La pequeña Dorrit (116 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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Arthur volvió a levantar la cabeza para agradecérselo y asegurarle que no podía aceptar el favor. John seguía retorciéndose la muñeca y debatiéndose interiormente en sus contradicciones.

—¿Qué es lo que tiene contra mí? —inquirió Arthur.

—Me niego a decirlo, señor —respondió John, de repente en un tono fuerte y cortante—. No tengo nada.

Clennam volvió a mirarlo, intentando en vano comprender su reacción. Al cabo de un rato volvió a apartar la vista. El muchacho declaró entonces con suma delicadeza:

—Esa mesita redonda que tiene a la altura del codo, era… ya sabe de quién, no hace falta que lo diga… de ese gran caballero que ha muerto. Se la compré a un individuo a quien él se la regaló y que vivió aquí después de él. Pero ese individuo no estaba a su altura en absoluto. Muy poca gente podría estar a su nivel.

Arthur se acercó la mesita, apoyó en ella el brazo y ahí lo dejó.

—Seguramente no sepa usted —añadió el joven— que tuve la desfachatez de ir a ver al caballero cuando vino a Londres. Porque creo que le pareció que mi visita era una desfachatez, aunque fue muy amable, me pidió que me sentara y me preguntó cómo se encontraban mi padre y todos sus viejos amigos. Incluso preguntó por los conocidos de menor categoría. Lo vi muy cambiado, y así lo conté al volver. Quise saber si la señorita Amy estaba bien…

—¿Y lo estaba? —interrumpió Arthur.

—Me extraña que no lo sepa usted y que me lo tenga que preguntar —replicó John, con un gesto como si acabara de tragarse una gran píldora invisible—. Aunque me haga esa pregunta, lamento no poder responderla. El caballero pensó que mi interés era indicio de frescura, y me dijo que a mí qué me importaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi presencia le parecía una desfachatez, falta que seguramente ya había cometido de forma involuntaria en ocasiones anteriores. Sin embargo, después me habló con elegancia, con mucha elegancia.

Se quedaron callados varios minutos, aunque John confirmó, más o menos mediado ese silencio:

—Habló y se comportó con mucha elegancia.

Fue de nuevo el muchacho quien tomó la palabra para preguntar:

—Si no le parece una desfachatez, señor, ¿podría preguntarle cuánto tiempo piensa estar sin comer ni beber?

—Todavía no me ha apetecido nada —respondió Clennam—. Ahora mismo no tengo apetito.

—Precisamente por eso debería coger fuerzas, señor —insistió John—. Si al cabo de muchas horas sigue sin tomar ningún refrigerio porque no tiene hambre, pues tendrá que tomarlo sin hambre. Voy a preparar el té en mis dependencias. Si no le parece una desfachatez, tenga la bondad de acompañarme. O le puedo traer una bandeja dentro de dos minutos.

Como tenía la sensación de que el joven se tomaría igualmente la molestia si se negaba, y también quería demostrar claramente que no había olvidado ni el ruego de Chivery padre ni las disculpas de Chivery hijo, Arthur se levantó y accedió a tomar una taza de té en las dependencias del hijo. Éste le cerró la puerta cuando salieron, se metió la llave en el bolsillo con gran destreza y lo guió a su lugar de residencia.

Esta residencia se encontraba en el edificio más próximo a la puerta de entrada. Era la sala en la que Clennam había entrado a toda prisa el día en que la familia repentinamente acaudalada se había marchado de la cárcel para siempre, en la que él había recogido a Amy del suelo, desmayada. Adivinó adónde iban en cuanto pusieron los pies en las escaleras. La habitación había cambiado mucho porque habían empapelado las paredes, la habían vuelto a pintar y los muebles eran más cómodos, pero él la recordó tal como la había visto con una sola ojeada cuando había recogido del suelo a la pequeña Dorrit y la había llevado al carruaje.

El joven lo miró intensamente, mordiéndose los dedos.

—Veo que se acuerda usted de este sitio, ¿verdad, señor Clennam?

—Desde luego. ¡Que Dios la bendiga!

Olvidándose del té, el joven siguió mordiéndose los dedos y mirando a su huésped, el cual seguía contemplando la habitación. Finalmente el chico se acercó a la tetera de un salto, echó en su interior con gran ímpetu un poco de té que sacó de una lata y se dirigió a la cocina común para llenarla de agua caliente.

La habitación evocaba tantas cosas en Arthur en las circunstancias tan distintas de su regreso a la lóbrega Marshalsea, le recordaba con tanta añoranza a Amy y la forma en que la había perdido, que le habría costado mucho resistirse a sus sentimientos aunque no hubiera estado solo. Solo, ni lo intentó. Apoyó la mano en la pared insensible con la misma ternura que si la hubiera estado tocando a ella y pronunció su nombre en voz baja. Delante de la ventana, mirando el muro de la cárcel con los macabros pinchos, pronunció una bendición destinada a cruzar la calima estival y llegar al país lejano en el que ella era rica y próspera.

John tardó un rato en volver y, cuando lo hizo, fue evidente que había salido a la calle porque llevaba mantequilla fresca dentro de una hoja de repollo, unas lonchas finas de jamón hervido en otra hoja de repollo y una cestita de berros y otras hortalizas para ensalada. Cuando quedó satisfecho con el modo en que estaba puesta la mesa se sentaron a tomar el té.

Clennam intentó probar la comida, pero no pudo. El jamón le daba náuseas, tenía la impresión de que el pan se le hacía arena en la boca. Lo único que pudo obligarse a tragar fue un té.

—Pruebe las hortalizas —le propuso el joven, tendiéndole el cesto.

Arthur cogió un par de manojos de berros y lo volvió a intentar, pero el pan le pareció que era arena todavía más gruesa que la anterior, y le dio la impresión de que el jamón (aunque no era de mala calidad) desataba un débil simún porcino por toda Marshalsea.

—Coma más hortalizas, señor —insistió John, y le volvió a acercar el cesto.

Se habría dicho que el muchacho estaba metiendo una hoja de lechuga en la jaula de un pájaro alicaído; pero era tan ostensible que el chico había comprado la cestita para dar un contraste de frescor al pavimento seco y caliente y a los ladrillos de la cárcel, que Clennam dijo, con una sonrisa:

—Ha sido usted muy amable de meter las hortalizas entre rejas, pero hoy no puedo tragarme ni esto.

Como si la dificultad fuera contagiosa, el carcelero no tardó en apartar también su plato, y empezó a doblar la hoja de repollo que había envuelto el jamón. Después de plegarla en tantas capas, una encima de otra, que le cabía en la palma de la mano, empezó a aplastarla a conciencia y a observar detenidamente a Clennam.

—Es posible —declaró al fin, haciendo bastante fuerza sobre el bulto verde— que, aunque usted considere que no le merece la pena cuidarse por su propio bien, sí merezca la pena que lo haga por otra persona.

—Pues no sé por quién lo voy a hacer —respondió Arthur con un suspiro y una sonrisa.

—Señor Clennam —añadió John amablemente—, me sorprende que un caballero tan franco como usted sea capaz de cometer la bajeza de obligarme a responder. Me sorprende, señor Clennam, que un caballero que tan buenos sentimientos alberga en su corazón sea tan insensible para no tener en cuenta los míos. Me sorprende, señor. ¡No sabe cuánto me sorprende!

Tras ponerse en pie para subrayar estas últimas palabras, el joven se volvió a sentar y empezó a hacer rodar el bulto verde por su pierna derecha sin apartar la vista de Arthur y escudriñándolo con una inagotable mirada de indignación y reproche.

—Lo había superado, señor —confesó John—. Me había sobrepuesto porque sabía que debía sobreponerme, y había decidido no pensar más. Seguramente no habría vuelto a enfrentarme a todo esto si usted no hubiera ingresado en esta cárcel, hoy mismo, ¡en mala hora, desventurada para mí! —Presa de la agitación, el muchacho había adoptado la elocuencia de su madre—. Cuando lo he visto hoy, señor, en la portería, cuando casi parecía que traían un upas
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y no a un acusado particular, un tumulto de sentimientos contradictorios se ha desatado en mi interior, hasta tal punto de que, en los primeros minutos, lo ha barrido todo y me he visto arrastrado por un remolino. He luchado, y he salido de él. Aunque hubiera sido lo último que hubiera hecho en esta vida, he combatido con todas mis fuerzas el remolino y he conseguido vencerlo. Me he dicho que, si había sido grosero, debía disculparme, y, sin sentirme humillado, he pedido perdón. Y ahora, cuando he querido mostrarle que hay alguien cuya idea me parece algo sagrado, más importante que cualquier otra cosa… usted me esquiva cuando aludo con mucho tacto a la cuestión y me obliga a quedar en ridículo. No, señor —remató el muchacho—, ¡no cometa la vileza de negar que me esquiva y que me ha obligado a quedar en ridículo!

Totalmente perplejo, Arthur lo miró de hito en hito, como si estuviera perdido, y sólo acertó a responder:

—¿Qué ha pasado? ¿A qué se refiere, John?

Pero éste, que se encontraba en ese estado de ánimo en que, a determinadas personas, nada resulta más difícil que responder, prosiguió ciegamente:

—No tenía —declaró—, no tenía ni jamás había tenido la osadía de pensar, de ningún modo, que quedaba la menor posibilidad. No la tenía, no, para qué voy a decir lo contrario, ninguna posibilidad de gozar de esa inmensa suerte, no después de las palabras que se habían dicho, ¡incluso si no se hubieran levantado esos muros infranqueables! Pero ¿acaso me impide eso tener memoria, me impide pensar, me impide encariñarme con lugares sagrados, me lo impide todo?

—¿De qué está hablando? —repitió Arthur.

—A usted le da igual pisotearme —continuó John, que se había zambullido en todo un caudal de destemplanza—; cuando una persona decide pisotear a otra, lo hace. Pero la situación seguirá siendo la misma. Si la situación no existiera, no habría nada que pisotear. Aunque eso sigue sin ser propio de un caballero ni de una persona con honor ni justifica cubrir de ridículo a quien ha luchado y conseguido salir sin ayuda de nadie, como una mariposa. Puede que el mundo mire con desdén a un carcelero, pero un carcelero sigue siendo un hombre, cuando no es una mujer, cosa que es de esperar si se encuentra entre delincuentes del sexo femenino.

Por risible que fuera la incoherencia de sus palabras, el temperamento simple y sentimental de John hijo expresaba con sinceridad la idea de que había recibido una afrenta en un ámbito muy delicado, algo que se veía en su rostro encendido y en su voz y movimientos trémulos, tanto que Arthur tendría que haber sido muy cruel para no advertirlo. Trató de recordar el origen de la afrenta desconocida; mientras tanto el muchacho, tras haber fabricado una bola perfecta con el bulto verde, la cortó en tres partes y la dejó en la mesa como si fuera un manjar muy especial.

—Me parece que es posible —aventuró Arthur después de remontarse al principio de la conversación, desde el momento presente hasta la aparición de los berros, y viceversa— que se haya querido referir usted a la pequeña Dorrit.

—Es posible, señor —respondió Chivery.

—No lo entiendo. Espero no tener la mala suerte de hacerle creer que quiero ofenderlo de nuevo, porque no ha sido mi intención jamás, si le digo que no lo entiendo.

—Señor —repuso el joven—, ¿es usted tan malvado para negar que sabe, que ha sabido desde hace mucho tiempo, cuáles eran los sentimientos que me inspiraba la señorita Dorrit, que no tengo el atrevimiento de confundir con el amor, unos sentimientos de adoración y sacrificio?

—John, que yo sepa no he obrado con maldad, y se me escapan los motivos por los que usted me ha atribuido tales intenciones. ¿Le ha hablado la señora Chivery, su madre, de una ocasión en que vine a ver a la pequeña Dorrit?

—No, señor —respondió John bruscamente—. Nunca me lo ha comentado.

—Pues eso hice. ¿Imagina la razón?

—No, señor —respondió John con la misma brusquedad—. No imagino la razón.

—Se la voy a contar. Quería hacer todo lo que estuviese en mi mano para contribuir a la felicidad de la señorita Dorrit, y, si hubiera creído que ella le correspondía en esos sentimientos…

El pobre John Chivery se sonrojó hasta la punta de las orejas.

—La señorita Dorrit nunca me ha correspondido, señor. Quiero ser sincero y comportarme con honor hasta donde mi humildad me permita, y me parecería deleznable fingir que ella me ha correspondido en algún momento, o que me haya inducido a pensarlo; no, ni siquiera puedo pretender, mirándolo fríamente, que pudiera llegar a hacerlo. La señorita siempre ha estado muy por encima de mí en todos los aspectos. Como también lo ha estado —concluyó— su distinguida familia.

La caballerosidad de sus sentimientos por Amy le daban tal dignidad, pese a su baja estatura, lo fino de sus piernas, lo finísimo de su cabello y su temperamento poético, que un Goliat en su lugar no habría merecido más consideración por parte de Arthur.

—John —le dijo con admiración y cordialidad—, habla usted como un hombre.

—En tal caso, señor —respondió el muchacho, pasándose la mano por la frente—, es una pena que usted no haga lo mismo.

Esta réplica inesperada fue tajante, y Arthur volvió a contemplar al joven con un gesto de asombro.

—Bueno —continuó, mientras le alargaba la mano por encima de la bandeja del té—, ¡si mi respuesta ha sido demasiado brusca, la retiro! Pero ¿por qué no, por qué no? Señor Clennam, cuando le pido que intente no hacer sufrir a otra persona, ¿por qué no se sincera con un carcelero? ¿Por qué le he dado la habitación que sabía que más le gustaba? ¿Por qué he subido sus cosas? No es que me hayan pesado mucho, no lo digo por eso, en absoluto. ¿Por qué me he portado así con usted, desde esta mañana? ¿Por lo mucho que vale usted? No. Y seguro que lo vale, no lo dudo, pero no ha sido por eso. En mis actos ha desempeñado un papel importante lo mucho que vale otra persona, un papel mucho más importante para mí. ¿Por qué no me habla con sinceridad?

—Francamente, John —respondió Arthur—, es usted un tipo tan espléndido, y respeto tanto su forma de ser, que, si ha creído que yo no entendía, porque sí lo entiendo, que los favores que me ha prestado hoy se deben a que la señorita Dorrit ha depositado en mí su confianza y su amistad… confieso mi falta y le pido perdón.

—¡Oh! ¿Por qué no me habla con sinceridad? —repitió John con renovado desdén.

—Le aseguro que no lo entiendo —afirmó Clennam—. Míreme. Tenga en cuenta los apuros que estoy pasando. ¿Tengo aspecto de querer aumentar la cantidad de cosas que tengo que reprocharme, mostrándome desagradecido o taimado con usted? De veras, no lo entiendo.

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