—No sería una vida infeliz, Amy, Estoy hecha para llevar una vida así. Sea por naturaleza o por las circunstancias, da lo mismo, es el tipo de vida para el que estoy hecha.
Estas palabras tenían un tono desolado; pero, con una carcajada breve y orgullosa, Fanny dio otro paseo y, después de pasar por delante de un gran espejo, se detuvo.
—Figura, figura, Amy. Bien, la mujer tiene buena figura. No puedo negarlo, lo concedo. Pero ¿tan por encima se encuentra de las demás? Te aseguro que no lo creo. Da a una mujer mucho más joven la capacidad de vestir como ella, casada, y ya veríamos qué pasaba, querida.
La idea le resultaba agradable y halagadora, por lo que al volverse a sentar estaba más alegre. Le cogió las manos a su hermana y dio con ellas una palmada por encima de su cabeza mientras riendo le miraba la cara.
—Y la bailarina, Amy, que ella casi ha olvidado, la bailarina que no se parecía a mí y a la que yo no le recuerdo, claro que no… bailaría en su vida y bailaría en su camino una melodía que alteraría un poco su tranquilidad, sólo un poco, Amy, sólo un poco.
Al ver la mirada seria e implorante de Amy, Fanny le bajó las manos y le puso una sobre los labios.
—Venga, no me lleves la contraria, niña —dijo, más severa—, porque no conseguirás nada. Entiendo de estos asuntos mucho más que tú. Todavía no he tomado una decisión, pero podría tomarla. Ahora hemos hablado ya de esto cómodamente y podemos irnos a la cama. Querida ratoncita, buenas noches.
Con estas palabras, Fanny levó el ancla y, tras escuchar todos los consejos, no quiso recibir más por el momento.
A partir de entonces, Amy observó el trato que el ama daba a su esclavo Sparkler con nuevos motivos para dar importancia a todo lo que pasaba entre ellos. En algunas ocasiones, Fanny parecía incapaz de soportar su debilidad mental y se impacientaba tanto que a punto estaba de despedirlo para siempre; en otras ocasiones se llevaba mucho mejor con él, cuando él la divertía y cuando el sentimiento de superioridad de Fanny parecía compensar el otro peso de la balanza. Si el señor Sparkler no hubiera sido el más fiel y sumiso de los enamorados, el mal trato que recibía lo habría hecho huir del escenario de sus penas y habría puesto entre él y su encantadora, como mínimo, la distancia que hay entre Roma y Londres. Pero no tenía más voluntad que el barco que es remolcado; y seguía a su cruel ama dando tumbos, arrastrado por una fuerza irresistible.
La señora Merdle, mientras tanto, hablaba poco con Fanny pero hablaba bastante de ella. Se veía forzada a mirarla a través de sus impertinentes y a hacer los obligados comentarios sobre su belleza, ya que éstos se imponían. La expresión de desafío que la belleza adoptaba al oír los elogios (porque, por lo general, los oía) no indicaba concesión alguna al imparcial Busto; y la máxima venganza que el Busto se permitía era decir con voz audible:
—Una belleza echada a perder, pero ¿a quién le extraña con esa cara y esa figura?
Habrían pasado un mes o seis semanas desde la noche de los consejos cuando la pequeña Dorrit empezó a pensar que advertía un entendimiento mayor entre Fanny y Sparkler. El señor Sparkler, como si obedeciera a un pacto, casi nunca hablaba sin mirar primero a Fanny pidiéndole permiso. La joven era demasiado discreta para devolverle la mirada; pero, si el señor Sparkler tenía permiso para hablar, ella guardaba silencio; si no lo tenía, hablaba ella. Además, era evidente que ya no se dejaba llevar por Henry Gowan cuando éste intentaba arrastrarlo. Y no sólo eso sino que, además, Fanny, aunque no viniera a cuento, lanzaba pullas con tal aguijón que Gowan retrocedía como si hubiera metido la mano en un avispero.
Otra circunstancia confirmó los temores de la pequeña Dorrit, aunque fuera en sí un detalle de poca importancia. La actitud del señor Sparkler con ella cambió, se convirtió en fraternal. Algunas veces, en una reunión —en su propia residencia, en la de la señora Merdle u otra—, aunque no en el centro de ella, notaba que, de repente, el señor Sparkler le rodeaba la cintura con el brazo. El señor Sparkler nunca le ofrecía la menor explicación por estas atenciones; se limitaba a sonreír con aire de propietario torpe, satisfecho y bonachón; cosa que en un caballero tan lerdo resultaba ominosamente expresivo.
Un día estaba la pequeña Dorrit en casa pensando en Fanny con gran preocupación. En un extremo de sus habitaciones había una sala que era casi toda ella una ventana irregular sobre la calle que dominaba toda la vida pintoresca y variada del Corso en ambas direcciones. A las tres o cuatro de la tarde, hora inglesa, la vista desde esa sala era brillante y peculiar; la pequeña Dorrit acostumbraba a sentarse para meditar, igual que se había acostumbrado a pasar el rato en el balcón de Venecia. Estaba ahí sentada un día cuando notó que le tocaban en el hombro suavemente, oyó que Fanny le decía: «Hola, querida Amy», y se sentaba a su lado. El asiento formaba parte de la ventana; cuando había procesiones colgaban brillantes tapices y se arrodillaban o se sentaban para mirar, inclinadas sobre los colores brillantes. Pero aquel día no había procesión y a la pequeña Dorrit le extrañó bastante que Fanny estuviera en casa, ya que era su hora de montar a caballo.
—Hola, Amy —dijo Fanny—, ¿en qué estas pensando, niña?
—Pensaba en ti, Fanny.
—¡Vaya, qué coincidencia! También hay aquí otra persona, ¿no estarías pensando también en ella, Amy?
Lo cierto era que Amy sí había estado pensando en esa otra persona, dado que se trataba del señor Sparkler; sin embargo, no dijo nada mientras le tendía la mano. El señor Sparkler entró y se sentó a su lado, y Amy sintió el abrazo familiar que, al parecer, incluía también a Fanny.
—Bien, hermanita —dijo Fanny con un suspiro—. Supongo que sabes lo que significa esto.
—Es tan guapa como querida —tartamudeó Sparkler—. Y muy sensata… Está todo claro…
—No hace falta que se lo cuentes, Edmund —dijo Fanny.
—No, amor mío —contestó el señor Sparkler.
—En definitiva, tesoro —prosiguió Fanny—, en resumen, nos hemos prometido. Tenemos que contárselo a papá esta noche o mañana, cuando se presente la oportunidad. Ya está decidido y hay poco más que decir.
—Mi querida Fanny —dijo el señor Sparkler con deferencia—, me gustaría decirle unas palabras a Amy.
—Bueno, bueno: dilas, por amor de Dios —contestó la joven dama.
—Estoy convencido, querida Amy —dijo Sparkler—, que si existe alguna joven parecida a su bella e inteligente hermana y muy sensata…
—Eso ya lo sabemos, Edmund —intervino la señorita Fanny—. No te preocupes. Y olvídate de la sensatez.
—Sí, amor mío —dijo Sparkler—. Y le aseguro, Amy, que mi mayor felicidad, casi tanta como haber sido honrado por la elección de una joven gloriosa que da muestras de gran sensa…
—¡Por favor, Edmund, por favor! —lo interrumpió Fanny dando con su lindo pie una patadita en el suelo.
—Cariño, tienes razón —dijo el señor Sparkler—. Ya sé que tengo la costumbre de decir eso. Lo que quería dejar claro es que nada puede hacerme más feliz, casi tan feliz como unirme a la más maravillosa de las jóvenes, que tener la felicidad de cultivar el afectuoso parentesco con Amy. Quizá yo en algunas cosas no esté a la altura —añadió noblemente—; y soy consciente de que si se preguntara por ahí la opinión general sería que no lo estoy; pero a la altura de Amy, estoy seguro de que sí.
El señor Sparkler le dio un beso para demostrarlo.
—Un cuchillo, un tenedor y una habitación —prosiguió el señor Sparkler, poniéndose, en comparación con sus antecedentes oratorios, un poco prolijo— estarán siempre a disposición de Amy. Mi
jefe
, estoy seguro, estará siempre orgulloso de contar con una persona a la que aprecio tanto. Y con mi madre —dijo Sparkler—, que es una mujer notable y muy…
—Edmund, Edmund —volvió a exclamar Fanny.
—Tienes razón, alma mía —contestó Sparkler—. Sé que tengo la costumbre y te doy las gracias, muchacha adorable, por tomarte la molestia de corregirme; pero en todas partes admiten que mi madre es una mujer notable y lo cierto es que no tiene nada…
—Quizá sí o quizá no —contestó Fanny—, pero te ruego que no lo repitas.
—No lo repetiré, cariño —contestó Sparkler.
—Me parece que, en realidad, no tienes nada más que decir, Edmund, ¿verdad? —preguntó Fanny.
—Claro que no, muchacha adorable —contestó Sparkler—. Me disculpo por haber hablado demasiado.
Con algo parecido a una inspiración, Sparkler se dio cuenta de que el comentario de Fanny implicaba que tal vez debería marcharse. Por lo tanto, retiró el abrazo fraternal y dijo que, si se lo permitían, se retiraba. No se fue sin haber recibido antes las felicitaciones de Amy, en la medida en que ésta pudo expresarlas en su preocupado estado de ánimo.
Cuando se marchó, exclamó:
—¡Fanny, Fanny! —Y se volvió hacia su hermana en la luminosa ventana, se apoyó en su pecho y se echó a llorar. Al principio, Fanny se rio, pero pronto acercó su rostro al de su hermana y lloró también, aunque sólo un poquito. Fue la última vez que Fanny manifestó que no había en ella ningún sentimiento oculto, doblegado o reprimido; a partir de ese momento, tenía por delante el camino elegido y avanzó por él con paso decidido.
No existe traba ni impedimento
para que estas dos personas contraigan matrimonio
El señor Dorrit, cuando su hija mayor le comunicó que había aceptado la propuesta matrimonial del señor Sparkler, al que había dado su palabra, recibió la noticia con mucha dignidad y, al mismo tiempo, con una gran exhibición de orgullo paterno: su dignidad se dilataba con la ampliada perspectiva de un mejor terreno desde el cual trabar amistades, y su orgullo paterno crecía con la rápida comprensión por parte de Fanny de este objetivo vital. Manifestó a su hija que esa noble ambición encontraba ecos armoniosos en su corazón y la bendijo, en tanto que hija obediente y seguidora de buenos principios, entregada a la mayor gloria del apellido familiar.
Al señor Sparkler, cuando Fanny permitió que apareciera, el señor Dorrit le dijo que no pretendía ocultar que la alianza que les había hecho el honor de proponer era muy afín a sus sentimientos; tanto porque coincidía con los afectos espontáneos de su hija Fanny como porque ofrecía a la familia un vínculo gratificante con el señor Merdle, la eminencia de la época. Y también mencionó con palabras muy laudatorias a la señora Merdle, destacada dama, rica en distinción, elegancia, gracia y belleza. Se sintió obligado a señalar (estaba seguro de que un caballero con la fina sensatez del señor Sparkler sabría comprenderlo con delicadeza) que no podía dar la propuesta por definitiva hasta tener el privilegio de entablar cierta correspondencia con el señor Merdle a fin de asegurarse de que el compromiso se atenía a la opinión de aquel caballero tan destacado, y de que su hija (la del señor Dorrit) sería recibida tal como su posición en la vida, su dote y sus aspiraciones le daban al señor Dorrit derecho a reclamar, y de que seguiría perteneciendo a lo que él confiaba que se le permitiese llamar, sin parecer en modo alguno mercenario, el ojo del gran mundo. Mientras decía estas palabras, que su condición de caballero de cierta posición y su condición de padre le exigían, no quiso que la diplomacia lo obligase a ocultar que la proposición de matrimonio quedaba esperanzadoramente en suspenso y a la espera de aceptación, y que agradecía al señor Sparkler la deferencia que les mostraba a él y a su familia. Terminó con algunas observaciones más de índole general sobre… ejem… el carácter de un caballero de posición independiente y el carácter… ejem… de un padre que tal vez fuera demasiado parcial y admirador de su hija. En definitiva, el señor Dorrit recibió el ofrecimiento del señor Sparkler igual que habría aceptado en otros tiempos tres o cuatro monedas de media corona.
El señor Sparkler, aturdido por las palabras que se amontonaban en su inofensiva cabeza, contestó de manera breve si bien pertinente; más o menos dijo que hacía tiempo había advertido que la señorita Fanny era una joven muy sensata y que estaba seguro de que su
jefe
se mostraría conforme. Al llegar a este punto, el objeto de su afecto le cerró la boca como si fuera una caja de resorte y le rogó que se marchara.
Poco después, el señor Dorrit fue a presentar sus respetos al Busto y éste lo recibió con gran consideración. Edmund había informado ya a su madre; al principio, ésta se había sorprendido porque nunca se había imaginado que Edmund fuera un hombre casadero. La Sociedad no había tenido a Edmund por casadero. No obstante, ella, como mujer (¡nosotras, las mujeres, adivinamos estas cosas por instinto, señor Dorrit!), se había dado cuenta de que Edmund estaba cautivado por la señorita Dorrit y declaró con franqueza al señor Dorrit que él era el responsable, por haber llevado al extranjero a una joven tan encantadora para que volviera locos a sus compatriotas.
—¿Debo tener pues el honor de deducir, señora —dijo el señor Dorrit—, que aprueba usted el rumbo que han tomado los afectos de su hijo?
—Le aseguro, señor Dorrit —contestó la dama—, que, personalmente, estoy encantada.
El señor Dorrit se quedó muy complacido.
—Personalmente —repitió la señora Merdle—, estoy encantada.
La repetición casual de la palabra «personalmente» movió al señor Dorrit a manifestar la esperanza de que no faltaría tampoco la aprobación del señor Merdle.
—No puedo dar una respuesta positiva en nombre del señor Merdle —dijo la señora Merdle—. Los caballeros, y en especial aquellos a los que la Sociedad llama capitalistas, tienen ideas propias sobre estos asuntos. Pero yo diría… y sólo es mi opinión, señor Dorrit… yo diría que el señor Merdle, en general… —la señora Merdle se pasó revista a sí misma antes de añadir—: estará encantado.
A la mención de los caballeros que la Sociedad llamaba capitalistas, el señor Dorrit había reaccionado con unas tosecitas, como si expresara cierto reparo íntimo. La señora Merdle lo observó y le dio la réplica.
—En realidad, señor Dorrit, huelga esta observación por mi parte, pero la franqueza me empuja a decir algo que es de gran importancia para una persona a quien tengo en la más alta consideración y con quien espero tener el placer de mantener una relación todavía más agradable. Porque creo que es muy probable que vea usted las cosas desde el mismo punto de vista del señor Merdle, si bien las circunstancias han hecho que la suerte o la desgracia del señor Merdle consista en estar ocupado en transacciones comerciales y que éstas, por vastas que sean, estrechen un poco su horizonte. En cuestión de negocios soy una niña —dijo la señora Merdle—, pero temo que puedan tomar ese camino, señor Dorrit.