La pequeña Dorrit (48 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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—¡Señor! —exclamó Maggy.

—Era la sombra de alguien que se había ido hacía mucho, de alguien que se había ido lejos para no volver nunca, nunca. Era brillante y, cuando la mujer diminuta se la enseñó a la princesa, se sintió muy orgullosa porque era un tesoro, un gran tesoro. Después de pensar un rato, la princesa le dijo a la mujercita: «¿Y la cuidas todos los días?». Ella bajó los ojos y susurró: «Sí». Entonces la princesa dijo: «Dime por qué lo haces». A lo que la mujercita contestó que nunca había pasado por su casa nadie tan bueno ni tan amable y que ése era el motivo. Y dijo también que, además, nadie la echaba de menos, que nadie estaba peor sin ella, que Alguien había ido a reunirse con quienes esperaban…

—¿Ese «Alguien» era un hombre? —preguntó Maggy.

La pequeña Dorrit tímidamente contestó que sí, que eso creía, y prosiguió:

—Había ido a reunirse con quienes lo esperaban y que este recuerdo no lo había robado ni se lo había quitado a nadie. La princesa contestó que bueno, pero que cuando muriera la mujer de la casita se descubriría todo. La mujer diminuta le dijo que no, que cuando llegara el momento la sombra se hundiría lentamente hasta caer en su propia tumba y nadie la encontraría.

—Ah, claro —dijo Maggy—. Sigue, sigue.

—La princesa se quedó muy sorprendida al oír eso, como puedes imaginar, Maggy.

—Con razón —dijo Maggy.

—Así pues, decidió espiar a la mujer diminuta y ver qué pasaba. Todos los días iba con su bello coche a la casita y ahí veía a la mujer diminuta, siempre sola, tejiendo con la rueca, y miraba a la mujer diminuta y la mujer diminuta la miraba a ella. Hasta que un día vio que la rueca estaba quieta porque nadie le daba vueltas y la mujer diminuta, según le dijeron, había muerto.

—Tenían que haberla llevado al hospital —dijo Maggy—, y seguro que se habría curado.

—La princesa, después de llorar un poco por la muerte de la mujercita, se secó los ojos y bajó de su carruaje donde se detenía antes, se acercó a la casita y atisbó por la puerta. No había nadie. No había nadie a quien mirar ni nadie que la mirara, así que fue rápidamente a buscar la sombra atesorada. Pero no la encontró por ningún sitio y entonces supo que la mujer diminuta le había dicho la verdad y que la sombra nunca molestaría a nadie y que se había hundido en silencio en su propia tumba y que la mujer y la sombra descansaban juntas para siempre.

»Y así acaba la historia, Maggy.

El arrebol del atardecer era en ese momento tan luminoso en el rostro de la pequeña Dorrit que se puso una mano delante para hacer un poco de sombra.

—¿Tenía que ser vieja? —preguntó Maggy.

—¿La mujer diminuta?

—Sí.

—No lo sé —contestó la pequeña Dorrit—, pero habría sido exactamente igual si hubiera sido vieja.

—¡Ah! —exclamó Maggy—. Bueno, supongo que sería igual —y se quedó mirando fijamente, pensativa.

Estuvo sentada durante tanto tiempo con los ojos muy abiertos que al final la pequeña Dorrit, para que reaccionara, se levantó y cerró la ventana. Al echar un vistazo al patio, vio a Pancks entrar y mirar por el rabillo el ojo.

—¿Quién es, madrecita? —preguntó Maggy. Estaba también ahora en la ventana y se apoyaba en el hombro de la pequeña Dorrit—. Lo veo entrar y salir muchas veces.

—He oído que lo llamaban adivino —dijo la pequeña Dorrit— pero dudo de que pueda decir el pasado y el presente de la gente.

—¿No podría haber adivinado la suerte de la princesa? —preguntó Maggy.

La pequeña Dorrit miró meditativa por el oscuro valle de la cárcel y negó con la cabeza.

—¿Ni de la mujer diminuta? —preguntó Maggy

—No —dijo la pequeña Dorrit. La puesta de sol la iluminaba de pies a cabeza—. Pero vale más que nos alejemos de la ventana.

Capítulo XXV

Conspiradores y otros personajes

El domicilio particular del señor Pancks se encontraba en Pentonville, donde se alojaba en el segundo piso de la casa de un modesto especialista en leyes; este caballero tenía una puerta interior, pasado el portal, que se cerraba con un muelle y se abría con un chasquido, como si fuera una trampa, y en el montante de abanico de la puerta había escrito: «Rugg, agente, contable, cobro de deudas».

Esta inscripción, majestuosa en su severa simplicidad, iluminaba un diminuto jardín que daba a una calle sedienta donde unas pocas hojas cubiertas de polvo llevaban una vida de ahogos. El primer piso lo ocupaba un profesor de caligrafía que animaba la verja del jardín con muestras selectas, enmarcadas y con un cristal, de lo que eran capaces de hacer sus alumnos antes de seis lecciones (mientras la joven familia del profesor movía la mesa) y de lo que sabían después de seis clases (cuando la familia se contenía). Las habitaciones alquiladas del señor Pancks se reducían a un dormitorio espacioso; había acordado con el casero, el señor Rugg, que, de acuerdo con cierta escala de pagos definida con precisión, y con aviso previo, podía compartir el desayuno, el almuerzo o la cena del domingo, una, varias o todas de esas comidas, con el señor Rugg y su hija, la señorita Rugg, en el salón trasero.

La señorita Rugg poseía una pequeña propiedad que había adquirido, junto con mucho prestigio en el barrio, tras haber visto su corazón tristemente lacerado y sus sentimientos destrozados por un panadero de mediana edad, residente en el vecindario, contra el cual había considerado necesario proceder judicialmente, con ayuda del señor Rugg, en concepto de daños y perjuicios por la ruptura de una promesa de matrimonio. El abogado de la señorita Rugg había denunciado al panadero por veinte guineas, al precio de dieciocho peniques el epíteto, más los correspondientes daños; el panadero todavía sufría, de vez en cuando, la persecución de los jóvenes de Pentonville. Pero la señorita Rugg, envuelta en la majestad de la ley y tras invertir la indemnización en bonos del Estado, merecía toda la consideración popular.

En compañía del señor Rugg, que tenía el rostro redondo y blanco, como si hiciera tiempo que hubiera perdido la capacidad de sonrojarse, y una cabeza amarilla y ajada como una escoba de deshollinar vieja, y en compañía de la señorita Rugg, que tenía en la cara pecas amarillas del tamaño de botones, y cuyas trenzas pajizas recordaban más un cepillo de fregar que una melena lujuriante, el señor Pancks acostumbraba a comer los domingos desde hacía pocos años, y dos veces por semana, más o menos, disfrutaba de una cena de pan, queso holandés y cerveza negra. El señor Pancks era uno de los pocos hombres en edad de casarse a quien no aterrorizaba la señorita Rugg, y se tranquilizaba con un argumento doble: en primer lugar, «eso no iba a suceder dos veces» y en segundo lugar, «él no merecía el esfuerzo». Protegido por esta doble armadura, el señor Pancks resoplaba ante la señorita Rugg de modo amistoso.

Hasta la fecha, el señor Pancks se había ocupado poco o nada de sus negocios en su domicilio de Pentonville, a no ser cuando estaba en posición horizontal. Pero, en cuanto se convirtió en adivino, con frecuencia se encerraba pasada la medianoche con el señor Rugg en el despachito de delante e, incluso después de esas horas tan inoportunas, la vela de sebo ardía en su dormitorio. Aunque sus deberes como ávido cobrador de su amo de ningún modo se habían visto reducidos y, si bien dicha tarea no guardaba otro parecido con un lecho de rosas que la presencia de espinas, una nueva dedicación le exigía una atención constante. Cuando por la noche dejaba de remolcar al Patriarca tiraba de una embarcación anónima y seguía trabajando en otras aguas.

Tal vez no le costara pasar de la relación distante con Chivery padre al trato con la amable esposa y su desconsolado hijo; fuera o no fácil, no tardó en dar el paso. A las dos semanas de haberse presentado en el Internado por primera vez, estaba ya en la tienda de tabacos y se afanaba especialmente en entenderse bien con el joven John. Prosperó en el empeño hasta conseguir sacarlo de su bosquecillo y encomendarle misteriosas misiones, para las cuales el joven empezó a desaparecer de vez en cuando en viajes de dos o tres días de duración. La prudente señora Chivery, admirada del cambio, habría protestado por el perjuicio que causaba a su tienda y al hombre de las Tierras Altas del cartel del establecimiento si no hubiera sido por dos poderosos motivos: el primero, el interés que mostraba John en un asunto del que los viajes parecían ser los primeros pasos, por lo que la mujer imaginaba que sería bueno para su estado de ánimo; el segundo, que el señor Pancks, en secreto, había acordado pagarle por la ocupación de su hijo la hermosa cantidad de siete chelines con seis peniques diarios. La idea había partido de Pancks y se la había planteado en términos sucintos: «Señora, si su John tiene la debilidad de no aceptarlo, no es motivo para que usted no lo haga, ¿verdad? Así que quede entre nosotros, señora, los negocios son los negocios, ¡aquí tiene usted!».

De la actitud del señor Chivery no se podía deducir si sabía algo o nada de estas cosas. Hemos dicho ya que era hombre de pocas palabras; podría añadirse que tenía la costumbre profesional de guardarlo todo bajo llave. Encerraba sus sentimientos igual que encerraba a los deudores de Marshalsea. Incluso su faceta de tragaldabas parecía formar parte de su afición a las puertas cerradas; en cualquier caso, en otros asuntos, no cabe duda de que mantenía la boca tan cerrada como la puerta de Marshalsea. No la abría nunca porque sí. Cuando era necesario dejar salir a alguien, la abría un poquito y sólo el tiempo justo, y luego la cerraba.

Del mismo modo que hacía esperar al visitante que quería salir y aguardaba para ver si alguien quería entrar, de manera que un solo giro de la llave sirviera para dos personas, a menudo se ahorraba una palabra si se daba cuenta de que venía otra de camino y así soltaba las dos a un tiempo. Era tan poco probable que su rostro ofreciera una llave para averiguar lo que pensaba como que la llave de Marshalsea arrojara indicios sobre los caracteres individuales y las historias que encerraba.

Que el señor Pancks se sintiera inclinado a invitar a alguien a comer a Pentonville era un hecho sin precedentes. Pero invitó a John hijo e incluso lo expuso a las peligrosas fascinaciones (por el precio que tenían) de la señorita Rugg. El banquete se fijó para un domingo y la señorita Rugg, con sus propias manos, rellenó para la ocasión una pata de cordero con ostras y la llevó a cocer al horno del panadero; que no era «el» panadero sino otro. También se aprovisionó de manzanas, naranjas y nueces. Y el sábado por la noche el señor Pancks llevó a la casa una botella de ron para alegrar el corazón del visitante.

La abundancia de cosas apetitosas no fue lo más importante de la recepción, sino el ambiente cordial y familiar. Cuando John hijo apareció a la una y media sin el bastón con empuñadura de marfil y sin el chaleco con ramas doradas, el sol despojado de su esplendor por catastróficas nubes, el señor Pancks lo presentó a los rubios Rugg como el joven al que con frecuencia aludía como enamorado de la señorita Dorrit.

—Me alegro de tener el honor de conocerlo, señor —dijo el señor Rugg—. Sus sentimientos lo honran. Es usted joven, ojalá sean para siempre. Si yo hubiese de sobrevivir a mis propios sentimientos —dijo el señor Rugg, que era hombre de muchas palabras al que tenían por un buen orador—, si hubiera de sobrevivir a mis propios sentimientos, dejaría en mi testamento cincuenta libras al hombre que me quitara la vida.

La señorita Rugg suspiró.

—Mi hija, caballero —dijo el señor Rugg—. Anastatia, para ti no serán nuevos los sentimientos de este joven. Mi hija ha pasado por algunas duras pruebas —el señor Rugg habría sido más preciso si lo hubiera dicho en singular— y comprende su estado.

John hijo, abrumado por ese recibimiento tan afectuoso, manifestó cuáles eran sus sentimientos.

—Me da envidia, señor —dijo el señor Rugg—, permita que le coja el sombrero, tenemos pocos percheros, lo pondré en el rincón, nadie lo pisará, lo que le envidio, señor, es el lujo de sus sentimientos. Pertenezco a una profesión en la que algunas veces se nos niega ese lujo.

John hijo contestó que sólo confiaba en portarse correctamente y expresar todo el afecto que le inspiraba la señorita Dorrit. Quería ser poco egoísta y esperaba serlo. Quería hacer todo lo que estuviera en su mano para servir a la señorita Dorrit y desvanecerse sin que ella lo viera, y esperaba estar haciéndolo. Era poco lo que podía hacer, pero esperaba hacerlo.

—Caballero —dijo el señor Rugg, cogiéndolo de la mano—, es usted un hombre al que merece la pena conocer. Es usted un joven al que desearía poner en el estrado de los testigos para humanizar el pensamiento de la profesión legal. Espero que haya traído usted consigo buen apetito y la intención de usar el cuchillo y el tenedor.

—Gracias, señor —contestó John hijo—, últimamente no como mucho.

—Tampoco comía mi hija —le dijo Rugg en un aparte— cuando, en defensa de sus sentimientos y su sexo ofendido, se convirtió en demandante representada por Rugg y Bawkins. Supongo que podría haber alegado, señor Chivery, de haberlo considerado necesario, que en aquellos momentos mi hija ingería poco más de media libra por semana.

—Me parece que yo como un poco más, señor —contestó el joven vacilando, como si se avergonzara.

—Pero en su caso no se trata de un demonio con forma humana —dijo el señor Rugg subrayando su argumentación con una sonrisa y un ademán—. Téngalo en cuenta, señor Chivery, no es un demonio con forma humana.

—No claro, señor —añadió John hijo con sencillez—. Lo lamentaría mucho si lo fuera.

—Es el sentimiento que cabía esperar de una persona con sus principios. Mi hija se sentiría muy afectada si lo oyera. Como veo que viene con el cordero, me alegro de que no lo haya oído. Señor Pancks, en esta ocasión, le ruego que se siente delante de mí. Querida, ponte delante del señor Chivery. Demos gracias (también la señorita Dorrit) por lo que vamos a recibir.

De no haber sido por el tono burlón de la gratitud del señor Rugg, habría parecido que esperaban que la señorita Dorrit los acompañara en cualquier momento. Pancks reconoció la broma del modo habitual y tomó su forraje del modo habitual. La señorita Rugg, tal vez recuperando el tiempo perdido, se dedicó a comer cordero con entusiasmo y pronto sólo quedó el hueso. El pudin de pan y mantequilla desapareció rápidamente y de la misma manera se desvaneció una cantidad considerable de queso y rábanos. Luego llegó el postre.

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