Después también, y antes de que empezaran a tomar el ron con agua, apareció la libretita del señor Pancks. Las tareas que realizaron a continuación fueron breves pero curiosas y bien parecía aquello una conspiración. El señor Pancks consultaba su libreta, que estaba ya casi llena, con aire estudioso; y copiaba algunas notas que escribía en trocitos de papel; mientras tanto, el señor Rugg lo miraba con mucho detenimiento y John hijo perdía sus ojos errantes en nieblas de meditación. Cuando el señor Pancks, en su papel de jefe de los conspiradores, terminó las notas, las examinó, las corrigió, guardó la libretita y las mostró como si fuera una mano de un juego de cartas.
—Veamos, hay un cementerio en Bedfordshire —dijo Pancks—, ¿quién se ocupa?
—Yo, señor —contestó Rugg—, si nadie lo pide.
El señor Pancks le tendió la carta y miró las que le quedaban.
—Tenemos aquí una investigación en York, ¿quién la quiere? —preguntó Pancks.
—No sirvo para York —dijo el señor Rugg.
—Entonces, quizá, si tuviera la amabilidad, ¿podría ir usted, John Chivery? —prosiguió el señor Pancks. John asintió, Pancks le entregó la carta y volvió a examinar las que tenía en la mano—. Hay una iglesia en Londres; podría ocuparme yo. Y una biblia familiar; también podría ocuparme yo. Tengo dos para mí. Dos para mí —repitió, respirando con fuerza sobre las cartas—. Aquí hay un oficinista en Durham para usted, John, y un viejo marinero en Dunstable para usted, señor Rugg. Dos para mí, eso era, ¿no? Sí, dos para mí. Aquí hay una lápida, tres para mí. Y un bebé nacido muerto, cuatro para mí. Y nada más por ahora.
Después de repartir así las cartas, en voz baja y discretamente, el señor Pancks se metió la mano en el bolsillo del pecho y extrajo una bolsita de lona, de la que, con la mano libre, sacó dinero suficiente para los gastos de viaje y lo dividió en dos.
—El dinero en efectivo se va deprisa —observó con inquietud mientras empujaba una carta a cada uno de sus compañeros—, muy deprisa.
—Le aseguro, señor Pancks —dijo John hijo—, que lamento muchísimo que en mis circunstancias no pueda permitirme pagar mis propios gastos y que no sea aconsejable que malgastemos tiempo en recorrer las distancias a pie porque nada me daría mayor satisfacción que ir andando sin gastos ni recompensas.
El desinterés del joven le pareció tan cómico a la señorita Rugg que se vio obligada a salir precipitadamente y sentarse en las escaleras; allí estuvo hasta que se le pasó la risa. Mientras tanto, el señor Pancks, mirando no sin pena a John hijo, lenta y pensativamente retorció la bolsa de lona como si le retorciera el cuello. La señorita Rugg, que regresó cuando se la estaba guardando en el bolsillo, mezcló ron y agua para todos, sin olvidarse de sí misma, y les ofreció un vaso. Una vez estuvieron servidos, el señor Rugg se puso en pie y sostuvo el vaso en silencio con el brazo extendido sobre el centro de la mesa, invitando con el gesto a los demás a sumarse al suyo y unirse en un brindis conspiratorio. La ceremonia fue impresionante hasta cierto punto y lo habría sido mucho más si la señorita Rugg, cuando alzaba el vaso hasta sus labios para ponerle broche, no hubiera mirado casualmente a John hijo; entonces de nuevo pudo con ella la ridícula comicidad de su desinterés, la risa la hizo resoplar sobre el ron y salpicó gotas de ambrosía por todas partes, tras lo cual se retiró confusa.
Así se desarrolló aquella comida sin precedentes que ofreció Pancks en Pentonville, y así era la ajetreada y extraña vida que llevaba. Los únicos momentos del día en que parecía librarse de sus preocupaciones y recrearse yendo a alguna parte o diciendo cualquier cosa sin mayor trascendencia era cuando mostraba un interés creciente por el extranjero cojo del bastón, en la Plaza de Corazón Sangrante.
El extranjero, llamado Giovanni Baptista Cavalletto —en la Plaza lo llamaban señor Baptist— era un hombrecillo tan agradable, alegre y optimista que probablemente el interés de Pancks se debía a la atracción de los contrarios. Solitario, débil y apenas familiarizado con las palabras más imprescindibles de la única lengua en la que se podía comunicar con la gente que lo rodeaba, se dejaba llevar por la corriente de la suerte de un modo tan animoso que constituía una novedad en aquel lugar. Con poco para comer, menos para beber y nada para ponerse que no fuera lo que llevaba encima o hubiera traído consigo en uno de los hatillos más pequeños jamás vistos, cuando apareció por primera vez en la Plaza lo contempló todo con optimismo, como si se encontrara en las circunstancias más florecientes, y se granjeó humildemente la simpatía general con sus blancos dientes.
Era tarea cuesta arriba para un extranjero, aunque no fuera cojo, la de abrirse paso entre los habitantes de la Plaza del Corazón Sangrante. En primer lugar, éstos estaban vagamente convencidos de que no había extranjero que no llevara encima una navaja; en segundo lugar, creían que el axioma nacional constitucional de que todos los extranjeros debían marcharse a su país era muy sólido. Nunca pensaban en cuántos de sus compatriotas tendrían que volver de los distintos rincones del mundo si ese principio se aplicara con carácter general; consideraban que era un principio propio y peculiarmente británico. En tercer lugar, tenían la idea de que era una especie de castigo divino para un extranjero no ser inglés y de que a su país de origen le sucedían todo tipo de calamidades porque hacía cosas que Inglaterra no hacía y no hacía cosas que Inglaterra sí hacía. Por supuesto, los Barnacle y los Stiltstalking los habían formado durante largo tiempo en esta creencia y no dejaban de proclamar, oficialmente, que un país que no se sometiera a estas dos familias numerosas no podía aspirar a la protección de la providencia; y, cuando los corazones sangrantes ya estaban convencidos, los despreciaban en privado por ser las personas con más prejuicios de este mundo.
Por consiguiente, podría considerarse que era una postura política por parte de los corazones sangrantes; sin embargo, se sumaban otros recelos ante la presencia de extranjeros en la Plaza. Creían que los extranjeros eran siempre más pobres; y, aunque ellos no podían serlo más, eso no disminuía el peso de la objeción. Creían que los dragones y las bayonetas sometían con facilidad a los extranjeros y, aunque a ellos también les rompían la cabeza si daban muestras de mal talante, recibían el golpe con un instrumento romo y eso no se podía tener en cuenta. Creían que los extranjeros eran siempre inmorales y, aunque también ellos tenían casos en los tribunales y de vez en cuando algún divorcio, eso tampoco tenía nada que ver. Creían que los extranjeros no tenían independencia de espíritu, ya que nunca iban a votar en manadas, escoltados por lord Decimus Tite Barnacle, con la bandera al viento y la música de
Rule Britannia
. No me extenderé para no ser tedioso en las muchas creencias similares.
Contra estos obstáculos, el extranjero cojo del bastón tenía que defenderse tan bien como podía; no del todo solo, puesto que Arthur Clennam lo había recomendado a los Plornish (vivía en lo más alto de la misma casa), pero su situación no era fácil. Sin embargo, los corazones sangrantes eran también corazones tiernos; y cuando vieron al hombrecito cojeando alegremente con rostro amistoso, sin hacer daño a nadie, sin navaja, sin cometer inmoralidades, viviendo de féculas y leche y jugando por las tardes con los hijos de la señora Plornish, empezaron a pensar que, aunque nunca podría albergar la esperanza de convertirse en inglés, no era justo reprochárselo. Empezaron a ponerse a su nivel, llamándolo «señor Baptist» pero tratándolo como si fuera un niño, riendo desaforadamente de su manera de gesticular y su inglés infantil, más aún porque a él le daba igual y también se reía. Le hablaban a gritos, como si fuera sordo como una tapia. Construían las frases, para enseñarle la lengua pura, como si se dirigieran a los salvajes del capitán Cook o al Viernes de Robinson Crusoe. La señora Plornish era especialmente ingeniosa en este arte y consiguió hacerse famosa por decirle: «Yo esperar su pierna bien pronto», frase que en la Plaza consideraron que era casi como hablar italiano. Incluso ella empezó a pensar que tenía un talento natural para ese idioma. A medida que Cavalletto se iba haciendo popular, la gente le llevaba objetos caseros para que adquiriera un vocabulario abundante; y, siempre que aparecía en la Plaza, las mujeres corrían a casa gritando, «¡Señor Baptist, tetera!», «¡Señor Baptist, recogedor!», «¡Señor Baptist, tamiz para la harina!», «Señor Baptist, cafetera», al tiempo que le mostraban esos objetos e iban convenciendo al hombre de que la lengua anglosajona estaba llena de dificultades tremendas.
Así estaban las cosas cuando llevaba ahí tres semanas y al señor Pancks empezó a llamarle la atención el hombrecillo. Subió a su buhardilla, acompañado de la señora Plornish como intérprete, encontró al señor Baptist sin más muebles que el colchón en el suelo, una mesa, una silla, y tallando un trozo de madera del mejor modo posible con ayuda de pocas herramientas.
—Veamos, amigo —le dijo el señor Pancks—, ¡tiene que pagar!
Cavalletto tenía el dinero preparado, doblado en un trozo de papel, y se lo tendió con una carcajada; después, extendió tantos dedos de la mano derecha como chelines le había dado e hizo en el aire un gesto horizontal, de corte, para indicar una moneda de seis peniques.
—Oh —dijo el señor Pancks, mirándolo, asombrado—. ¿Está todo? Es un inquilino rápido. Está bien. La verdad es que no lo esperaba.
En ese momento intervino la señora Plornish con aire de superioridad y le explicó al señor Baptist:
—Él contento. Él contento dinero.
El hombrecillo sonrió y asintió. El señor Pancks pensó que aquel rostro luminoso era sumamente agradable.
—¿Cómo está de su pierna? —preguntó a la señora Plornish.
—Oh, está mucho mejor —dijo la señora Plornish—. Esperamos que la semana que viene pueda dejar de usar el bastón. —La oportunidad era demasiado buena para dejarla escapar y la señora Plornish explicó con disculpable orgullo al señor Baptist—: Él esperar tu pierna bien pronto.
—Además, es un individuo alegre —dijo el señor Pancks, admirándolo como si fuera un muñeco mecánico—. ¿De qué vive?
—Bueno, señor —contestó la señora Plornish—. Es hábil tallando flores, como ve ahora. —Baptist, que los miraba hablar, alzó su trabajo. La señora Plornish interpretó a su manera italiana, en nombre del señor Pancks—: A él gustar, muy bueno.
—¿Y eso le da para vivir? —preguntó el señor Pancks.
—Vive con muy poco, señor, y es de esperar que, cuando pueda, se ganará bien la vida. El señor Clennam le buscó trabajo y de vez en cuando le da alguna cosilla en el taller de ahí al lado, se la da, para abreviar, cuando sabe que lo necesita.
—¿Y qué hace cuando no se dedica a eso? —preguntó Pancks.
—Bueno, poca cosa, supongo que no puede andar demasiado; pero va por la Plaza y charla, sin que entienda demasiado o sepa hacerse entender, juega con los niños y se sienta al sol (se sentaría en cualquier sitio, incluso en el brazo de una silla), canta y ríe.
—¡Ríe! —repitió Pancks—. Me da la impresión de que está siempre riendo.
—Pero cuando sube las escaleras de la salida de la Plaza, mira hacia fuera de la manera más curiosa —dijo la señora Plornish—. Así que algunos creemos que busca dónde está su país, otros creen que busca a alguien que no quiere ver y otros no saben qué pensar.
El señor Baptist parecía comprender lo que se decía en líneas generales; o quizá había adivinado el gesto de buscar con la mirada; en cualquier caso, cerró los ojos y movió la cabeza como un hombre que tiene motivos más que suficientes para hacer lo que hace, y dijo en su lengua:
—
Altro!
—¿Qué quiere decir
altro
? —preguntó Pancks.
—Ejem… es una especie de expresión que vale para todo, señor —dijo la señora Plornish.
—Ah, ¿sí? —dijo Pancks—. Entonces,
altro
también para ti, amigo. ¡Buenas tardes,
altro
!
El señor Baptist, en su vivaz modo de expresarse, repitió la palabra varias veces; el señor Pancks la repitió con su voz más triste una sola vez. A partir de ese momento, Pancks, el gitano, adoptó la costumbre, cuando volvía a su casa, hastiado, al final de la tarde, de pasarse por la Plaza del Corazón Sangrante, subir en silencio las escaleras del edificio, asomarse a la casa de Baptist y, cuando lo encontraba ahí, decir:
—¡Hola, amigo,
altro
!
A lo que Baptist contestaba con incontables sonrisas y asentimientos de cabeza.
—
Altro
,
signore
,
altro
,
altro
,
altro!
Tras esta densa conversación, el señor Pancks seguía su camino con aspecto de estar más tranquilo y descansado.
Estado de ánimo de nadie
Si Arthur Clennam no hubiera tomado la firme y sabia decisión de no enamorarse de Tesoro, se habría sumido en un gran azoramiento y se habría enfrentado a penosas pugnas con su corazón. No habría sido la menor de ellas la que siempre se libraba entre su tendencia a encontrar antipático a Henry Gowan, cuando no a verlo con abierta repugnancia, y un susurro que le decía que tal tendencia era indigna. Una naturaleza generosa no suele albergar fuertes aversiones y le cuesta reconocerlas de forma imparcial; sin embargo, cuando se da cuenta de que la animadversión sale victoriosa, y además de que el origen de ésta no es ecuánime, la congoja se apodera de ella.
Por tanto, Henry Gowan habría enturbiado el ánimo de Clennam, y habría estado mucho más presente en sus reflexiones que otras personas y asuntos más agradables, si él no hubiera tomado la prudente decisión ya mencionada. Tal como estaban las cosas, parecía que ahora era Daniel Doyce quien no dejaba de pensar en el señor Gowan. En cualquier caso, al final siempre era el señor Doyce, y no Clennam, quien acababa hablando de Gowan en sus amistosas conversaciones y que ahora tenían con gran frecuencia, dado que los dos socios compartían varias estancias de una espaciosa casa situada en una calle, seria y anclada en el pasado, que estaba en la City, no lejos del Banco de Inglaterra, cerca de las murallas de Londres.
El señor Doyce había ido a Twickenham a pasar el día; Clennam había excusado su presencia. Doyce acababa de volver y asomó la cabeza por la puerta abierta del salón de Arthur para darle las buenas noches.
—¡Pase, pase! —dijo Clennam.