceptar mi confesión. Me habría gustado decírselo mucho antes, porque… me parecía que se estaba haciendo muy amigo nuestro.
—¡Y eso me colma de orgullo, como no podía ser de otro modo! Le ruego que me lo diga. Le ruego que confíe en mí.
—Nunca he tenido miedo de confiar en usted —respondió ella, levantando el rostro y mirándolo con franqueza—. Seguramente lo habría hecho antes si hubiera sabido cómo. Pero me cuesta, incluso ahora.
—El señor Gowan —dijo Clennam— tiene muchos motivos para ser feliz. ¡Que Dios los bendiga a su mujer y a él!
Ella se echó a llorar e intentó darle las gracias. Él la tranquilizó, le tomó la mano que ella había apoyado en su brazo y que sostenía las trémulas rosas, cogió las flores que quedaban y se la llevó a los labios. En ese momento le pareció que, por primera vez, renunciaba a la agonizante esperanza que nunca había brillado tenuemente en el corazón de nadie, causándole tanto dolor y tantas preocupaciones; y a partir de ese momento se sintió, frente a cualquier esperanza o proyecto de la misma índole, un hombre mucho más viejo que ya había terminado con esa parte de la vida.
Arthur se puso las rosas en el pecho y ambos echaron a andar lenta y silenciosamente bajo los árboles umbríos. Luego le preguntó, en un tono amable y cariñoso, si le quería decir alguna otra cosa en tanto que amigo suyo y de su padre, con muchos más años que ella: alguna confesión que quisiera hacerle, algún favor que quisiera pedirle, alguna contribución a su felicidad que ella pudiera darle el gusto de creer que estaba en su mano.
Minnie estuvo a punto de responder, pero una pena o una compasión ocultas (¿cuál de las dos sería?) la conmovieron tanto que dijo, rompiendo a llorar otra vez:
—¡Ay, señor Clennam! ¡Es usted tan bueno y generoso! Por favor, dígame que no me reprocha nada.
—¿Reprocharle algo? —repitió él—. ¡Querida niña! ¿Reprocharle algo? ¡No!
Ella le cogió el brazo con las dos manos, lo miró con un gesto confidencial, le dijo abruptamente que se lo agradecía de todo corazón (lo cual era cierto, al menos hasta donde el corazón puede ser sincero), y se fue calmando mientras él le decía alguna palabra de ánimo; avanzaban con lentitud y casi en silencio bajo los árboles cada vez más oscuros.
—Y ahora, Minnie Gowan —dijo Arthur al fin, con una sonrisa—, ¿no tiene usted nada que preguntarme?
—¡Oh! Muchas cosas.
—¡Muy bien! Eso esperaba; no me defrauda usted.
—Ya sabe que en mi casa me quieren mucho, y yo a ellos. Querido señor Clennam, a lo mejor le parece inconcebible —aventuró muy agitada— que me vaya a marchar por propia voluntad, ¡pese a lo mucho que los quiero!
—Sé perfectamente lo que siente por su familia —replicó él—. ¿Cómo puede pensar que lo dudo?
—No, no. Pero hasta a mí me resulta extraño, queriéndolos tanto y siendo tan querida, ser capaz de renunciar a ellos. Tengo la impresión de ser una insensata, una desagradecida.
—Querida niña —aseguró Clennam—, es ley de vida. Todo el mundo abandona su hogar.
—Lo sé; pero no todo el que abandona su hogar deja en él un vacío tan grande como el que sé que quedará en el mío cuando me haya ido. No es que escaseen muchachas mucho mejores, más merecedoras de cariño y con mayores méritos que yo, que soy poca cosa; pero ¡me valoran tanto! —El corazón afectuoso de Tesoro se desbordó, y sollozó al imaginar lo que iba a suceder—. Sé que al principio mi padre notará un cambio, y sé también que desde al principio dejaré de ser lo que he sido para él durante tantos años. Le ruego que en esos momentos, precisamente en esos momentos, no se olvide de él, que le haga compañía usted cuando pueda permitírselo; y dígale que lo he querido más cuando me he tenido que ir de su lado que en ningún otro momento de mi vida. Porque no hay nadie… él mismo me lo ha dicho… no hay nadie a quien tenga más afecto que a usted, o en quien confíe más.
La sospecha de lo que había sucedido entre padre e hija cayó como una piedra en el pozo del corazón de Arthur, y llenó sus ojos de lágrimas. Le aseguró animado, pero no con toda la animación que quería transmitir, que lo haría; se lo prometió solemnemente.
—Si no le digo ahora nada de mi madre —prosiguió Tesoro, tan emocionada y tan hermosa en esa pena inocente que no era prudente para Arthur detenerse a admirarla, por lo que se dedicó a contar los árboles que tenía al lado, cada vez más escasos, y a contemplar el ocaso—, es porque ella comprenderá mejor mi decisión, lamentará mi marcha de otro modo y me añorará de forma distinta. Pero ya sabe usted lo buena madre y lo dedicada que es, y tampoco se olvidará de ella, ¿verdad?
Arthur le aseguró que podía confiar en él, que podía confiar en que haría todo lo que le había pedido.
—Otra cosa, señor Clennam —añadió Minnie—, como mi padre y aquel cuyo nombre huelga mencionar todavía no se aprecian ni se entienden del todo, aunque lo acabarán haciendo, en mi nueva vida será para mí una obligación, un orgullo y un placer procurar que se acerquen y se conozcan mejor, que sean felices cuando estén juntos, que estén orgullosos el uno del otro y que se quieran, ya que tanto me quieren los dos a mí. Como usted es tan amable y fiel, cuando me marche de casa (me voy a ir muy lejos), intente que mi padre pierda un poco de esa antipatía, utilice su gran influencia para que mi padre piense en él sin prejuicios, como realmente es Henry. ¿Lo hará por mí, como amigo generoso que es?
¡Pobre Tesoro! ¡Qué confundida, qué engañada estaba! ¿Cuándo se han producido esos cambios en las relaciones naturales entre los hombres, cuándo han ocurrido esas reconciliaciones tras una profunda enemistad? Muchas hijas lo han intentado, Minnie, sin lograrlo nunca; el único resultado de tales intentos ha sido el fracaso.
Eso pensó Clennam. Pero no lo dijo: era demasiado tarde. Se comprometió a cumplir lo que ella le había pedido; ella supo perfectamente que lo haría.
Habían llegado al último árbol de la alameda. Minnie se detuvo y retiró el brazo. Miró a Arthur a los ojos, tocó trémulamente una de las rosas que se había puesto en el pecho y, haciendo otro gesto de súplica con la mano que hasta entonces tenía en su brazo, le dijo:
—Querido señor Clennam, al ser tan feliz, pues lo soy, aunque me haya visto llorar, no puedo dejar sombras entre nosotros. Si tiene usted algo que perdonarme (no por algo que haya hecho a propósito, sino por alguna preocupación que le haya causado sin querer o sin poder impedirlo), ¡que su noble corazón me perdone esta noche!
Arthur se detuvo y contempló sin retroceder el cándido rostro que se rozaba con el suyo. Le dio un beso y respondió que no tenía nada que perdonarle. Se agachó para besar de nuevo ese rostro inocente; ella susurró: «Buenas noches», y él dijo lo mismo. Este momento supuso el abandono de las antiguas esperanzas, de las viejas dudas e inquietudes de nadie. En seguida salieron de la alameda cogidos del brazo, igual que habían entrado, y pareció que los árboles se cerraban detrás de ellos en la oscuridad, como su propia perspectiva del pasado.
Les llegaron las voces de los señores Meagles y de Doyce, que hablaban cerca de la puerta del jardín. Al oír el nombre de Tesoro, Clennam exclamó: «¡Está aquí, conmigo!». Hubo cierta perplejidad y sonaron ciertas risas hasta que aparecieron, pero, en ese momento, las risas cesaron y Tesoro desapareció sigilosamente.
El señor Meagles, Doyce y Clennam, sin decir nada, se acercaron a la orilla del río bajo la luz de la luna que despuntaba en el firmamento, y pasearon durante unos minutos; Doyce, rezagado, volvió a la casa. El señor Meagles y Clennam caminaron algunos minutos más en silencio, hasta que el primero tomó la palabra.
—Arthur —le dijo, utilizando su nombre de pila por primera vez—, ¿recuerdas que una calurosa mañana te conté, mientras caminábamos por el puerto de Marsella, que madre y yo teníamos la impresión de que la hermanita muerta de Tesoro había crecido como ella, y que había cambiado al mismo tiempo que ella?