—Señor Clennam, ¿pretende decirme que no lo sabe?
—¿El qué, John?
—¡Cielo santo! —exclamó el carcelero, que había dirigido estas palabras entrecortadas a los pinchos del muro—. ¡Me pregunta el qué!
Arthur miró los pinchos y miró a John; volvió a mirar los pinchos y volvió a mirar a John.
—¡Me pregunta el qué! —insistió Chivery mientras estudiaba el estado de perplejidad y dolor del preso—. ¡No sólo eso! ¡Parece que lo dice en serio! ¿Ve esta ventana, señor?
—Claro que veo la ventana.
—¿Ve esta celda?
—Pues claro que la veo.
—¿La pared de enfrente y el patio de abajo? Todos han sido testigos de ello, día tras día, noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes. ¡Cuántas veces habré visto aquí a la señorita Dorrit sin que ella advirtiese mi presencia!
—¿Testigos de qué? —preguntó Arthur.
—Del amor de la señorita Dorrit.
—¿A quién ama la señorita Dorrit?
—¡A usted! —respondió John.
Y le tocó el pecho con el dorso de la mano, y volvió a su butaca, y se sentó en ella con el rostro pálido, agarrándose a los brazos del mueble y contemplando a Arthur con incredulidad.
Si le hubiera asestado un fuerte golpe, en vez de rozarlo, no habría logrado que se tambaleara más. El preso se quedó anonadado, con la vista clavada en John, la boca abierta; a veces parecía que formaba con los labios la palabra «¡Yo!» sin llegar a pronunciarla; dejó caer los brazos a los costados; todo él evocaba a un hombre a quien acaban de despertar, estupefacto ante una noticia que no alcanza a comprender.
—Sí —gruñó John—. ¡Usted!
Arthur hizo todo lo posible por esbozar una sonrisa y dijo:
—Imaginaciones suyas. Se equivoca de medio a medio.
—¡Que me equivoco! ¡Que me equivoco yo en ese asunto! No, señor Clennam, no me venga con ésas. Eso dígaselo a otro si quiere; no pretendo tener unas dotes de observación muy desarrolladas, conozco perfectamente mis deficiencias. Pero… ¡que yo me equivoco en una cuestión que me ha causado más dolor en el corazón que el que me habría causado toda una descarga de flechas de pueblos salvajes! ¡Que yo me equivoco en un asunto que casi me ha mandado a la tumba, cosa que a veces lamento que no haya hecho, con tal de que la tumba pudiera ser compatible con el estanco y no afligiera a mis padres! ¡Que yo me equivoco en una cuestión por la que todavía hoy saco el pañuelo como una mujeruca, como dicen por ahí, aunque no creo que eso deba constituir una ofensa, porque cualquier hombre bien formado ama a las damas, ya sean mujerucas o mujeronas! ¡No me venga con ésas, no me venga con ésas!
Todavía muy respetable en el fondo, aunque bastante ridículo en la forma, John hijo se sacó el pañuelo del bolsillo con una genuina falta de alharacas o disimulo, cosa que sólo se ve en hombres muy bondadosos cuando se sacan el pañuelo para enjugarse las lágrimas. Después de secárselas y permitirse el inocuo lujo de soltar un sollozo y un resoplido, volvió a meterlo en su sitio.
Aquel roce seguía ejerciendo unos efectos tan parecidos a los de un golpe que Arthur no podía articular muchas palabras y zanjar la cuestión. Le aseguró a John Chivery, cuando éste se hubo guardado el pañuelo, que reconocía y admiraba el interés sin tacha y la fidelidad que profesaba por el recuerdo de la señorita Dorrit. Sobre las impresiones que acababa de comunicarle —en ese momento John lo interrumpió y protestó: «¡Nada de impresiones! ¡Certezas!»—, dijo que podrían hablar en otro momento, pero que ahora no iba a añadir nada. Como se sentía triste y cansado, quería volver a su celda, con el permiso de John, y no salir más esa noche. El carcelero asintió y también regresó a sus dependencias siguiendo con sigilo la sombra del muro.
La sensación de haber recibido un golpe todavía era tan intensa que, cuando se marchó la anciana mugrienta a la que se encontró sentada en las escaleras, delante de su puerta, esperando para hacerle la cama, y quien le dio a entender mientras la hacía que había recibido instrucciones del señor Chivery, «no del viejo, sino del joven», Arthur se sentó en la silla desvencijada y hundió la cabeza entre las manos, como si le hubieran dejado sin sentido. ¡Que la pequeña Dorrit lo amaba! Eso lo confundía mucho más que su desgracia, mucho más.
Parecía imposible. Arthur se había acostumbrado a llamarla su niña, su niña querida, a ganarse su confianza resaltando la diferencia de edad, a hablar de sí mismo como de un hombre que se estaba haciendo mayor. Pero cabía la posibilidad de que a ella no le pareciera viejo. Algo le recordó que él tampoco se había considerado así hasta que la corriente se llevó las rosas, río abajo.
Tenía guardadas las dos cartas de Amy con otros papeles en una caja; las sacó y las leyó. Tuvo la sensación de que en ellas oía un eco de la dulce voz de la joven, con una multitud de tonos cariñosos que no excluían el nuevo sentido. Entonces se acordó de repente de la muda desolación con que ella le había respondido: «No, no, no», aquella noche, en esa misma habitación; aquella noche en que él había conocido los primeros indicios de la riqueza de los Dorrit, y en que se habían dicho otras palabras destinadas a que él las recordase ahora, humillado y encarcelado.
Parecía imposible.
Pero la cuestión manifestaba una acusada tendencia, al ser examinada, a parecer menos imposible. Entonces empezó a preguntarse más despacio y con mayor curiosidad sobre el estado de sus sentimientos. En su reticencia a creer que ella amaba a alguien, en su deseo de no dejarse preocupar por este asunto, en la idea que se había medio formado de que sería un acto noble por su parte ayudarla a que amara a alguien, ¿no había algo reprimido que él había acallado cuando empezaba a cobrar fuerza? ¿No se había convencido entre susurros de que ni se le podía ocurrir amarla, de que no debía aprovecharse de la gratitud de la joven, de que debía recordar su experiencia para que le sirviera como aviso y freno, de que debía dar por perdidas sus esperanzas de juventud, del mismo modo que su amigo había perdido a su hija muerta, de que no debía dejar de repetirse que para él ese momento había pasado, de que se había convertido en un hombre demasiado viejo y triste?
La había besado cuando la había recogido del suelo ese día en que, de forma tan reiterada y elocuente, todos se habían olvidado de ella. ¿Del mismo modo que la habría besado si no se hubiera desmayado? ¿No había ninguna diferencia?
La noche lo sorprendió hundido en estas disquisiciones. La noche también sorprendió a los señores Plornish llamando a su puerta. Traían una cesta llena de lo más selecto de esos productos que se venden en seguida y que tanto tardan en producir beneficios. La señora Plornish estaba muy compungida y lloraba. El señor Plornish farfulló con afabilidad, a su manera filosófica pero carente de lucidez, que en la vida había momentos buenos y momentos malos. Era inútil preguntarse por qué venían los buenos y por qué los malos; así eran las cosas, y ya estaba. Él siempre había oído decir, y sabía que era verdad, que, como el mundo gira, pues no cabía duda de que giraba, hasta al mejor de los caballeros le tocaba estar cabeza abajo en alguna ocasión, con todo el cabello en punta y dirigido a lo que podría llamarse el espacio. Pero no pasaba nada. Eso dijo el señor Plornish, que no pasaba nada. La cabeza del caballero volvería a estar arriba cuando le llegara el turno, sería un placer ver el semblante del caballero porque todo estaría en su sitio, ¡y no habría pasado nada!
Ya se ha señalado que la señora Plornish, al no estar dotada de un carácter filosófico, lloraba. No sólo eso: sin carácter filosófico, sus palabras eran inteligibles. Quizá fuera por la perplejidad que la dominaba, por el ingenio propio de su sexo, por la capacidad de las mujeres de asociar ideas con rapidez, o por la incapacidad de asociarlas de esa mujer en particular, pero dio la casualidad de que las palabras inteligibles de la señora Plornish se centraron precisamente en la cuestión sobre la que Arthur había estado cavilando.
—Señor Clennam —empezó a decir la señora—, no se imagina cómo habla mi padre de usted. Esto le ha afectado mucho. Con esta desgracia se le ha ido la voz. Ya sabe lo bien que canta, pero hoy, a la hora del té, aunque parezca mentira, no ha podido entonar ni una nota para los niños.
Mientras hablaba, movía la cabeza, se secaba las lágrimas y paseaba la mirada por toda la habitación.
—Y el señor Baptist —prosiguió— tampoco puedo ni imaginarme qué hará cuando se entere. Habría venido ya a verlo, de eso puede estar seguro, pero se ha marchado por un asunto confidencial relacionado con usted. La perseverancia con que se dedica a ese asunto, con que se entrega a él sin descanso, es digna de verse —aseguró la señora Plornish—. Yo le digo que ha dejado a su
padrona molto sorprentita
.
Aunque no era una mujer vanidosa, tuvo la sensación de haber pronunciado esta frase toscana con una elegancia peculiar. El señor Plornish no pudo ocultar el júbilo que le inspiraban las proezas lingüísticas de su mujer.
—Pero le digo una cosa, señor Clennam —añadió la buena mujer—: siempre hay algo de lo que estar agradecido; estoy segura de que usted también lo sabe. Ahora mismo, en esta habitación, no resulta muy difícil saber de qué se trata en este caso. Hay que estar agradecidos, desde luego, a que la señorita Dorrit esté fuera y no se haya enterado.
A Arthur le pareció que lo miraba con un gesto peculiar.
—Hay que estar agradecidos —repitió la señora Plornish—, desde luego, a que la señorita Dorrit esté muy lejos. Probablemente la noticia no habrá llegado a sus oídos. Si hubiera estado aquí y hubiera presenciado esto, señor, es indudable que… que verlo así, es indudable —insistió— que verlo a usted así, víctima del infortunio y la calamidad, habría sido casi insoportable para su dulce corazón. No se me ocurre otra cosa que pudiera afectar tanto a la señorita Dorrit.
Ahora sí que era evidente que la señora Plornish lo miraba con cariño, pero también con una especie de trémula provocación.
—¡Sí! —exclamó—. Y demuestra lo despierto que sigue estando mi padre, pese a su edad, que esta tarde me haya dicho (en mi feliz hogar todos saben que no invento ni exagero mis palabras): «Mary, menos mal que la señorita Dorrit está fuera y no puede ver lo que ha pasado». Eso es lo que ha dicho mi padre. Ha dicho, exactamente: «Menos mal que la señorita Dorrit está fuera y no puede ver lo que ha pasado». Y yo le he respondido: «¡Tiene usted razón!». Así ha sido la conversación que hemos tenido mi padre y yo —concluyó la señora Plornish, como un testigo muy meticuloso ante un tribunal—. Le acabo de referir con toda precisión la conversación que hemos tenido mi padre y yo.
El marido, de talante más lacónico, aprovechó la oportunidad para sugerirle a su esposa que dejaran solo al señor Clennam.
—Es lo que hay que hacer, mujer.
Plornish repitió esta profunda observación varias veces, como si pensara que encerraba un gran secreto moral. Al fin, la distinguida pareja se marchó cogida del brazo.
La pequeña Dorrit, la pequeña Dorrit. Otra vez, durante horas. ¡Siempre la pequeña Dorrit!
Afortunadamente, si alguna vez había sido verdad, todo había terminado, y era mejor así. Porque, si ella lo había amado, si él lo hubiera sabido y se hubiera permitido amarla, ¡por qué senda la habría obligado a internarse! ¡Una senda por la que habría regresado a este sombrío lugar! A Arthur tenía que consolarlo pensar que ella había salido de allí para siempre, que se había casado o se iba a casar pronto (unos vagos rumores sobre las intenciones de su padre habían circulado por la Plaza del Corazón Sangrante, al tiempo que la noticia de la boda de su hermana), al pensar que la puerta de Marshalsea hubiera cerrado para siempre esa desconcertante posibilidad que pertenecía a una época pasada.
¡Su querida y pequeña Dorrit!
Cuando repasaba la triste historia de su vida, ella se convertía en su punto de fuga. Toda la perspectiva llevaba a su inocente figura. Arthur había recorrido decenas de miles de kilómetros para llegar hasta ella; acuciantes esperanzas y dudas anteriores se habían aclarado delante de ella; era el centro de su vida; era el punto final de todo lo bueno y agradable de su existencia; después de ella sólo había una extensión yerma y un cielo oscuro.
Tan incómodo como la primera noche en que durmió entre esas lúgubres paredes, pasó las horas sumido en tales pensamientos. En esas mismas horas John hijo se había entregado a un sueño tranquilo tras componer y ordenar, con la cabeza en la almohada, este monumental epitafio:
¡DESCONOCIDO!
RESPETA LA TUMBA DE
JOHN CHIVERY, HIJO,
QUE MURIÓ A UNA AVANZADA EDAD
QUE HUELGA DETALLAR.
SE ENFRENTÓ A SU RIVAL, EN ESTADO DE AGITACIÓN,
Y TENTADO ESTUVO DE
EMPRENDERLA A GOLPES
CON ÉL;
PERO, POR RESPETO A LA AMADA,
VENCIÓ EL SENTIMIENTO DE RENCOR
Y OBRÓ
CON MAGNANIMIDAD.
Una aparición en Marshalsea
La opinión de la comunidad que vivía fuera de la cárcel se mostró implacable con Clennam a medida que fue pasando el tiempo, y él tampoco hizo amigos entre la comunidad que vivía dentro. Demasiado derrotado para juntarse con la turbamulta del patio, con los internos que se reunían para olvidar las penas, demasiado retraído e infeliz para acompañar a los pobres que frecuentaban la taberna, apenas salía de su cuarto, y todos recelaban de él. Algunos afirmaban que era un soberbio; otros, que era un hombre triste y tímido; otros lo despreciaban porque lo tenían por un tipejo débil, destruido por sus deudas. Todos los internos lo rehuían por esa diversidad de cargos, pero sobre todo por el último, que se consideraba una especie de traición a la causa; y él se aferró tan rápidamente a su reclusión que sólo salía a pasear cuando, por las tardes, los hombres se juntaban en el Salón a cantar, brindar y ponerse sentimentales, y en el patio prácticamente sólo quedaban mujeres y niños.
La estancia en la cárcel empezó a hacer mella en él. Sabía que se había rendido a la pereza y la melancolía. Ya conocía los efectos de vivir aprisionado entre esas mismas cuatro paredes, y esta conciencia le hacía temer por sí mismo. Evitaba la observación de los demás, y evitaba observarse a sí mismo; empezó a cambiar de forma muy ostensible. No era difícil darse cuenta de que la sombra de aquel muro proyectaba sobre él toda su oscuridad.