El hermano Bellows iba de camino a saludar al Busto y sólo pudo comunicarles al pasar que había oído decir, con gran verosimilitud, que el negocio había sido, en total, de medio millón de libras.
El Almirantazgo manifestó que el señor Merdle era un hombre magnífico; el Tesoro proclamó que era un nuevo poder en el país y que podría comprar el Parlamento entero. El Obispado declaró que se alegraba al pensar que tanta riqueza había fluido hacia las arcas de un caballero que estaba siempre dispuesto a defender lo que mejor convenía a la Sociedad.
Por lo general, el señor Merdle llegaba tarde a estas ocasiones, dado que era un hombre retenido por las garras de gigantescas empresas cuando otros hombres se habían sacudido ya a los enanos que los ocupaban durante el día. Esta vez también fue el último en llegar. El Tesoro dijo que el trabajo de Merdle lo tenía un poco esclavizado. El Obispado dijo que le alegraba pensar que tanta riqueza había fluido hacia las arcas de un caballero que la aceptaba con mansedumbre.
¡Pelucas empolvadas! Era tan abundante el servicio con peluca empolvada que el polvo condimentaba la cena. Las partículas caían en los platos, y los alimentos de la Sociedad estaban sazonados con lacayos de primera clase. El señor Merdle acompañó hasta el piso de abajo a una condesa secuestrada en lo más profundo de un inmenso vestido, como el cogollo de una inmensa col. Si se admite un símil tan rústico, el vestido bajaba por la escalera como uno de esos personajes que se cubren de vegetación en las fiestas de mayo y nadie sabe quién es la persona que ocultan las ramas.
La Sociedad tenía para cenar todo lo que quisiera e incluso lo que pudiera no querer. Tenía de todo para mirar, para comer y para beber. Es de esperar que lo disfrutara; porque lo que consumió el señor Merdle se habría pagado con dieciocho peniques. La señora Merdle estaba magnífica. Y el jefe de los mayordomos, en cuanto a magnificencia, aquel día ocupaba el segundo lugar. No hacía nada, pero tenía un aspecto que pocos hombres podrían igualar. Era la última donación del señor Merdle a la Sociedad. Al señor Merdle no le gustaba y, cuando aquella gran criatura lo miraba, perdía la calma, pero la insaciable Sociedad lo quería y ahí lo tenía.
En el momento habitual de la diversión, la invisible condesa se llevó consigo la vegetación y la hilera de bellezas se puso en marcha con el Busto en último lugar. El Tesoro la comparó con Juno; el Obispado con Judith. La Abogacía se lanzo a discutir con la Guardia a Caballo a propósito de los consejos de guerra. Los hermanos Bellows y la Judicatura intervinieron. Otros prohombres fueron trabando conversación en parejas. El señor Merdle permanecía sentado en silencio mirando el mantel. De vez en cuando, un prohombre se dirigía a él para incorporarlo a su conversación; pero el señor Merdle pocas veces prestaba atención y hacía poco más que despertar momentáneamente de sus cálculos mentales y pasarle el vino.
Cuando se levantaron, tantos eran los prohombres que tenían algo que decirle personalmente al señor Merdle que éste tuvo que ir celebrando breves audiencias junto al aparador, uno por uno, mientras salían por la puerta.
El Tesoro le dijo que deseaba felicitar a uno de los capitalistas ingleses de fama mundial, a un príncipe del comercio, por su nuevo logro (había expresado ya varias veces este genuino sentimiento en el Parlamento y le resultaba fácil repetirlo). Difundir los triunfos de hombres como él era difundir los triunfos y recursos de la nación; el Tesoro se sentía —quería que el señor Merdle lo supiera— patriótico a raíz de este asunto.
—Gracias, milord —contestó Merdle—. Muchas gracias. Acepto sus felicitaciones con orgullo y me alegro mucho de su aprobación.
—Pero no le doy el visto bueno sin reservas, señor Merdle —el Tesoro lo cogió por el brazo, se lo llevó hacia el aparador y añadió en tono jocoso—, ya que no tiene usted la intención de unirse a nosotros y ayudarnos.
El señor Merdle se sintió muy honrado por…
—No, no —interrumpió el Tesoro—, no debería verlo así una persona como usted, que se distingue por sus conocimientos prácticos y una gran previsión. Si tuviéramos control sobre las circunstancias y pudiéramos rogar que se uniera a nosotros a una persona tan influyente, de sus conocimientos y carácter, sólo podríamos proponérselo como un deber. De hecho, como un deber para con la Sociedad.
El señor Merdle proclamó que la Sociedad era la niña de sus ojos, que sus exigencias eran para él de la mayor importancia y pasaban por encima de cualquier otra consideración. El Tesoro se fue y llegó el prohombre de la Abogacía. Éste, con la ligera inclinación judicial propiciatoria que lo caracterizaba y jugueteando con sus persuasivos anteojos, manifestó su deseo de que lo disculpara si traía a colación ante uno de los grandes transformadores de la raíz de todo mal en la raíz de todo bien, ante un hombre que durante tanto tiempo había impreso su lustre y su brillo en los anales de un país tan comercial como el nuestro… si mencionaba, desinteresadamente, y en calidad de lo que ellos, los abogados, denominaban pedantemente
amicus curiae
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, un hecho del que había tenido noticia casualmente: le habían pedido que examinara los títulos de propiedad de una finca de considerable extensión situada en los condados del este del país. Para ser exactos, ya que el señor Merdle sabía que a los abogados les gustaba ser exactos, en la frontera de dos de los condados del este. Así pues, los títulos eran perfectamente válidos y bien podría comprar esas fincas en unas condiciones muy ventajosas quien tuviera a su alcance… dinero (pequeña reverencia judicial y persuasiva mirada a través de los anteojos). Precisamente, había tenido conocimiento de los hechos ese mismo día y se le había ocurrido que «si tenía el honor de cenar con mi queridísimo amigo el señor Merdle esta noche, y en un aparte, con discreción, le plantearé esa oportunidad». Semejante compra no supondría únicamente una gran influencia política completamente legítima, sino también media docena de beneficios eclesiásticos que ascendían a una considerable renta anual. Por supuesto, sabía que el señor Merdle no tenía la menor dificultad a la hora de encontrar medios para ocupar justísimamente su capital y emplear justísimamente su intelecto, tan vigoroso como activo, lo sabía perfectamente; pero se aventuraba a hacer la siguiente elucubración: si una persona que, merecidamente, había llegado a ocupar una posición tan elevada y a labrarse una reputación tan sólida en toda Europa no estaba obligada… no diría consigo misma, pero sí con la Sociedad, a hacerse cargo de tales influencias y ejercerlas, no para sí ni para los suyos, sino en beneficio de la Sociedad.
El señor Merdle se mostró de nuevo como un sumiso devoto a ese objeto de su atención constante, y la Abogacía subió al piso de arriba por las grandes escaleras llevándose consigo los persuasivos anteojos. A continuación, al desgaire, el Obispado se aproximó al aparador.
El Obispado comentó, como quien no quiere la cosa, que, sin duda, los bienes de esta tierra difícilmente podrían estar en mejores manos que cuando se acumulaban bajo el toque mágico de los hombres más sabios y sagaces, hombres que, al tiempo que conocían el justo valor de la riqueza (en este punto el obispado intento adoptar un aire de extrema pobreza), eran conscientes de la importancia que ésta tenía cuando era juiciosamente administrada y correctamente distribuida para el beneficio común de todos nuestros hermanos.
El señor Merdle expresó con humildad su convicción de que el Obispado no estaría refiriéndose a él y a continuación, con total incoherencia, expresó su gratitud por la buena opinión que de él tenía el Obispado.
Llegados a ese punto, el Obispado adelantó una pierna bien torneada, como si dijera al señor Merdle: «No se preocupe por los atuendos episcopales, son meras convenciones», y expuso el caso a su buen amigo: ¿no se le había ocurrido a su buen amigo que la Sociedad podría tener esperanzas fundadas en que alguien tan afortunado en sus empresas y cuyo ejemplo, dado el lugar destacado que ocupaba, era tan influyente, enviara un poco de dinero para una misión en África o algo similar?
Después de que el señor Merdle contestara que meditaría sobre la idea, el Obispado le planteó otra pregunta: deseaba saber si su buen amigo se había interesado por el desarrollo del Comité Mixto para la Dotación Adicional de Dignatarios y si se le había ocurrido que sería una gran idea bellamente ejecutada aportar un poco de dinero.
El señor Merdle contestó de modo similar y el Obispado explicó los motivos de su interés: la Sociedad confiaba en que hombres como su buen amigo hicieran cosas así. No es que fuera él, en concreto, quien albergara tales esperanzas: era la misma Sociedad quien lo hacía. Como tampoco era Nuestro Comité quien necesitaba la Dotación Adicional de Dignatarios, sino la Sociedad, que no veía la hora de conseguirla. Aseguraba humildemente a su buen amigo que era extremadamente sensible a su buena opinión en cuanto a lo que mejor convenía a la Sociedad; y consideraba que estaba, a un tiempo, representando tal conveniencia y exponiendo los sentimientos de la Sociedad al desearle que siguiera prosperando, siguiera enriqueciéndose y siguiera todo bien en general.
El Obispado marchó escaleras arriba y los otros prohombres lo siguieron hasta que en el piso de abajo no quedó nadie más que el señor Merdle. Este caballero, después de contemplar el mantel hasta que el alma del jefe de los camareros se iluminó con un noble resentimiento, siguió lentamente a los demás y se confundió entre la masa que subía por la escalera. La señora Merdle estaba en su salsa, exhibía las mejores joyas, la Sociedad tenía lo que había ido a buscar y el señor Merdle bebía en un rincón un poco de té por valor de dos peniques y, en conjunto, recibía más de lo que quería.
Entre los prohombres de la fiesta se encontraba un famoso médico que a todos conocía y al que todos conocían. Al llegar a la puerta, se topó con el señor Merdle tomando un té en el rincón y le dio un golpecito en el brazo.
—Oh, es usted —dijo Merdle, sobresaltado.
—¿Se encuentra mejor hoy?
—No, no estoy mejor —contestó Merdle.
—Es una pena que no lo haya visto esta mañana. Vaya a verme mañana o permita que venga yo.
—¡De acuerdo! Ya me pasaré por su casa.
La Abogacía y el Obispado estaban cerca mientras se desarrollaba este breve diálogo y, cuando la multitud arrastró al señor Merdle, se pusieron a departir con el médico. La Abogacía dijo que había cierto punto de tensión mental que un hombre no podía superar; que el punto variaba en función de las diversas texturas del cerebro y las peculiaridades de la constitución, según había tenido ocasión de observar en varios de sus colegas más sabios, y, si se cruzaba cierto límite, se caía en la depresión y la dispepsia. Sin querer entrometerse en los sagrados misterios de la medicina, deducía (dijo con la inclinación judicial y moviendo los persuasivos anteojos) que ése era el caso de Merdle, ¿no era así? El Obispado contó que, cuando era joven, durante una temporada se dedicó a escribir sermones los sábados, hábito que todos los jóvenes hijos de la iglesia deberían evitar diligentemente, y con frecuencia resultó sensible a la depresión a raíz de una exigencia intelectual excesiva que combatía de la más eficaz de las maneras con una receta que le preparaba la mujer en cuya casa se alojaba; dicha receta consistía en una yema de huevo fresco batida en una copa de jerez, un poco de nuez moscada y azúcar en polvo. Si bien no pretendía someter un remedio tan simple a la consideración de un profesor tan experto en el gran arte de curar, se aventuraba a preguntarle si no sería posible recuperarse de la tensión causada por los cálculos complejos gracias a un estimulante agradable y generoso.
—Sí —dijo el médico—. Los dos tienen razón. Pero también puedo decirles que no localizo la causa del malestar del señor Merdle. Tiene la constitución de un rinoceronte, la digestión de un avestruz y la concentración de una ostra. Y, desde el punto de vista nervioso, el señor Merdle posee un temperamento frío y poco sensible: diría que es tan invulnerable como Aquiles. Les parecerá extraño que un hombre así se encuentre mal sin motivo. Pero no he dado con la causa. Quizá tenga un malestar muy oculto, no lo sé. Sólo puede decir que, hasta la fecha, no lo he descubierto.
No se advertía ni sombra del malestar del señor Merdle en el Busto que exhibía piedras preciosas y rivalizaba con otros escaparates similares; tampoco se advertía ni sombra del malestar del señor Merdle en el joven Sparkler, que iba de sala en sala buscando obsesivamente una joven lo bastante inconveniente y llena de sensatez; no había ni sombra del malestar del señor Merdle en los Barnacle ni en los Stiltstalking —había una auténtica colonia de ellos—, ni tampoco en ninguno de los presentes. Incluso en él, la sombra era muy débil mientras se movía entre la multitud, recibiendo cumplidos.
El malestar del señor Merdle. La Sociedad y él tenían tanto en común que resulta difícil imaginar que tuviera un malestar, si es que lo tenía, y que fuera sólo cosa suya. ¿Realmente tenía un mal muy oculto y algún médico supo dar con él? Paciencia. Entre tanto, la sombra del muro de Marshalsea oscurecía visiblemente a la familia Dorrit a lo largo de todo el recorrido del sol.
Un enigma
El aprecio que el Padre de Marshalsea sentía por el señor Clennam no fue aumentando en la misma proporción que sus visitas. La ceguera de éste en la gran cuestión de los testimonios de agradecimiento no despertaba admiración en el pecho paternal sino cierta tendencia al agravio de ese órgano tan vulnerable, ante el cual semejante ceguera pasaba por signo de insensibilidad impropio de un caballero. Una sensación de desengaño, ocasionada por el descubrimiento de que el señor Clennam apenas poseía esa delicadeza que el Padre de Marshalsea, confiadamente, se había sentido inclinado a atribuirle, empezó a ensombrecer el concepto que tenía de este caballero. El Padre llegó al punto de decir, en su círculo familiar, que temía que el señor Clennam no fuera un hombre de instintos elevados. Señaló que, en su condición pública de representante y dirigente de los miembros del Internado, se alegraba de recibir al señor Clennam cuando acudía a presentarle sus respetos; pero le parecía que, personalmente, no se llevaba bien con él. Tenía la impresión de que le faltaba algo, aunque no sabía qué. Sin embargo, el Padre no daba la menor muestra de descortesía sino que, por el contrario, lo honraba con mucha atención; quizá con la esperanza de que, aunque no fuera un hombre lo bastante inteligente y espontáneo para repetir voluntariamente su primer gesto testimonial, quizá, en el fondo, formara parte de su naturaleza comportarse como un caballero en ese sentido.