Este último descubrimiento lo hicieron los dos amigos en el curso de sus pesquisas. Ni en la taberna en la que entraron ni en ningún otro sitio conocían a una tal señorita Wade que pudiera estar vinculada con la calle que exploraban. Era una de las calles parasitarias: larga, regular, estrecha, desangelada y lúgubre, como un funeral arquitectónico. Preguntaron en varias puertas, en las que vieron a jóvenes abatidos, con el mentón clavado en lo alto de un empinado y corto tramo de escaleras de madera, pero nadie les informó. Recorrieron una de las aceras de la calle y después la otra, mientras dos vendedores de periódicos, que pregonaban un acontecimiento extraordinario que no había sucedido y que jamás sucedería, se metían con sus voces chillonas en las habitaciones secretas; pero no consiguieron nada. Por fin acabaron en la esquina en la que habían empezado; se había hecho bastante de noche y no habían averiguado nada.
Resultó que en esa calle habían pasado varias veces por delante de una casa, mugrienta y aparentemente vacía, con avisos en las ventanas que anunciaban que estaba en alquiler. Los avisos, una excepción en la procesión funeraria, casi equivalían a un adorno. Quizá porque por culpa de ellos no habían tomado la casa en cuenta, o quizá porque los dos amigos habían convenido dos veces, al pasar por delante: «Está claro que no vive ahí», Clennam propuso que volvieran y llamaran a la puerta antes de marcharse definitivamente. El señor Meagles se mostró de acuerdo, y dieron media vuelta.
Golpearon la puerta una vez y pulsaron el timbre una vez, sin respuesta.
—Está vacía —afirmó el señor Meagles, aplicando el oído.
—Otra vez —insistió Clennam, y volvió a llamar.
Después del nuevo golpe oyeron ajetreo en el piso de abajo: alguien subía fatigosamente hacia la puerta.
La entrada estrecha estaba tan oscura que era imposible distinguir cómo era la persona que había abierto, pero parecía que se trataba de una anciana.
—Disculpe la molestia —dijo Clennam—. ¿Podría decirnos dónde vive la señorita Wade?
La voz respondió inesperadamente entre tinieblas:
—Aquí.
—¿Está en casa?
Como no hubo respuesta, el señor Meagles repitió:
—¿Podría decirnos si está en casa?
—Supongo que sí —respondió la voz abruptamente tras otra pausa—. Pasen y lo preguntaré.
La puerta se cerró sumariamente y se encontraron confinados en la casa oscura; la figura desapareció con un crujido de telas, y desde un piso más alto les dijo:
—Suban si quieren; no se van a tropezar con nada.
Ascendieron a tientas por las escaleras guiados por una luz débil, que resultó ser de una farola de la calle que se colaba por una ventana; la figura los dejó enclaustrados en una habitación mal ventilada.
—Esto es muy extraño, Clennam —comentó el señor Meagles en voz baja.
—Extrañísimo —confirmó Arthur en el mismo tono—, pero lo hemos conseguido, y eso es lo importante. ¡Una luz se acerca!
Era una lámpara; la llevaba una anciana muy sucia, muy arrugada y muy seca.
—La señorita está en casa —declaró (era la misma voz de antes)—, viene en seguida.
Después de dejar la lámpara en la mesa, la mujer se limpió las manos con el delantal, cosa que podría haber hecho toda la eternidad sin que le sirviera de nada; miró a los visitantes con unos ojos que poco veían y salió sin volver la espalda.
La dama a la que habían ido a ver, en el caso de que en aquel momento viviera en la casa, se había instalado en ella, al parecer, como en un caravasar oriental. Una alfombrita cuadrada en el centro de la sala, unos pocos muebles que evidentemente no habían sido comprados para esa estancia y un desbarajuste de baúles y artículos de viaje componían su entorno. Algún inquilino anterior había dotado el pequeño y asfixiante apartamento de un espejo, colocado entre dos ventanas, y de una mesa dorada; pero el dorado estaba tan desvaído como las flores del año anterior, y el espejo tan empañado que parecía seguir mostrando mágicamente todas las nieblas y el mal tiempo que alguna vez se habían reflejado en él. Los visitantes tuvieron un par de minutos para estudiar la sala; entonces se abrió la puerta y entró la señorita Wade.
Ésta estaba exactamente igual que la última vez que se habían visto. Igual de hermosa, igual de altiva, igual de impenetrable. No mostró la menor sorpresa al verlos, ni cualquier otra emoción. Les pidió que se sentaran; ella quiso seguir de pie y en seguida reveló estar al tanto del asunto que habían ido a tratar:
—Creo saber a qué debo la amabilidad de esta visita. Vayamos al grano.
—El motivo —intervino el señor Meagles— es Tattycoram, señora.
—Eso suponía.
—¿Sería usted tan amable de decirnos si sabe algo de ella?
—Desde luego. Sé que está aquí, conmigo.
—En tal caso —prosiguió el señor Meagles— permítame decirle que me alegraría que volviese a nuestra casa, que a mi mujer y a mi hija les alegraría que lo hiciera. Lleva mucho tiempo con nosotros; no olvidamos sus acusaciones, y espero que sepamos mostrarnos más comprensivos.
—¿Que espera mostrarse más comprensivo? —replicó la señorita Wade con voz sin tono, tranquila—. ¿Cómo?
—Señorita Wade, creo que mi amigo se refería —intervino Clennam, al ver que su amigo no sabía qué responder— a esos sentimientos tan fuertes que a veces se adueñan de la pobre chica, a esa idea suya de que ocupa una posición inferior. Lo que a veces consigue anular otros recuerdos mejores.
La dama esbozó una sonrisa y posó en Arthur la mirada:
—No me diga.
Fue su única respuesta. Seguía sin hacer el menor movimiento al lado de la mesa con una compostura tan perfecta, que el señor Meagles no podía dejar de mirarla con cierta fascinación, sin poder siquiera dirigirse a Arthur para saber qué hacer a continuación. Después de unos momentos incómodos, Clennam dijo:
—¿Sería posible que el señor Meagles la viera?
—Nada más fácil —dijo ella—. Entra, niña.
La señorita Wade abrió la puerta mientras pronunciaba estas palabras e hizo pasar a la muchacha, cogiéndola de la mano. Era muy curioso verlas una al lado de la otra: la joven, con los dedos que le quedaban libres, se manoseaba la parte delantera del vestido, medio indecisa, medio resuelta; la señorita Wade, con un gesto sereno, la miraba atentamente; daba la sensación, con una fuerza extraordinaria, de que precisamente en ese sosiego (como un velo que sugiere la forma que cubre) se manifestaba la pasión insaciable de su carácter.
—Aquí la tienen ustedes —anunció con la misma voz plana de antes—. Ha venido tu señor, tu amo. Está dispuesto a que vuelvas con él, si reconoces el favor que te hace y decides marcharte. Puedes volver a ser la segundona de la familia, la esclava de las agradables órdenes de su preciosa hija, y obedecer; puedes volver a ser el juguete de la casa, y demostrar qué bondadosa es la familia. Puedes volver a utilizar ese graciosísimo apodo, que con tanta chispa te marca y te diferencia de los demás, pues es importante que seas marcada y diferenciada. (Es por tu origen: no debes olvidar de dónde procedes). Harriet, pueden entregarte de nuevo a la hija de este caballero, y estarías a su lado para que nadie olvide su superioridad y su elegante condescendencia. Puedes volver a disfrutar de todas esas ventajas, y otras muchas parecidas que seguramente te vienen ahora mismo a la cabeza, y que pierdes al haber acudido a mí: las puedes recuperar si les dices a estos caballeros, con toda humildad, lo arrepentida que estás, si regresas con ellos para que te perdonen. ¿Qué vas a hacer, Harriet? ¿Te marchas?
La chica, en la cual, al socaire de esas palabras, la rabia había ido creciendo y el rubor aumentando, respondió alzando los ojos negros y brillantes, cerrando el puño y agarrando los pliegues del vestido que no había dejado de toquetear:
—¡Prefiero morirme!
La señorita Wade, cogiéndole la mano, miró tranquilamente a su alrededor y dijo con una sonrisa:
—¡Caballeros! ¿Qué responden a esto?
La inexpresable consternación del señor Meagles al ver cómo sus motivos y sus actos se tergiversaban le había impedido decir nada hasta ese momento; pero entonces recobró el don de la palabra:
—Tattycoram… —comenzó—, dado que voy a seguir utilizando ese nombre, querida niña, sabiendo como sé que sólo pretendía expresar mi cariño cuando te lo puse, y sabiendo que tú también lo sabes…
—¡No, no lo sé! —exclamó Tattycoram levantando la vista de nuevo, casi desgarrándose el vestido con la mano.
—No, quizá ahora no —reconoció el señor Meagles—; no bajo la mirada de esta dama que no se despega de ti. —La señorita Wade los miró un instante—. Menos aún con la influencia que, según veo, ejerce sobre ti; quizá ahora no lo sepas, pero ya lo sabrás. Tattycoram, no le voy a preguntar a esta dama si realmente cree lo que ha dicho, porque tanto mi amigo como yo sabemos que ha pronunciado sus palabras con la rabia y mala sangre, aunque consigue controlarse con una determinación imposible de olvidar. No te voy a preguntar, con todos los recuerdos que tienes de mi casa y de todo lo que hay en ella, si la crees o no. Sólo voy a decir que no estás obligada a declarar fidelidad ni a mí ni a los míos, que no tienes que pedir perdón; lo único que yo te pido, Tattycoram, lo único, es que cuentes hasta veinticinco.
Ella lo miró brevemente y dijo torciendo el gesto:
—No. Señorita Wade, sáqueme de aquí, por favor.
La lucha que se libraba en su interior ya no tenía freno: ahora se debatía exclusivamente entre la rebeldía de la emoción y la rebeldía de la terquedad. El tono intenso de su piel, la rapidez de su pulso, la aceleración de su respiración, todo la alejaba de la oportunidad de dar marcha atrás.
—No, no, no —repitió en voz baja y ahogada—. Preferiría que me hicieran pedazos. ¡Antes me haría pedazos yo misma!
La señorita Wade, que la había soltado, puso una mano protectora en el cuello de la muchacha y después repitió, con la sonrisa y el tono de antes:
—¡Caballeros! ¿Qué responden a esto?
—¡Ay, Tattycoram, Tattycoram! —gimió el señor Meagles, con un solemne gesto de súplica—. Escucha la voz de esta dama, mira su rostro, piensa en lo que alberga su corazón e imagina el futuro que te aguarda. Niña mía, creas lo que creas, la influencia que esta dama ejerce sobre ti, que nos deja perplejos, y me quedo corto si digo que nos resulta terrible de ver… nace de una pasión más agresiva que la tuya y de un temperamento más violento. ¿Qué vais a hacer juntas? ¿Qué consecuencias traerá vuestra unión?
—Estoy sola, caballeros —dijo la señorita Wade sin alterar el tono ni la actitud—. Digan lo que les plazca.
—Como esta muchacha tan confundida se encuentra en una situación muy difícil —prosiguió el señor Meagles—, podemos prescindir de la buena educación, aunque espero no resultar descortés del todo, pese al perjuicio que usted le causa tan abiertamente delante de mí. Discúlpeme si le recuerdo, y me da igual que ella me oiga, pues debo decirlo, que era usted un misterio para todos nosotros, que no tenía nada en común con ninguno de nosotros, cuando la muchacha, desgraciadamente, se cruzó en su camino. No sé quién es usted, pero no oculta ni puede ocultar el alma oscura que encierra. Si finalmente es una mujer que, por el motivo que sea, obtiene un placer perverso al convertir a otra mujer en una persona tan malvada como usted (y tengo la edad suficiente para saber que existen personas así), aconsejo a Tattycoram que no confíe; también le aconsejo a usted que no confíe en usted misma.
—¡Caballeros! —repitió la señorita Wade con tranquilidad—. Cuando haya terminado… quizá podría usted, señor Clennam, convencer a su amigo…
—No sin intentarlo de nuevo —respondió el señor Meagles firmemente—. Tattycoram, querida niña, cuenta hasta veinticinco.
—No rechace la esperanza, la seguridad, que le ofrece este hombre tan bondadoso —añadió Arthur con voz baja pero enérgica—. Recurra a los amigos que no la han olvidado. ¡Vuelva a pensárselo!
—¡No! ¡Señorita Wade —dijo la chica, cuyo pecho subía y bajaba de forma muy acentuada, con la mano en el cuello—, sáqueme de aquí!
—¡Tattycoram! —exclamó el señor Meagles—. ¡Una vez más! ¡Lo único que te pido, lo único, niña mía! ¡Cuenta hasta veinticinco!
Ella se tapó los oídos con fuerza, enmarañándose la cabellera negra y brillante con el ímpetu del gesto, y volvió decididamente la cara a la pared. La señorita Wade, que la había observado mientras el señor Meagles hacía su último ruego con una extraña sonrisa de atención y con la mano controladora en el pecho, la misma postura con que la había observado debatirse en Marsella, le pasó la mano por la cintura como si se adueñara de ella para siempre.
Y había una visible expresión de victoria en su rostro cuando miró a los visitantes para despedirlos.
—Como es la última vez que tendré este honor —dijo—, y, como ustedes han señalado que no saben quién soy y también les intriga el origen de mi influencia, sepan que ésta procede de una causa común. Su juguete roto nació en las mismas circunstancias que yo. Ella no tiene apellido, yo no tengo apellido. Sus faltas son mis faltas. No tengo nada más que decirles.
Estas palabras las dirigió al señor Meagles, quien salió muy apenado de la sala. Cuando Clennam iba a seguirlo, la señorita Wade le dijo, con la misma compostura y la misma voz sin tono pero con una sonrisa que sólo asoma en los rostros crueles, una sonrisa muy leve en la cual la nariz se levanta, que apenas llega a los labios, que no desaparece poco a poco sino que se aparta bruscamente cuando ya ha cumplido su propósito:
—Espero que la mujer de su querido amigo el señor Gowan se alegre de que su procedencia difiera tanto de la de esta muchacha y la mía, y de que a ella la aguarde un futuro magnífico y elevado.
Desaparición de nadie
Insatisfecho con los esfuerzos realizados para recobrar a su protegida perdida, el señor Meagles le escribió una carta que sólo desprendía bondad y en la que afeaba su conducta, y otra a la señorita Wade. Como las epístolas no obtuvieron ninguna respuesta, ni tampoco otra escrita a la testaruda muchacha por su anterior y joven señora, que, de habérselo permitido, la habría conmovido profundamente (las tres cartas fueron devueltas semanas después, rechazadas en la puerta), delegó en la señora Meagles para el experimento de un encuentro personal. Como a esta respetable dama le fue negada dicha oportunidad y también la entrada a la casa de forma repetida, el señor Meagles volvió a recurrir a Arthur, para que éste hiciera lo que pudiera. Clennam aceptó, pero lo único que descubrió fue que la anciana se había quedado al cargo de la casa vacía, que la señorita Wade se había marchado y que la colección de muebles variopintos había desaparecido; la anciana aceptaba las medias coronas que se le daban, agradeciéndolas amablemente al donante, pero sin ofrecer a cambio la menor información, aunque sí, insistentemente, la posibilidad de examinar el inventario de los objetos e instalaciones legalmente vinculados al edificio y que un joven empleado de la oficina inmobiliaria había dejado en el vestíbulo.