Por esta razón se hizo urgente dar respuesta a dónde y cómo debía casarse el señor Sparkler con la muchacha más extraordinaria de este mundo y más sensata. Después de un poco de misterio y algunos secretos, la propia Fanny hizo un anuncio a su hermana.
—Oye, niña —le dijo un día—: voy a decirte una cosa. Hay que anunciar el momento y, como es natural, corro a anunciártelo.
—¿Tu boda, Fanny?
—Niña querida, no te adelantes a mis palabras. Deja que te lo comunique a mi manera. En cuanto a tu pregunta, si diera una respuesta literal, debería contestar que no. Porque no se trata tanto de mi boda como de la de Edmund.
Pareció como si la pequeña Dorrit, tal vez no del todo sin motivo, tuviera ciertas dificultades para entender aquella sutil distinción.
—Yo no estoy en ningún aprieto —exclamó Fanny— y no tengo prisa. A mí no me reclaman en ningún puesto ni debo votar en ningún sitio. Pero Edmund sí. Y a Edmund le entristece muchísimo la idea de irse solo y, la verdad, no me gusta que esté solo. Porque, si es posible que haga una tontería (y, por lo general, lo es), seguro que la hace.
Mientras concluía este resumen imparcial de la confianza que le inspiraba su futuro marido, se quitó, con aire de mujer ocupada, la capota que llevaba y la agitó sujetándola por las cintas.
—Así pues, es un asunto más de Edmund que mío. Sin embargo, no hace falta que le demos más vueltas, eso es más que evidente. Pues bien, querida Amy. La cuestión que se plantea es si se va él solo o si no se va solo; y de ahí se deriva si nos casamos aquí rápidamente o nos casamos en Inglaterra dentro de unos meses.
—Veo que voy a perderte, Fanny.
—Qué manera tienes de adelantarte a lo que voy a decirte —exclamó Fanny con aire entre tolerante e impaciente—. Te ruego que hagas el favor de escucharme, querida. Esa mujer —dijo, refiriéndose a la señora Merdle, por supuesto— se queda aquí hasta después de Pascua; de modo que, en caso de que me case aquí y me vaya a Londres con Edmund, esa ventaja que le llevo. Ya es algo. Además, Amy, si esa mujer está fuera, no veo por qué me voy a oponer a la propuesta que el señor Merdle ha hecho a papá de que Edmund y yo nos alojemos en esa casa (ya sabes, aquella a la que fuiste con una bailarina) hasta que elijamos la nuestra y la arreglemos. Además, Amy, papá siempre ha tenido intención de volver en primavera. Si Edmund y yo nos casamos aquí, podríamos ir a Florencia, donde papá nos recogería, y podríamos irnos a Inglaterra los tres juntos. El señor Merdle ha animado a papá a alojarse con él en la mansión que he mencionado y supongo que eso hará. Pero él es dueño de sus actos y sobre este punto (que no es una cuestión material en absoluto) no puedo decir nada.
Por cómo Fanny presentaba la cuestión quedaba claro que papá era dueño de sus actos y, en cambio, el señor Sparkler no lo era en absoluto. Su hermana no se fijó en ello porque estaba dividida entre la tristeza de la separación inminente y el deseo de que la hubieran incluido en los planes para regresar a Inglaterra.
—Entonces, ¿ésas son las decisiones tomadas, Fanny?
—¡Decisiones! —repitió Fanny—. Hija, agotas la paciencia a cualquiera. Habrás visto que he evitado cuidadosamente esa palabra. Lo que he dicho es que se presentan algunas cuestiones y las he expuesto.
La pequeña Dorrit miró a su hermana a los ojos con expresión tierna y callada.
—Venga, niña mía —dijo Fanny, agitando la capota por las cintas con una impaciencia considerable—: de nada te servirá mirarme fijamente. Cualquier lechuza es capaz de mirar fijamente. Vengo a pedirte consejo, Amy, ¿qué me aconsejas que haga?
—¿No te parece… —preguntó la pequeña Dorrit con tono persuasivo tras una breve vacilación—, no te parece que sería mejor que se retrasara unos meses?
—No, pequeña tortuga —contestó Fanny muy bruscamente—. No lo creo en absoluto.
Al decir esto lanzó la capota y se dejó caer en una silla. Pero volvió a sentirse afectuosa, se levantó de un brinco y se arrodilló en el suelo para abrazar a su hermana con silla y todo.
—No creas que me apresuro o que soy poco amable, querida, porque no es eso. Pero es que eres tan rara… Cuantas más ganas tengo yo de ser dulce, más ganas me das tú de arrancarte la cabeza. ¿No te he dicho, querida niña, que no se puede confiar en Edmund? ¿Y no sabes tú que es cierto?
—Sí, sí, Fanny, eso has dicho, lo sé.
—Y tú también lo sabes, yo lo sé —contestó Fanny—. Bien, querida niña. Si no podemos fiarnos de él supongo que tendré que irme con él, ¿no?
—Eso parece, querida —dijo la pequeña Dorrit.
—Así pues, después de oír las decisiones que hay que tomar, entiendo, querida Amy, que me aconsejas que lo haga.
—Eso parece, querida —dijo la pequeña Dorrit de nuevo.
—Bien —exclamó Fanny con aire de resignación—, entonces supongo que hay que hacerlo. He venido a verte, querida, en cuanto he tenido la duda y la necesidad de tomar una decisión. Ya me he decidido, así que adelante.
Tras ceder ejemplarmente al consejo de su hermana y a la fuerza de las circunstancias, Fanny se mostró muy benévola, como quien ha sometido sus deseos a los del amigo más querido y tiene la conciencia satisfecha por haber hecho ese sacrificio.
—Después de todo, Amy —dijo a su hermana—, eres la mejor de las criaturitas y estás llena de sentido común: no sé qué voy a hacer sin ti.
Al decir estas palabras la estrechó en sus brazos con verdadero afecto.
—Pero no tengo la menor intención de desprenderme de ti porque espero que seamos casi inseparables. Y ahora, tesoro mío, voy a darte un consejo. Cuando te quedes sola con la señora General…
—¿Voy a quedarme sola con la señora General? —preguntó la pequeña Dorrit con mucha calma.
—Claro, por supuesto, preciosa, hasta que papá vuelva. A menos que consideres que Edward te hace compañía, cosa imposible, aunque esté aquí, pero que desde luego no es posible cuando está en Nápoles o Sicilia. Iba a decir… pero eres una pequeña aguafiestas que no para de hacerme perder el hilo… que cuando te quedes sola con la señora General no permitas que dé por hecho que ella cuida de papá o papá cuida de ella: si puede, lo hará. Conozco su manera de abrirse camino con esos guantes que lleva. Pero no te dejes liar bajo ningún concepto. Y, si papá te dijera al volver que tiene la idea de convertir a la señora General en tu mamá, algo que mi marcha no hace menos probable, te aconsejo que le digas de inmediato: «Papá, me opongo con toda firmeza. Fanny me lo advirtió, ella se opone y yo también me opongo». No quiero decir que una objeción tuya vaya a tener el menor efecto ni que espero que la expreses con la menor firmeza. Pero es una cuestión de principios, principios filiales, y te suplico que no aceptes que se nos imponga a la señora General como madrasta sin intentar que todos cuantos te rodean se sientan lo más incómodos posible. De veras no espero que te mantengas firme… sé que no lo harás, tratándose de papá… pero quisiera que se despertara en ti cierto sentido del deber. En cuanto a mi ayuda o la oposición que pueda yo mostrar a tal matrimonio, te aseguro que no te dejaré en la estacada, cariño. La fuerza que pueda derivarse de mi posición de joven casada no exenta de atractivos (dirigida, como puede hacerse, contra esa mujer) la utilizaré, puedes estar segura, contra la cabeza y el postizo de la señora General (porque estoy convencida de que el pelo que lleva, aunque feísimo, es postizo, aunque parezca imposible que una persona en su sano juicio sea capaz de gastar dinero en algo así).
La pequeña Dorrit recibió este consejo sin aventurarse a oponerse pero sin dar a Fanny ningún motivo para creer que seguiría sus indicaciones. Tras, por así decirlo, haber terminado con su vida de soltera y arreglar sus asuntos mundanos, Fanny procedió con su habitual entusiasmo a prepararse para un importante cambio de estado.
La preparación consistió en enviar a su doncella a París, bajo la protección del guía privado, para que comprara las piezas del ajuar de la novia que sería poco elegante mencionar en inglés y que no procede citar en francés (pues el autor mantiene el vulgar principio de expresarse en el idioma en el que pretende escribir). El rico y hermoso equipo que compraron los enviados tardó varias semanas en cruzar el país y varias aduanas vigiladas por un inmenso ejército de astrosos mendigos de uniforme que no paraban de pedir, como si cada uno de esos guerreros fuera el anciano Belisario
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: y fueron tantas las legiones que, si el guía privado no hubiera gastado un montón de monedas de plata en aliviar su pobreza, las prendas, de tanto removerlas, habrían acabado ajadas antes de llegar a Roma. Sin embargo, a través de tantos peligros avanzaron triunfalmente, paso a paso, y llegaron en buenas condiciones a su destino.
Ahí fueron exhibidas ante una selecta compañía de espectadoras en cuyos gentiles corazones despertaron sentimientos implacables. Al mismo tiempo, se hicieron preparativos para el día en que algunos de esos tesoros debían exponerse al público. Se enviaron tarjetas de invitación al almuerzo a la mitad de los ingleses de la ciudad de Rómulo; la otra mitad hizo lo posible para montar guardia, como críticos voluntarios, en distintos puntos de la ceremonia. El distinguidísimo e ilustrísimo
signor
Edgardo Dorrit cruzó el profundo barro y las roderas (después de haber cultivado su apariencia con la nobleza napolitana) para alegrar la ocasión. El mejor hotel y todos sus marmitones se pusieron a trabajar para preparar el festín. El Banco Torlonia no dejaba de recibir cheques del señor Dorrit. El cónsul británico no había visto casamiento igual en todo su consulado.
Llegó el día y la loba del Capitolio tal vez habría enseñado los dientes con envidia al ver cómo los salvajes isleños organizaban estas cosas. Las estatuas de cabezas asesinas de los malvados emperadores de la soldadesca (a los que los escultores no habían conseguido despojar, con adulación, de su horrible villanía) habrían bajado de sus pedestales para fugarse con la novia. Y la vieja fuente atascada, donde antes se lavaban los gladiadores, habría vuelto a brotar para honrar la ceremonia. El templo de Vesta podría haberse alzado de sus ruinas para dar solemnidad a la ocasión. Podrían haber hecho estas cosas, pero no lo hicieron. También podrían haber hecho mucho los objetos sensibles, incluso los señores y señoras de la creación, pero no hicieron nada. La celebración discurrió con admirable pompa; monjes vestidos de negro, vestidos de blanco y vestidos de rojo se paraban a mirar los carruajes; los campesinos vestidos con pieles de cordero mendigaban y tocaban la flauta bajo las ventanas de la casa; los voluntarios ingleses desfilaban; el día pasó hasta las vísperas, la fiesta llegó a su fin, miles de campanas tocaron ajenas a la fiesta, y san Pedro negó que tuviera algo que ver con ella.
Pero a esa hora la novia concluía ya su primer día de viaje hacia Florencia. La boda se había caracterizado porque sólo hubo novia, nadie se fijó en el novio. Nadie se fijó en la dama de honor. Pocos podrían haberse fijado en la pequeña Dorrit, que hacía este papel, teniendo en cuenta lo mucho que deslumbraba la novia, y aun suponiendo que alguien se hubiera propuesto localizarla. Así pues, la novia había subido a su hermoso carro, incidentalmente acompañada por el novio y, tras rodar unos pocos minutos sobre buen pavimento, empezaron a verse sacudidos por una ciénaga de desaliento y por una larguísima avenida de ruina y desolación. Según dicen, son muchos los carros nupciales que han recorrido ese camino antes y después de aquel día.
Si la pequeña Dorrit se sintió un poco sola y un poco abandonada aquella noche, nada habría aliviado más su sensación de abatimiento como sentarse a trabajar al lado de su padre, como en otros tiempos, y ayudarlo a cenar y descansar. Pero eso era ahora impensable y, por el contrario, se sentaron en un carruaje de gala con la señora General en el pescante. ¡Y la cena! Si el señor Dorrit hubiera querido cenar, tenía a su disposición un cocinero italiano y un pastelero suizo que se habrían puesto un gorro tan alto como la mitra del Papa y habrían resuelto los misterios de los alquimistas en un laboratorio lleno de utensilios de cobre.
Aquella noche, el señor Dorrit se mostró sentencioso y didáctico. La pequeña Dorrit habría sentido mayor consuelo si se hubiera limitado a ser afectuoso, pero lo aceptaba tal como era —¡cuándo no lo había aceptado tal como era!— e intentó aprender de sus palabras. La señora General se retiró por fin. Por lo general, la ceremonia de retirarse a dormir era en ella la más gélida de todas, como si creyera necesario que la imaginación humana quedase petrificada, con tal de que nadie la siguiera. Tras ejecutar los rígidos preliminares, como maniobras de un pelotón militar, se retiró. Entonces la pequeña Dorrit rodeó con el brazo el cuello de su padre para desearle buenas noches.
—Amy, querida —dijo el señor Dorrit cogiéndole la mano—, aquí termina un día que… ejem… me ha impresionado y me ha satisfecho mucho.
—¿Está usted cansado, padre?
—No —dijo el señor Dorrit—, no. No soy sensible a la fatiga cuando su causa es una ocasión tan… ejem… repleta de tan grandes gratificaciones.
La pequeña Dorrit se alegró de que ésos fueran sus sentimientos y le sonrió sinceramente.
—Querida —prosiguió el señor Dorrit—. Esta ocasión supone… ejem… un buen ejemplo. Un buen ejemplo, mi más querida niña… ejem… para ti.
La pequeña Dorrit, alterada por estas palabras, no supo qué decir, aunque su padre se había detenido como si esperara que dijera algo.
—Amy —prosiguió—, tu querida hermana, nuestra Fanny, ha contraído un matrimonio… ejem… sin duda calculado para extender la base de nuestros… ejem… contactos sociales y… ejem… consolidar nuestras relaciones. Querida, confío en que no esté muy lejano el momento en que aparezca alguien… ejem… una buena pareja para ti.
—Oh, no, deje que me quede con usted. Se lo ruego. ¡No deseo otra cosa que cuidarlo! —dijo como con una repentina alarma.
—No, no, Amy —dijo el señor Dorrit—. Eso es una debilidad y una tontería, una debilidad y una tontería. Tu posición te impone una… ejem… responsabilidad. Tienes que mejorar esa posición y ser… ejem… digna de ella. En cuanto a cuidarme, puedo… ejem… cuidarme yo solo. Y —añadió, un momento después—, si necesitara que me cuidaran, ejem… con la bendición de la providencia, puedo encontrar quien me cuide y no pensar en… ejem… sacrificarte.
Qué momento del día para aquella declaración altruista; para manifestarla, como si fuera verosímil, para creerla, si fuera posible.