La pequeña Dorrit (43 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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Clennam contestó ambas cartas ahí mismo con ayuda de un lápiz y de la cartera; envió al padre lo que pedía y se disculpó con el hijo por no poder acceder a su petición. Luego encargó a Maggy que entregara las respuestas y le dio el chelín que perdía por no haber conseguido parte de su objetivo.

Después, regresó con la pequeña Dorrit y paseaban de nuevo cuando ésta exclamó de repente:

—Será mejor que me vaya, es mejor que me vaya a casa.

—No se aflija —dijo Clennam—. He contestado las cartas, no era nada importante. Ya lo sabe usted, no era nada importante.

—Pero me da miedo dejarlo —contestó ella—. Me da miedo dejarlos a los dos. Cuando no estoy, pervierten hasta a Maggy, aunque lo hagan sin querer.

—Era un recado muy inocente, pobrecilla. Y al ocultárselo a usted no me cabe duda de que sólo quería ahorrarle las molestias.

—Sí, eso espero, eso espero. Pero ¡es mejor que me vaya a casa! El otro día, mi hermana me dijo que me había acostumbrado tanto a la cárcel que ya tenía su tono y su carácter. Será eso. Estoy segura de que así es cuando veo estas cosas. Mi sitio está ahí. Estoy mejor ahí. No es considerado por mi parte estar aquí cuando no puedo hacer nada. Adiós. ¡Habría sido mejor que me quedara en casa!

Lo dijo con tanta angustia, como si se le escapara del corazón oprimido, que a Clennam le costó contener las lágrimas.

—¡No la llame «casa», criatura! —suplicó—. Me resulta doloroso oírselo decir.

—Pero ¡si es mi casa! ¿Qué otra tengo? ¿Por qué iba a olvidarlo por un solo momento?

—No lo olvida nunca, querida pequeña Dorrit, cuando se trata de hacer algo bueno.

—¡Eso espero, eso espero! Pero es mejor para mí que me quede ahí, mucho mejor; cumplo mejor con mi deber y soy más feliz. Por favor, no me acompañe, déjeme ir sola. Adiós, Dios le bendiga, gracias, gracias.

Clennam tuvo la sensación de que era preferible respetar su ruego y no se movió mientras la menuda silueta se alejaba rápidamente. Cuando ésta desapareció con un aleteo, volvió el rostro hacia el agua y se quedó pensando.

Sin duda, la había entristecido descubrir la existencia de esas cartas, pero ¿tanto y de modo tan incontenible?

No.

Cuando vio a su padre mendigar con aquel ajado disfraz, cuando le pidió a él que no le diera dinero, estaba triste, pero no de esa manera. Algo la volvía ahora más sensible que antes. ¿Aquella persona que se encontraba a una distancia inalcanzable? ¿O era sólo una vaga sospecha al comparar el río inquieto que pasaba bajo el puente con el mismo río aguas arriba, el rumor regular bajo la proa del barco, el apacible fluir de la corriente a velocidad constante, aquí los juncos, allá los lirios, sin incertidumbres ni desasosiegos?

Clennam siguió pensando un buen rato en la pobre criatura, la pequeña Dorrit; pensaba en ella al volver a casa; pensaba en ella por la noche; pensaba en ella al amanecer del día siguiente. Y la pobre niña Dorrit pensaba en él —tan fiel, ah, demasiado fiel— cubierta por la sombra del muro de Marshalsea.

Capítulo XXIII

La máquina se pone en marcha

El señor Meagles había estado tan activo en la negociación con Daniel Doyce que Clennam le había confiado que no tardó en tenerla lista, y una mañana lo visitó a las nueve para darle su informe.

—Doyce le está muy agradecido por su buena opinión —empezó diciendo— y no hay nada que desee tanto como que examine usted los asuntos de su taller y comprenda por completo lo que hace. Me ha dado las llaves de todos sus libros y papeles, aquí las tengo, tintineando en el bolsillo, y el único encargo que me ha hecho ha sido: «Que el señor Clennam sepa exactamente todo lo que yo sé. Si al final no llegamos a un acuerdo, él sabrá respetar el secreto. Si, para empezar, no estuviera completamente seguro de que lo iba a respetar, no querría trabajar con él». Como ve, estas palabras definen a Daniel Doyce.

—Un personaje honorable.

—Sí, por supuesto, no tengo la menor duda. Raro, pero honorable. Aunque muy raro. ¿Podrá creer, Clennam —dijo el señor Meagles, divertido ante la excentricidad de su amigo—, que pasé toda una mañana en la plaza-como-se-llame…

—¿Del Corazón Sangrante?

—Pasé toda una mañana en la Plaza del Corazón Sangrante antes de poder convencerlo.

—¿Y por qué?

—¿Que por qué, amigo mío? En cuanto mencionaba su nombre en relación con el asunto, se negaba.

—¿Se negaba por mi culpa?

—En cuanto lo nombré, Clennam, dijo: ¡Eso no funcionará! ¿Qué quería decir?, le pregunté. Da igual, Meagles, no funcionará. ¿Por qué no funcionará? No se lo va a creer, Clennam —dijo Meagles, aguantando la risa—, pero decía que no podía ser porque, cuando volvieron juntos de Twinckenham, la conversación que tuvieron fue derivando hacia una charla amistosa, en el curso de la cual él hizo referencia a su intención de tomar un socio; en aquel momento él suponía que usted era un hombre tan firmemente establecido como la catedral de San Pablo. «Y ahora el señor Clennam podría creer, si se lo propusiera, que aquella charla sincera iba con segundas y yo tenía un motivo oculto. Cosa que no puedo soportar, que soy demasiado orgulloso para soportar», dice.

—Si yo sospechara…

—Claro que sí —interrumpió Meagles— y eso le dije. Pero me costó toda una mañana convencerlo; y creo que nadie más lo habría conseguido (a mí me conoce y me aprecia desde hace tiempo). En fin, Clennam, superado este obstáculo profesional, Doyce decidió que, antes de volver a tratar con usted, yo tenía que examinar los libros y formarme una opinión. He mirado los libros y me he formado una opinión. «¿A favor o en contra?», me preguntó Doyce. «A favor», contesté. «Entonces, amigo mío —dijo él—, puede procurar a Clennam los medios para que él se forme su propia opinión. Para permitírselo con total libertad y sin coacciones, me iré de la ciudad una semana». Y se ha ido —dijo Meagles—. He aquí la magnífica conclusión del asunto.

—Lo que me deja a mí una grata impresión de su sinceridad y de… —dijo Clennam.

—Y de su rareza —interrumpió Meagles—. ¡Eso mismo me parece a mí!

No era exactamente la palabra que tenía Clennam en los labios, pero se abstuvo de interrumpir a su bien humorado amigo.

—Y ahora —añadió Meagles— puede empezar usted a estudiarlo todo en cuanto quiera. Me he comprometido a explicarle lo que necesite explicación, pero tengo que ser estrictamente imparcial y no puedo hacer nada más.

Empezaron sus investigaciones en la Plaza del Corazón Sangrante aquella misma tarde. Era fácil detectar, para unos ojos experimentados, algunas excentricidades en la manera que tenía Doyce de manejar sus asuntos, pero siempre implicaban alguna ingeniosa simplificación de una dificultad y algún camino recto hacia el fin deseado. Que los libros estaban atrasados y que necesitaba ayuda para desarrollar todas las posibilidades del negocio era cosa clara; pero ahí aparecían bien expuestos los resultados de iniciativas tomadas durante muchos años y se distinguían con facilidad. Nada se había hecho pensando en una investigación; todos eran documentos en traje de trabajo y con un orden tosco y honrado. Los cálculos y las entradas, que eran muchos, estaban escritos del puño y letra de Doyce, con rotundidad, y, si bien no eran muy precisos, resultaban siempre claros y útiles para el caso. Arthur pensó que un registro más elaborado y llamativo —probablemente, como sería el del Negociado de Circunloquios— sería mucho menos útil, dado que su objetivo primordial habría sido hacerlo menos inteligible.

Después de tres o cuatro días de trabajo constante, Clennam dominaba ya todos los datos que debía conocer. El señor Meagles estuvo a mano todo ese tiempo, dispuesto siempre a iluminar los puntos oscuros con la lámpara de seguridad de su conocimiento de la balanza y la palita. Acordaron entre los dos la cantidad que sería justo ofrecer por la compra de la mitad del negocio y, a continuación, el señor Meagles quitó el lacre al documento en el que Daniel Doyce había apuntado la cantidad en que lo valoraba, que era incluso un poco inferior. Así, cuando Daniel regresó, se encontró con el asunto prácticamente concluido.

—Puedo ahora confesarle, señor Clennam —dijo con un cordial apretón de manos—, que si hubiera buscado un socio en cielo y tierra, no creo que hubiera encontrado otro más a mi gusto.

—Lo mismo le digo —contestó Clennam.

—Y les diré yo a los dos que se complementan perfectamente —añadió Meagles—. Usted, Clennam, con su sentido común, lo mantendrá a raya, y usted, Dan, Dan, con su…

—¿Mi sentido poco común? —sugirió Daniel con su plácida sonrisa.

—Puede llamarlo así si quiere… cada uno de ustedes será una mano derecha para el otro. Y, en mi calidad de hombre práctico, les tiendo la mía por si la necesitan.

La compra se hizo efectiva en el plazo de un mes. Dejó a Arthur en posesión de un capital inferior a unos pocos cientos de libras, pero abría ante él una carrera activa y prometedora. Los tres amigos comieron juntos para festejar la ocasión; también los trabajadores del taller y sus mujeres e hijos lo celebraron; incluso se comió carne abundante en la Plaza del Corazón Sangrante. A los dos meses, los vecinos de la Plaza del Corazón Sangrante volvían a estar tan familiarizados con la escasez que habían olvidado ya el festín; cuando nada parecía nuevo en el negocio excepto la inscripción en la entrada que decía «Doyce y Clennam»; y hasta el mismo Clennam, que llevaba años pensando en emprender un negocio de esas características.

El pequeño despacho de contabilidad que tenía reservado era una pequeña habitación de cristal y madera al fondo de un taller largo, de techo bajo, lleno de bancos, tornillos de trabajo, herramientas, correas y ruedas; éstas, cuando estaban engranadas con el motor de vapor, giraban como si tuvieran la misión suicida de moler el negocio hasta dejarlo reducido a polvo y destrozar el taller. Unas trampillas en el suelo y el techo, que daban al taller de abajo y al taller de arriba, dejaban pasar un rayo de luz que a Clennam le recordaba el dibujo del álbum que tenía de pequeño en el que unos rayos similares eran testigos del asesinato de Abel. Los ruidos estaban lo bastante alejados del despacho para transformarse en un incansable rumor, en el que se mezclaban periódicamente tintineos y golpes. Las siluetas de los pacientes trabajadores se veían ennegrecidas por limaduras de hierro y acero que bailaban en torno a cada banco de trabajo y se colaban por las grietas de las tablas. Se accedía al taller desde el patio exterior, a menor altura, por una escalera de mano, que servía de cobijo para la gran muela en la que se afilaban las herramientas. El conjunto le parecía a Clennam muy agradable y práctico, un cambio bienvenido; y cuando alzaba los ojos de la primera tarea que se había impuesto, la de poner en orden todos los documentos, miraba aquellas cosas con una sensación de placer vocacional totalmente nueva.

Así fue que un día, al alzar los ojos, se vio sorprendido por una capota que asomaba dificultosamente por la escalera. La insólita aparición fue seguida de otro sombrero. Entonces se dio cuenta de que la primera capota estaba en la cabeza de la tía del señor F. y que la segunda estaba en la cabeza de Flora, que parecía haber empujado escaleras arriba con gran dificultad al legado de su marido. Si bien no le entusiasmó la aparición de tales visitas, Clennam se apresuró a abrir la puerta de la oficina y sacarlas del taller, rescate de lo más necesario pues la tía del señor F. estaba ya tropezando con algo y amenazando a la máquina de vapor como institución con el bolso pétreo que llevaba.

—Bendito sea Dios, Arthur (debería decir señor Clennam, que es mucho más adecuado), cómo hemos tenido que trepar para llegar hasta aquí, y cómo vamos a bajar sin salida de incendios, la tía del señor F. resbalará por las escaleras y se hará daño, y ¡cómo se encuentra usted entre máquinas y fundiciones sin decírnoslo! —exclamó Flora, sin aliento. Entre tanto, la tía del señor F. se frotaba sus queridos empeines con la sombrilla y miraba a su alrededor con afán de venganza—. Qué malo ha sido usted, no ha vuelto a visitarnos desde ese día, aunque claro, cómo va usted a sentirse tentado por nuestra casa, si está usted mucho mejor comprometido, no lo dudo, aunque no sé si ella es rubia o morena, tiene los ojos claros o negros, aunque estoy segura de que será muy distinta a mí en todo, porque yo soy una decepción para usted, lo sé muy bien, y usted hace muy bien en quererla a ella, pero qué más da lo que yo diga, ¡si casi no sé ni yo misma lo que digo, bendito sea Dios!

Entre tanto, Arthur les había preparado dos sillas en el despacho. Mientras Flora se desplomaba en la suya, lo miró como en otros tiempos.

—Y pensar en Doyce y Clennam, y en quién será ese Doyce —prosiguió Flora—: sin duda, un hombre encantador, quizá casado, quizá con una hija, ¿tiene una hija? Claro, así se entiende la sociedad, no me diga nada, ya sé que no tengo derecho a preguntar, ya que la cadena de oro que en otros tiempos nos unía se rompió y bien estuvo que se rompiera. —Flora puso una mano entre las suyas y le dirigió otra mirada como en los viejos tiempos—. Querido Arthur, ay, cómo pesa la costumbre, lo de señor Clennam es mucho más adecuado y apropiado en las circunstancias actuales, debo rogarle que me disculpe por tomarme la libertad de invadirlo en memoria de los viejos tiempos, aunque se hayan ido para siempre y nunca vayan a volver, y presentarme con la tía del señor F. para felicitarlo y ofrecerle nuestros mejores deseos, porque estoy segura de que esto es mejor que la China, y está mucho más cerca, aunque esté más alto.

—Me alegro mucho de verlas —dijo Clennam—. Y gracias, Flora, le agradezco mucho que me recuerde tan afectuosamente.

—En todo caso, eso es más de lo que puedo decir yo —replicó Flora—, porque me podría haber muerto y podrían haberme enterrado veinte veces sin que usted se hubiera acordado sinceramente de mí, a pesar de lo cual me gustaría hacer una última observación y darle una última explicación…

—Querida señora Finching… —interrumpió Arthur, alarmado.

—Oh, no me llame por ese nombre tan desagradable, ¡llámeme Flora!

—Flora, ¿cree que merece la pena que vuelva a darme explicaciones? Le aseguro que no me hacen ninguna falta, estoy satisfecho, plenamente satisfecho.

En ese momento, la tía del señor F. los interrumpió con una afirmación inexorable y terrible:

—¡En la carretera de Dover hay mojones!

Descargó ese proyectil con una hostilidad tan mortal contra la raza humana que Clennam no supo cómo defenderse; tanto más cuanto que estaba ya perplejo ante el honor de una visita de aquella dama venerable que, sin la menor duda, lo aborrecía completamente. No pudo por menos de mirarla atónito mientras la mujer exhalaba amargura y desprecio, con la vista fija en la lejanía. Sin embargo, Flora recibió la observación como si hubiera sido de lo más pertinente y agradable, y señaló con gesto de aprobación que la tía del señor F. era muy ingeniosa. Ya fuera estimulada por el cumplido o por su indignación ardiente, la ilustre mujer añadió:

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