—He visto que estaba usted leyendo —se disculpó Doyce mientras entraba—, y me ha parecido que no le iba a importar que le molestara.
De no haber sido por la notable resolución que había adoptado, Clennam podría no haberse enterado de qué estaba leyendo; podría haber estado una hora sin fijar la vista en el libro, aunque lo tuviera abierto delante de él. Lo cerró rápidamente y preguntó:
—¿Están todos bien?
—Sí —respondió Doyce—. Están bien. Están bien.
Daniel tenía una vieja costumbre de artesano: llevaba un pañuelo prendido en el sombrero. Se lo quitó y se enjugó con él la frente mientras repetía lentamente:
—Están bien. —Y añadió—: Me ha parecido que la señorita Minnie estaba particularmente espléndida.
—¿Había ido alguien a verlos?
—No, no tenían visitas.
—¿Cómo han pasado el día los cuatro? —preguntó Clennam con alegría.
—Éramos cinco —le corrigió su socio—. También estaba el fulanito ese.
—¿Quién?
—El señor Gowan.
—¡Ah, es verdad! —exclamó Arthur con una intensidad desacostumbrada—. Sí, me había olvidado de él.
—No sé si recuerda que ya le había comentado —prosiguió Doyce— que siempre está los domingos.
—Sí, sí —dijo Clennam—. Ahora me acuerdo.
Daniel Doyce, que seguía enjugándose la frente, repitió con lentitud:
—Sí. Estaba, estaba. Y tanto que estaba. Y el perro. El perro también estaba.
—La señorita Meagles le tiene mucho cariño al… perro —apuntó Clennam.
—Desde luego —confirmó su socio—. Le tiene más cariño al perro que yo al hombre.
—¿Se refiere al señor…?
—A Gowan, en efecto.
Se produjo un silencio que Arthur aprovechó para dar cuerda al reloj; después dijo:
—A lo mejor le ha juzgado usted apresuradamente. Nuestros juicios… y hablo en general…
—Desde luego —dijo Doyce.
—Pueden verse tan influidos, casi sin que nos percatemos, por tantas consideraciones injustas que es necesario estar en guardia. Por ejemplo, el señor…
—Gowan —terminó en voz baja Doyce, que era prácticamente el único de los dos que pronunciaba ese apellido.
—… es joven y apuesto, simpático y agudo, tiene talento, ha visto mundo. Puede ser difícil dar una razón objetiva para desconfiar de él.
—A mí no me resulta difícil —objetó Daniel—. Me parece que con él ha entrado la inquietud en la casa de mi viejo amigo, y me temo que también entrarán las desgracias. Veo que, cuanto más se acerca y más mira el rostro de la hija, más profundas se vuelven las arrugas del rostro de mi amigo. En dos palabras: lo imagino rondando con un cazamariposas a una criatura hermosa y afectuosa a la que nunca hará feliz.
—No podemos saber si la hará feliz o no —dijo Clennam, casi con pena.
—No podemos saber si la tierra durará otros cien años —replicó Daniel—, pero nos parece bastante probable.
—¡Bueno, bueno! —dijo Arthur—, no hay que perder la esperanza; si no podemos ser generosos, lo que en este caso parece imposible, intentemos ser justos. No denostemos a este hombre por haber conseguido conquistar al bello objeto de sus anhelos, y no pongamos en duda el derecho natural de la dama a entregar su amor a aquel que juzgue digno de él.
—Quizá tenga razón, amigo mío. Pero también cabe la posibilidad de que ella sea demasiado joven y esté demasiado mimada, que sea demasiado ingenua y le falte experiencia para decidir con acierto.
—Algo que nosotros no podemos corregir —adujo Clennam.
Doyce asintió con la cabeza, con semblante grave:
—Eso me temo —convino.
—Por eso, a fin de cuentas —añadió Arthur— no nos corresponde a nosotros hablar mal del señor Gowan. Sería lamentable alimentar los prejuicios contra él. Yo decido, en lo que a mí respecta, no denigrarlo.
—Yo no estoy tan seguro; por tanto, me reservo el derecho a criticarlo —contestó el otro—. Aunque no esté seguro de mí, sí estoy seguro de usted; sé que es un hombre recto y que merece el mayor de los respetos. ¡Buenas noches, socio y amigo!
Tras esas palabras le estrechó la mano, como si el trasfondo de la conversación hubiera sido serio, y se despidieron.
En esa época ya habían visitado varias veces a la familia Meagles, y siempre habían observado que una mención, por pequeña que fuese, a Henry Gowan, cuando éste no los acompañaba, convocaba la reaparición de esa nube que había oscurecido la luminosidad del señor Meagles la mañana del encuentro fortuito en el transbordador. Si Clennam hubiera reconocido la pasión prohibida que bullía en su interior, ese período habría sido de verdaderos padecimientos; dadas las circunstancias, indudablemente aquello no era nada; nada.
Del mismo modo, si su corazón hubiera dado cobijo al huésped prohibido, la callada lucha por sobreponerse a su estado de ánimo habría tenido cierto mérito. También podría haber tenido cierto mérito ese esfuerzo constante por no verse abocado a un nuevo y traicionero período dominado por el pecado principal que conocía, esto es, la búsqueda de objetivos egoístas con métodos bajos y mezquinos, y observar en cambio unos elevados principios de honor y generosidad. Podría haber tenido cierto mérito la firme decisión de no evitar siquiera la casa del señor Meagles para no causar la menor angustia a la hija, cosa que egoístamente a él le habría convenido pero que había convertido a la joven en el motivo de un distanciamiento que, según creía, el padre lamentaría. Podría haber tenido cierto mérito la modesta sinceridad que demostraba al no olvidar nunca que el señor Gowan era más joven, que tanto él como su trato eran más atractivos. Hacer todo eso y mucho más, con total discreción, con una constancia viril y serena, aunque dentro de él el dolor (tan peculiar como su vida y su historia) fuese muy intenso, habría podido ser síntoma de cierta fortaleza de carácter. No obstante, tras la firme decisión que había tomado, era evidente que no podía adjudicarse tales méritos: esos estados de ánimo no eran de nadie, de nadie.
Al señor Gowan no le preocupaba que ese estado de ánimo fuera de alguien o que no fuera de nadie. Jamás perdía su actitud de perfecta serenidad, como si la posibilidad de imaginar que Clennam se hubiera planteado la gran cuestión fuera demasiado ridícula y remota para concebirla. A Arthur siempre lo trataba con afabilidad y espontaneidad, cosa que (en el caso hipotético de que no hubiera tomado la mencionada e inteligente decisión) habría constituido un elemento muy incómodo para su estado de ánimo.
—Lamento que no nos acompañara ayer —dijo Gowan cuando fue a visitar a Arthur a la mañana siguiente—. Pasamos un día agradable a la orilla del río.
Clennam respondió que ya se lo habían contado.
—¿Su socio? —quiso saber Gowan—. ¡Un tipo magnífico!
—Sí, lo aprecio mucho.
—¡Desde luego, es un hombre de primera! ¡Tan original, tan inocente, confía en unas cosas tan asombrosas!
Éste era uno de tantos comentarios desagradables que a Clennam le molestaba oír. Hizo caso omiso limitándose a repetir que tenía en alta estima al señor Doyce.
—¡Es encantador! Ver cómo se pasa la vida pensando en las musarañas, sin producir nada y sin obtener nada, es una maravilla. Eso infunde ánimos a cualquiera. ¡Tan puro, tan sencillo, un espíritu tan bondadoso! Se lo juro, señor Clennam, me siento de lo más mundano y perverso cuando me comparo con un hombre tan inocente como él. Le aclaro que hablo por mí, sin incluirlo a usted, que también es una persona auténtica.
—Gracias por el halago —respondió Arthur, incómodo—; usted también lo es, o eso espero.
—No del todo —aclaró el otro—. Si le soy sincero, sólo moderadamente. Tampoco soy un impostor de tomo y lomo. Entre nosotros: le aseguro que, si adquiere uno de mis cuadros, pagará un precio excesivo. Si se lo compra a otro, a cualquier profesor eminente de los que me atacan con dureza, es probable que a mayor desembolso, mayor engaño. Todos hacen lo mismo.
—¿Todos los pintores?
—Los pintores, los escritores, los patriotas, todos los que venden algo en el mercado. Si usted le da diez libras a cualquiera de las personas que conozco, la gran mayoría le devolverá un fraude equivalente a esa cantidad; si le da mil, un fraude de mil libras; si le da diez mil, uno de diez mil. Cuanto mayor es el éxito, mayor el fraude. ¡Qué mundo tan estupendo tenemos! —exclamó Gowan con un encendido entusiasmo—. ¡Qué mundo tan alegre, tan espléndido, tan maravilloso!
—Yo tenía la impresión —dijo Clennam— de que ese principio lo ponían fundamentalmente en práctica…
—¿Los Barnacle? —interrumpió Gowan con una carcajada.
—Los caballeros metidos a políticos que consienten la continuidad del Negociado de Circunloquios.
—¡Ah! No sea usted tan exigente con los Barnacle —dijo Gowan con otra carcajada—, ¡son simpatiquísimos! ¡Hasta el pobre Clarence, el idiota de la familia, es el más agradable y el más encantador de los imbéciles! ¡Y le aseguro que posee cierta clase de inteligencia que lo asombraría!
—Sí, me sorprendería mucho —respondió Clennam secamente.
—Además, al fin y al cabo —añadió Gowan, con esa característica ecuanimidad que dotaba de la misma insustancialidad a todas las cosas del ancho mundo—, aunque no puedo negar que quizá el Negociado de Circunloquios acabe hundiéndolo todo y a todos, no creo que eso suceda mientras nosotros vivamos; además, ese lugar es una escuela de caballeros.
—Me temo que se trata de una escuela muy peligrosa, inútil y costosa para las personas que pagan la estancia de los alumnos —protestó Arthur, moviendo la cabeza.
—¡Ah! ¡Es usted un hombre terrible! —comentó Gowan con toda tranquilidad—. Ya entiendo por qué ha asustado tanto al tontito de Clarence, el más estimable de los necios (lo quiero muchísimo) y por qué casi le ha hecho perder el juicio. Pero ya hemos hablado bastante de él y los demás. Quiero presentarle a mi madre, señor Clennam. Le ruego que acceda.
En el ánimo de nadie, no había nada que Arthur desease menos, ni que supiese menos cómo evitar.
—Mi madre vive del modo más primitivo en esa espantosa mazmorra de ladrillo rojo de Hampton Court —le informó Gowan—. Por favor, concierte la cita, decida un día para que lo lleve a cenar con ella; usted se aburrirá y ella estará encantada; eso es lo que pasará.
¿Qué podía alegar Clennam después de estas palabras? En su personalidad apocada abundaba la sencillez, en el mejor sentido del término, porque le faltaba mucha experiencia; por su sencillez y su modestia, sólo pudo responder que para él era un placer ponerse a disposición del señor Gowan. Así pues, fijaron el día. Para él era una fecha muy temida y muy desagradable, pero al fin llegó y fueron los dos a Hampton Court.
En aquella época parecía que los venerables habitantes de esa venerable mole habían levantado en ella un campamento, como una especie de gitanos civilizados. Las dependencias tenían un aspecto temporal, como si los residentes se fueran a marchar en cuanto encontraran algo mejor; éstos transmitían, además, cierta sensación de insatisfacción, como si estuvieran muy ofendidos por no haber encontrado ya algo mejor. En cuanto se abrían las puertas podían verse más o menos elegantes persianas y adornos provisionales; biombos que no alcanzaban ni de lejos la altura debida convertían los pasillos de techos abovedados en comedores y tapaban esquinas oscuras en las que unos jóvenes lacayos dormían por la noche con la cabeza rodeada de cuchillos y tenedores; cortinas que intentaban convencer de que no ocultaban nada; cristales de ventanas que rogaban pasar desapercibidos; objetos de formas diversas que fingían no guardar ningún vínculo con su vergonzoso secreto; una cama, trampillas disimuladas en las paredes, que claramente eran carboneras; lugares que supuestamente no daban paso a otros lugares, y que evidentemente eran puertas de pequeñas cocinas. Estas cosas producían reparos mentales e ingeniosos misterios. Los visitantes, mientras miraban fijamente a los ojos de los anfitriones, fingían no oler lo que se estaba cocinando a medio metro; los huéspedes, al toparse con unos armarios que habían quedado abiertos por accidente, fingían no ver las botellas; los forasteros, con la cabeza a escasa distancia de una fina cortina de tela, detrás de la cual un criado y una joven se lanzaban exabruptos, simulaba hallarse sumido en un silencio primigenio. Estas pequeñas transacciones de convivencia social, que aquellos gitanos de buena cuna llevaban a cabo continuamente y que esperaban, en contrapartida, de los demás, no tenían fin.
Algunos de esos bohemios se veían aquejados de un temperamento irritable, pues dos afrentas mentales los ofendían y amargaban constantemente: en primer lugar, la conciencia de que nunca recibían lo suficiente de los ciudadanos; en segundo, la conciencia de que a esos ciudadanos se les permitía el acceso al edificio. Por culpa de esta última y gran humillación, algunos padecían espantosos sufrimientos, sobre todo los domingos, cuando ya llevaban cierto tiempo anhelando que la tierra se abriera y se tragara a esos ciudadanos; sin embargo, ese deseable acontecimiento aún no se había producido, por una reprensible falta de rigor en el orden del universo.
Delante de la puerta de la señora Gowan se hallaba apostado un criado que llevaba varios años al servicio de la familia y que también tenía una queja que manifestar a los ciudadanos, sobre un puesto en correos que esperaba desde hacía tiempo y que todavía no le habían adjudicado. Sabía muy bien que no estaba en manos de los ciudadanos procurarle el acceso, pero se permitía opinar lúgubremente que eran ellos quienes se lo vedaban. Por influencia de tal afrenta (y quizá por cierta estrechez e irregularidad de salario), había descuidado su apariencia y se había vuelto más taciturno; y, viendo ahora en Clennam a un miembro del despreciable grupo de sus opresores, lo recibió de forma ignominiosa.
La señora Gowan, en cambio, lo recibió con condescendencia. Arthur vio a una dama anciana y distinguida que seguramente había sido toda una belleza, aún lo suficientemente hermosa para no verse obligada a empolvarse la nariz, y con cierto arrebol inaudito en ambas mejillas. Se mostró algo altanera con él; lo mismo hizo otra anciana dama, recelosa y displicente, en la que algún rasgo real debía haber, pues de otro modo ella no habría existido, pero el rasgo no eran sin duda ni sus dientes ni su figura ni su piel; del mismo modo se comportó un caballero anciano y canoso de semblante circunspecto y huraño; la dama y el caballero habían sido invitados a comer. No obstante, como todos habían tenido relación con las embajadas británicas en diversas partes del mundo, y como el mejor modo en que una embajada británica puede labrarse una reputación ante el Negociado de Circunloquios es tratando a sus compatriotas con un desprecio infinito (de no ser así, se parecería demasiado a las embajadas de otros países), a Clennam le dio la impresión de que, en conjunto, no salía mal parado.