La pequeña Dorrit (121 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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Muchos presos habían conocido ese estado antes que él; la violencia y la continuidad de la situación los habían dejado exhaustos, igual que a él. Al cabo de dos noches y un día la sensación desapareció y, aunque volvía a ratos, cada vez era menos fuerte y frecuente. Después sobrevino una calma desolada, y, a mediados de semana, se había instalado el desaliento de una fiebre tenue y lenta.

Después de la marcha de Cavalletto y el señor Pancks, Arthur ya no tenía más visitas que temer que la de los señores Plornish. Le preocupaba que esa excepcional pareja se presentara, porque, dado el enfermizo estado de sus nervios, quería estar solo y que no lo vieran tan derrotado, tan débil. Le escribió una nota a la señora Plornish en la que aseguraba que estaba muy atareado con sus asuntos, obligado a dedicarse a ellos, por lo que debía renunciar temporalmente a la agradable distracción de contemplar el afectuoso rostro de su amiga. John hijo iba a verlo todos los días a cierta hora, al terminar el turno de los carceleros, para preguntarle si podía hacer algo por él; pero Arthur siempre fingía estar escribiendo algo y respondía que no en un tono alegre. No habían vuelto a tratar el asunto de la única conversación larga que habían tenido. Sin embargo, pese a tantos cambios desafortunados, él no la había olvidado.

El sexto día de la semana acordada con Rigaud fue húmedo y caluroso. Parecía que la pobreza, el deterioro y la mugre de la cárcel aumentaban en ese ambiente cargado. Con dolor de cabeza y tremendamente alicaído, Arthur había pasado toda la triste noche sin dormir, oyendo cómo la lluvia caía en el empedrado del patio e imaginando cómo caería con mayor suavidad en la tierra del campo. Un círculo borroso de calima amarilla había ocupado en el cielo el lugar del sol, y el preso se había fijado en la mancha que proyectaba en la pared, y que ya parecía formar parte del estado ruinoso de la cárcel. Había oído cómo abrían la puerta, cómo los pies mal calzados que esperaban fuera entraban con paso cansado, cómo habían empezado a barrer, a accionar la bomba, a mover cosas, todo lo que daba comienzo a la mañana en la cárcel. Tan enfermo y débil se sentía que tuvo que descansar muchas veces mientras se lavaba; finalmente se había arrastrado hasta la silla que estaba al lado de la ventana abierta, y en ella se había quedado dormitando mientras la anciana que le arreglaba la habitación cumplía con sus quehaceres.

Mareado por la falta de sueño y de comida (había perdido el apetito, incluso el sentido del gusto), dos o tres veces había cobrado conciencia, durante la noche, de estar extraviándose. Había oído en el viento cálido fragmentos de melodías y canciones que sabía que no eran reales. Ahora empezaba a adormilarse por el agotamiento y las oyó otra vez; y unas voces parecían hablarle, y él respondió, y se asustó.

Dormitaba y soñaba, incapaz de medir el paso del tiempo: un minuto podría haber sido una hora y una hora, un minuto; tenía la viva impresión de estar viendo un florido jardín, un jardín en el que soplaba un viento húmedo esparciendo levemente el aroma de las flores. Le costó un esfuerzo tan doloroso levantar la cabeza y concentrarse en la imagen, en cualquier otra cosa, que la impresión ya era algo viejo y molesto cuando alzó la vista. Además de la taza en la mesa, vio entonces un exuberante ramillete, un maravilloso ramito de las flores más selectas y hermosas.

Nunca había visto una estampa tan bella. Las cogió, las olió, se las acercó al rostro febril, se las puso en el regazo y abrió las manos cuarteadas encima de ellas, como se abren unas manos frías para recibir el calor del fuego. Sólo después de deleitarse un rato en ellas se preguntó quién las habría mandado; abrió la puerta para preguntarle a la anciana, que debía de haberlas dejado allí, cómo habían llegado. Pero la mujer se había ido, y al parecer hacía mucho tiempo, porque el té que tenía en la mesa estaba frío. Intentó beber un poco pero el olor le resultó insoportable, así que volvió a rastras a la silla junto a la ventana abierta y dejó las flores en la mesita redonda.

Se había mareado por haberse movido; pero, cuando se le pasó el mareo, volvió al estado anterior. Estaba oyendo una de las melodías nocturnas cuando le pareció que una mano delicada abría la puerta y que, al cabo de un momento, aparecía una figura muda, cubierta por un manto negro. También le pareció que la aparición se quitaba el manto, que éste caía al suelo, y entonces creyó que se trataba de su pequeña Dorrit con el viejo vestido deshilachado. Le pareció que la figura temblaba, que le cogía las manos y que rompía a llorar.

Arthur salió de su letargo y soltó una exclamación. Y entonces vio, en ese querido rostro lleno de amor, de compasión, de dolor, como si fuera un espejo, lo cambiado que estaba; ella se acercó y, poniéndole las manos en el pecho para que no se levantara, arrodillada delante de él, dirigiendo hacia él los labios para besarlo, derramando lágrimas sobre él del mismo modo que la lluvia del cielo se había derramado sobre las flores, la pequeña Dorrit, en carne y hueso, dijo su nombre:

—¡Oh, queridísimo amigo mío! ¡Querido señor Clennam, no quiero verle llorar! Sólo si sus lágrimas son por la alegría de verme. Espero que así sea. ¡Su pobre niña ha vuelto!

Había vuelto con toda su fidelidad, su ternura, sin que la riqueza la hubiera cambiado. Con su voz, con la luz de sus ojos, con el roce de sus manos, ¡tan angelicalmente consoladora y leal!

Mientras Arthur la abrazaba, ella le dijo: «No me habían dicho que estaba usted enfermo», y, pasándole suavemente el brazo por detrás del cuello, hizo que bajara la cabeza hasta su pecho; luego le puso la mano en ella, apoyó la mejilla en la misma mano y lo acarició con el mismo amor, y bien sabe Dios que con la misma inocencia, con que había acariciado a su padre en esa misma habitación, cuando sólo era una niña que necesitaba de los demás todos los cuidados que ella les prodigaba.

Cuando Arthur pudo hablar, le preguntó:

—¿Es posible que hayas venido? ¿Con ese vestido?

—He pensado que preferiría verme con este antes que con cualquier otro. Nunca me he desprendido de él, para no olvidarme de nada, aunque habría sido imposible olvidar. No he venido sola. Me acompaña una vieja amiga.

Arthur echó una ojeada y vio a Maggy, con la enorme cofia que llevaba mucho sin ponerse y una cesta colgada del brazo como antes, y con una enorme y alegre sonrisa.

—Llegué ayer por la tarde a Londres con mi hermano. Casi lo primero lo que hice fue mandar recado a la señora Plornish para tener noticias de usted y decirle que había vuelto. Entonces me enteré de que estaba aquí. ¿Se ha acordado de mí por la noche? Estoy casi convencida de que ha tenido que pensar un poco en mí. Yo he estado pensando en usted con gran preocupación, y me ha parecido que el día tardaba mucho en llegar.

—He pensado en ti…

Arthur no supo qué llamarla, cosa que ella notó inmediatamente.

—Todavía no ha dicho mi nombre de verdad. Ya sabe, en su caso, cuál es mi nombre de verdad.

—He pensado en ti, pequeña Dorrit, cada día, cada hora, cada minuto desde que estoy aquí.

—¿De veras? ¿De veras?

Clennam vio el luminoso gozo del rostro de Amy, y el sonrojo que lo encendía, con una sensación de vergüenza. Él, un hombre acabado, arruinado, enfermo, deshonrado, encarcelado.

—He llegado antes de que abrieran las puertas, pero no he querido subir directamente. Mi presencia le habría causado más mal que bien en un primer momento; porque la prisión me ha resultado tan familiar pero tan ajena, y ha despertado en mí tantos recuerdos de mi pobre padre, y también de usted, que al principio me he sentido abrumada. Pero hemos ido a ver al señor Chivery antes de entrar, él nos ha dejado pasar y nos ha cedido la habitación de John, la que yo ocupaba, como sabe usted, y allí hemos esperado un rato. He dejado las flores en la puerta, pero no me ha oído.

Parecía algo más mujer que cuando se había marchado; y el efecto de maduración obrado por el sol italiano se apreciaba en su rostro. Pero, por lo demás, no había cambiado. La misma sinceridad profunda y tímida que él siempre había visto en ella, que nunca había dejado de emocionarlo, seguía estando ahí. Si había en esa sinceridad un nuevo sentido que lo conmovía hasta el fondo de su corazón, el cambio estaba en su forma de mirarla, no en ella.

Amy se quitó el gorro, lo colgó en el lugar de siempre y empezó silenciosamente, con la ayuda de Maggy, a airear y arreglar, en lo posible, la habitación, y a esparcir por ella una agradable agua perfumada. Después abrió la cesta, llena de uvas y otras frutas, y las guardó con discreción. Y después, con un breve susurro, le pidió a Maggy que mandara a otra persona a llenar la cesta de nuevo. Ésta no tardó en regresar repleta de más provisiones; entre las novedades, lo primero en salir fueron unas bebidas frías y gelatina, así como una previsora cantidad de pollo asado, vino y agua. Una vez concluidas estas tareas, Amy sacó su viejo estuche de costura, dispuesta a coser una cortina para la ventana, y así, con una tranquilidad que se había instalado en la habitación y que parecía extenderse por toda la cárcel, siempre tan ruidosa, Arthur tuvo la sensación de que su ansiedad desaparecía mientras la pequeña Dorrit trabajaba a su lado.

Volver a ver esa modesta cabeza agachada sobre la labor y los dedos ágiles tan entregados a la antigua actividad —aunque Amy no estaba tan concentrada para no poder mirarle frecuentemente con sus ojos compasivos… y, cuando volvía a bajarlos, los tenía llenos de lágrimas—, sentir ese consuelo y ese alivio, saber que toda la devoción de ese elevado espíritu estaba dedicada a él, sumido en la adversidad, y que ese espíritu vertía sobre él todo su inagotable caudal de bondad, no eliminó el temblor de la voz y del pulso de Arthur, ni curó su debilidad. Pero sí le inspiró una fortaleza interior que crecía junto a su amor. ¡Y cuánto la quería ahora, más de lo que las palabras pueden expresar!

Sentados uno al lado del otro, a la sombra del muro, la oscuridad caía sobre él como si fuera luz. Amy no le dejó hablar mucho; Arthur, recostado en la butaca, la miraba. De vez en cuando ella se levantaba y le daba el vaso para que bebiera, o le alisaba el sitio donde apoyaba la cabeza; luego volvía a sentarse y agachaba la cabeza para continuar con la labor.

La sombra fue desplazándose al mismo tiempo que el sol, pero ella sólo se separaba de su lado cuando quería acercarle algo. El sol se puso y Amy seguía allí; ya había terminado la cortina y no había apartado una mano dubitativa del brazo del sillón desde la última vez que le había tendido algo. Arthur puso su mano sobre la de ella, y Amy se la estrechó con una temblorosa súplica.

—Querido señor Clennam, debo decirle una cosa antes de irme. Llevo retrasándolo toda la tarde, pero debo decírsela.

—Yo también, pequeña Dorrit de mi corazón. He ido retrasando lo que tengo que decirte.

Ella le acercó nerviosa una mano a los labios, como si quisiera que callara, pero después la volvió a bajar, aún temblando.

—No voy a volver a marcharme al extranjero. Mi hermano sí, pero yo no. Él siempre ha estado muy unido a mí, pero ahora me está tan agradecido —demasiado, porque su gratitud sólo se debe a que lo cuidé mientras estuvo enfermo— que me ha dicho que puedo quedarme donde me apetezca, que puedo hacer lo que prefiera. Dice que sólo quiere que sea feliz.

Una estrella brillante lucía en el firmamento. Ella la miró como si fuera el ferviente anhelo de su corazón que parpadeara encima de ella.

—Supongo que ya imagina usted, sin que yo se lo diga, que mi hermano ha vuelto a Inglaterra para abrir el testamento de mi querido padre y para tomar posesión de todos sus bienes. Edward dice que, si hay un testamento, indudablemente voy a ser rica, y que, si no lo hay, será él quien me convierta en una persona acaudalada.

Arthur quiso decir algo, pero ella levantó otra vez la mano trémula y se calló.

—Yo no sé qué utilidad darle al dinero, no lo quiero. Para mí no tendría ningún valor si no pudiera beneficiarlo a usted. No puedo ser rica y dejar que usted siga aquí. Si usted sufre, yo viviré algo mucho peor que la pobreza. ¿Me permite prestarle todo lo que tengo? ¿Me permite dárselo? ¿Me permite demostrarle que nunca he olvidado y que nunca olvidaré cómo me protegió cuando yo vivía aquí? Querido señor Clennam, ¡hágame la persona más feliz del mundo y dígame que sí! Deje que salga hoy de aquí lo más contenta posible y no me responda esta noche, deje que me vaya con la esperanza de que se lo va a pensar detenidamente, y que, por mí, no por usted, por mí, sólo por mí, me va a dar la alegría más grande que puedo esperar en este mundo, que es saber que le he sido útil, que he pagado con afecto y gratitud una pequeña parte de la deuda que he contraído con usted. No soy capaz de decir lo que quiero decir. No soy capaz de venir a verlo aquí, donde he vivido tanto tiempo, de pensar que está usted aquí, donde he visto tantas cosas, y ofrecerle toda la tranquilidad y el consuelo que se merece. Las lágrimas acabarían empañando mis ojos. No puedo contenerlas. ¡Se lo ruego, se lo ruego, no se aleje de su pequeña Dorrit, ahora, en este desgraciado momento! ¡Se lo ruego, se lo suplico y se lo imploro de todo corazón, amigo mío… querido mío… acepte todo lo que tengo y conviértalo en una bendición para mí!

La estrella había iluminado su rostro hasta ese instante; ahora lo hundió en la mano de Arthur y en la suya propia.

La oscuridad era más intensa cuando él la obligó a levantarse con el brazo que la rodeaba y le respondió tiernamente:

—No, pequeña Dorrit de mi alma. No, niña mía. No voy a consentir ese sacrificio. La libertad y la esperanza me serían tan gravosas, obtenidas a un precio tan elevado, que no soportaría su peso, no aguantaría el reproche de haberlas conseguido. Pero ¡juro que digo esto con toda mi gratitud y mi amor!

—Pero ¿no me permite demostrarle mi lealtad en su infortunio?

—Soy yo, querida mía, quien quiere serte leal. Si en aquella época en que éste era tu hogar y éste tu vestido me hubiera conocido mejor a mí mismo (y hablo sólo por mí); si hubiera interpretado mejor los secretos de mi corazón; si, a pesar de mi retraimiento y de la poca confianza en mí mismo, hubiera reconocido una luz que veo ahora con toda intensidad, cuando ya ha desaparecido y cuando mis débiles piernas no pueden alcanzarla; si entonces hubiera sabido y te hubiera dicho que te quería y te respetaba, no como una pobre niña, que es como solía llamarte, sino como una mujer cuya mano sincera me habría elevado por encima de mí mismo, convertido en un hombre mejor, más feliz; si hubiera aprovechado la oportunidad que ya no va a repetirse…. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Si algo nos hubiera separado en ese momento, cuando las cosas no me iban del todo mal, cuando tú eras pobre, podría haber respondido al noble gesto de ofrecerme tu fortuna, querida niña, con otras palabras, aunque todavía me habría dado vergüenza tocar tu dinero. Pero, dada la situación, ¡nunca debo tocarlo, nunca!

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