—No necesito sus halagos —replicó Affery—. A usted no tengo nada que decirle. Pero ¡Jeremiah me convenció de que eran sueños míos, y como tales los voy a contar!
Entonces la criada volvió a llevarse el delantal a la boca, como si quisiera hacer callar a otra persona, quizá a Jeremiah, que murmuraba amenazas entre dientes como si tiritara de frío.
—Nuestra querida
madame
Flintwinch —continuó Rigaud— ha desarrollado tan de repente una sensibilidad y una espiritualidad tales que no cabe sino asombrarse. Sí. Así sigue la historia. El señor tío obligó al sobrino a casarse. El señor le dijo, de hecho: «Sobrino mío, te presento a una dama de fuerte carácter, como yo; una dama firme, una dama seria, una dama con una férrea voluntad capaz de doblegar a los débiles, una dama que no conoce la compasión ni el amor, implacable, vengativa, fría como el mármol pero con una rabia tan ardiente como el fuego». ¡Ah! ¡Qué fortaleza! ¡Qué potencia intelectual tan superior! No cabe duda: un carácter orgulloso y noble que describo tal como imagino las palabras del señor tío. ¡Ja, ja, ja! ¡Por todos los diablos, cómo me gusta esta dulce dama!
El semblante de la señora Clennam había cambiado. Ahora tenía un color inusitado y oscuro, y el ceño más fruncido.
—
Madame, madame
—añadió Rigaud dándole más golpecitos en el brazo, como si probara con su mano cruel cómo sonaba un instrumento musical—, noto que he despertado su interés. Noto que me mira con simpatía. ¡Sigamos!
Sin embargo, antes de continuar, tuvo que ocultar un instante con la mano blanca esa nariz que bajaba y ese bigote que subía; le causaba un gran placer el efecto conseguido.
—Dado que el sobrino era, como ha señalado la lúcida señora Flintwinch, un pobre diablo que, a fuerza de pasar miedo y hambre, se aferraba a su vida de huérfano… el sobrino agachó la cabeza y respondió: «Tío, es usted quien decide. ¡Haga lo que le parezca!». El señor tío hizo lo que le pareció. Siempre se conducía así. La boda se celebró con todos los buenos auspicios; los recién casados se instalaron en esta preciosa mansión; es de suponer que a la dama la recibió Flintwinch. ¿Eh, pedazo de intrigante?
Jeremiah, sin apartar la vista de su señora, no respondió. Rigaud observó alternativamente a uno y otro, se tocó la fea nariz y chasqueó la lengua.
—La dama no tardó en descubrir algo singular y apabullante. A raíz de eso, dominada por la ira, por los celos, por la sed de venganza, planeó una forma de desquitarse… ¡sí, usted, señora! De forma muy ingeniosa, logró que el derrotado marido llevara el peso de su venganza y fuera él quien la ejecutara contra su enemigo. ¡Qué inteligencia superior!
—¡No te acerques, Jeremiah! —gritó Affery, acalorada, quitándose el delantal de la boca—. ¡Éste es uno de mis sueños! ¡Se lo contaste tú a la señora una tarde de invierno, mientras discutías con ella a la hora del ocaso! Ella estaba ahí y tú, mirándola, le dijiste que no tendría que haber permitido que Arthur, al volver a casa, sospechara únicamente de su padre, que ella siempre había tenido la fuerza y el poder, y que tendría que haber defendido al padre. En ese sueño también le decías que ella no era… que no era algo, pero no sé el qué, porque se enfadó muchísimo y te obligó a callar. Conoces el sueño tan bien como yo. Lo tuve el día que bajaste a la cocina con la palmatoria y me quitaste el delantal de la cabeza. El día que me aseguraste que había estado soñando. El día que te negaste a creer que se oían ruidos.
Después de esta explosión, Affery se tapó otra vez la boca con el delantal, sin separar la mano del alféizar ni la rodilla del banco de la ventana, dispuesta a gritar o a saltar si su amo y señor se acercaba.
A Rigaud no se le había escapado una palabra.
—¡Ajá! —exclamó, enarcando las cejas, cruzando los brazos y recostándose en la silla—. No cabe duda de que la señora Flintwinch es todo un oráculo. ¿Cómo interpretamos el oráculo usted, yo y el intrigante? Jeremiah aseguró que usted no era… ¡Y usted se puso hecha un basilisco y lo obligó a callar! ¿Qué no era usted? ¿Qué no es? ¡Dígalo,
madame
!
Frente a estas burlas atroces, la señora Clennam empezó a suspirar y a mover la boca involuntariamente. Los labios le temblaban, se le abrían, a pesar de sus ímprobos esfuerzos por dominarlos.
—¡Venga,
madame
! ¡Díganoslo! Nuestro querido intrigante afirmó que no era… y usted lo mandó callar. Flintwinch iba a decir que usted no era… ¿el qué? Yo ya lo sé, pero quiero que me demuestre un poco de confianza. ¿Qué? ¿Qué no es usted?
Ella intentó contenerse de nuevo, pero soltó impetuosamente:
—¡No soy la madre de Arthur!
—Muy bien —comentó Rigaud—. Veo que ha sido usted razonable.
Con la expresión imperturbable del rostro arrasada por este estallido de pasión, y mientras el fuego que tanto tiempo llevaba sofocando se abría paso a través de sus facciones desgarradas, la señora Clennam exclamó:
—¡Contaré yo la historia! Me niego a escucharla en boca de usted, manchada por la perversidad que le imprime. Dado que debe conocerse, prefiero ser yo quien la cuente. Ni una palabra más. ¡Atiendan!
—A menos que sea usted más obstinada y tenaz de lo que pensaba —intervino Flintwinch—, le recomiendo que deje que la cuente el señor Rigaud, el señor Blandois, el señor Belcebú, a su manera. ¿Qué más da, si lo sabe todo?
—No lo sabe todo.
—Sabe lo que tiene que saber —insistió Jeremiah, irritado.
—Pero no sabe quién soy yo de veras.
—¿Y usted cree que eso le importa? ¡Qué vanidosa! —respondió Flintwinch.
—Jeremiah, escuche: voy a hablar. Escuche: si hemos llegado a este punto, voy a contarlo con mis propias palabras y a explicar lo que viví. ¡Desde luego que lo voy a hacer! ¿Acaso he sufrido en esta habitación, donde me he visto confinada y sometida a privaciones, para acabar viéndome en el espejo que él me muestra? ¿No lo ve? ¿No lo oye? Aunque Affery fuera cien veces más desagradecida, aunque me costara mil veces más hacerla callar, aunque consiguiera que este hombre también se callara, ¡preferiría contarlo yo antes que padecer la tortura de oírlo de labios de él!
Rigaud echó la silla un poco hacia atrás, extendió las piernas y se quedó con los brazos cruzados, mirando a la señora Clennam.
—Usted no sabe lo que es una educación estricta y rigurosa —prosiguió la anciana—. A mí me educaron así. La mía no fue una juventud despreocupada de pecaminosa alegría y placeres. Los míos fueron días de ejemplar represión, castigo y pánico. La depravación de nuestro corazón, la maldad de nuestros actos, el pecado que arrastramos, los terrores que nos rodean… ésas fueron las cosas que definieron mi infancia. Formaron mi carácter y me inculcaron una profunda repugnancia por quienes eligen la senda del mal. Cuando el señor Gilbert Clennam propuso a mi padre que me casara con su sobrino huérfano, mi propio padre me señaló que la educación del joven se había caracterizado, como la mía, por una severa restricción. Me contó que, además de la disciplina a la que su alma había sido sometida, había vivido en una casa donde se pasaba hambre, donde el bullicio y la alegría eran desconocidos, donde todos los días eran días de trabajo y fatigas como si fueran el último. Me dijo que el muchacho era ya todo un hombre antes de que su tío empezara a tratarlo como tal, y que, desde su más tierna infancia, la casa del tío había sido para él como un santuario protegido contra ideas blasfemas o disolutas. Cuando, a los doce meses de casarme, supe que mi marido, en el momento en que mi padre me hablaba de él, había ya pecado contra el Señor y me había humillado entregándose a una mujer culpable, en vez de a mí, ¿pude dudar que había sido elegida para descubrirlo, que había sido elegida para castigar a esa criatura perdida? ¿Acaso podía olvidar en un instante… no mis faltas, pues no era quién para hacerlo, sino esa negativa al pecado, esa lucha contra él, en los que me habían educado?
La anciana puso la mano encima del reloj que había en la mesa.
—¡No! —continuó—. «No olvides jamás». Las iniciales de estas palabras se leen en este reloj, donde ya se leían en aquella época. Yo había sido elegida para encontrar la vieja carta en la que se hacía referencia a esas iniciales y que me desentrañó su significado, y que estaba, con el reloj, en el cajón secreto de mi marido. Si no hubiera sido elegida, no lo habría descubierto. «No olvides jamás». Oía su voz como si viniera de una nube de tormenta. No olvides jamás ese pecado mortal, no olvides jamás la verdad para la que has sido elegida, no olvides jamás el sufrimiento para el que has sido elegida. No olvidé jamás. ¿Era mi falta la que recordaba? ¿Mía? No, yo sólo era una servidora, una enviada. Yo no tenía ningún poder sobre ellos. Las cadenas del pecado los atenazaban y unían a los dos, y yo solamente cumplí una misión.
Más de cuarenta años habían pasado por la cabeza gris de esa mujer de hierro desde que ocurrieron estas cosas. Más de cuarenta años de luchas y forcejeos con la voz que entre susurros le decía que, fuera cual fuera el nombre que quisiera dar a su ira y a su orgullo, la eternidad entera no bastaría para cambiar la naturaleza de sus sentimientos. Pero habían pasado más de cuarenta años, había aparecido aquella Némesis que ahora la miraba cara a cara, y ella seguía aferrándose a su inclemencia, seguía invirtiendo el orden de la creación y seguía insuflando vida a una imagen de barro del Creador. En verdad, en verdad hay viajeros que han visto un sinfín de ídolos monstruosos en muchos países, pero los ojos humanos jamás han contemplado imitaciones más osadas, ofensivas y escandalosas de la naturaleza divina que las que fabricamos nosotros, criaturas de polvo, a nuestra imagen y semejanza, y que representan nuestras peores pasiones.
—Cuando obligué a mi marido a decirme quién era esa mujer, a que me diera su nombre y su dirección —continuó la señora Clennam, deslizándose por un torrente de indignación y defensa—, cuando la acusé y ella se echó a mis pies, ocultando el rostro, ¿era la afrenta que yo había recibido la que expuse, eran míos los reproches con que la cubrí? Aquellos personajes que, en la Antigüedad, eran elegidos para dirigirse a los reyes malvados y acusarlos, ¿acaso no eran servidores, enviados? ¿Acaso no me había encontrado, yo, un ser humilde, ajeno a esas dos personas, con un pecado que debía denunciar? Cuando ella quiso ablandarme diciéndome que era muy joven, que él había tenido una vida desgraciada y difícil (ésas fueron las palabras con que describió la virtuosa educación que el señor Clennam había traicionado), cuando me habló de la impía boda que habían celebrado en secreto y de la miseria y la vergüenza terribles que se habían abatido sobre ambos, en ese momento en que yo había sido elegida para castigarlos… cuando me habló del amor, pues dijo esta palabra, arrodillada delante de mí, del amor con que se había separado de él para que se casara conmigo… ¿era mi enemiga aquella a la que di un puntapié, eran mías las expresiones de cólera que la obligaron a encogerse, estremecida? ¡No es a mí a quien debe atribuirse tanto poder, no fui yo quien ordenó la expiación!
Hacía muchos, muchísimos años que la anciana no podía siquiera mover los dedos con facilidad, pero, curiosamente, ya había dado varios golpes vigorosos en la mesa, y, al pronunciar estas últimas palabras, alzó todo el brazo, como si fuera un movimiento que hiciera de forma habitual.
—¿Y cuál fue la penitencia que tuvo que cumplir esa mujer de corazón impasible y entregada a la depravación más oscura? ¿Que yo fui vengativa e implacable? Quizá se lo parezca a una persona como usted, que no conoce la rectitud moral ni atiende a otra llamada que la de Satán. Ríase, pero ahora sabrá cómo soy de veras, como ya lo sabe Flintwinch. Aunque sólo se enteren usted y esta mujer corta de entendederas.
—Inclúyase a usted,
madame
—replicó Rigaud—. Albergo ciertas sospechas de que
madame
también siente cierta necesidad de justificarse.
—Eso es mentira. No es cierto. No tengo esa necesidad —afirmó ella con furiosa energía.
—¿De veras? —dijo Rigaud—. ¡Vaya!
—Estaba hablando de la penitencia efectiva que se le exigió a esa mujer. «Usted tiene un hijo, yo no, y quiere mucho a ese niño. Démelo. El pequeño creerá que es hijo mío, y todos lo considerarán como tal. Para que nadie se entere, su padre me jurará que nunca más la verá, que jamás se comunicará con usted; del mismo modo, para impedir que el tío lo desherede, para que el niño no se vea en la indigencia, también jurará usted que nunca más volverá a verlos, que jamás se comunicará con ellos. Entonces, y después de que renuncie usted al dinero que actualmente le pasa mi marido, seré yo quien se encargue de mantenerla. Se marchará a un lugar desconocido; en él, si quiere, puede fingir que siempre ha sido honesta: nadie excepto yo conocerá la verdad; no pondré en peligro su historia». No hubo más. Tuvo que sacrificar los pecaminosos sentimientos de los que debía avergonzarse, nada más. Fue libre para cargar con su culpa en secreto, para padecer en secreto; gracias a este sufrimiento temporal, que muy liviano me parece teniendo en cuenta la falta cometida, obtenía la posibilidad de salvarse del sufrimiento eterno. Aunque la haya castigado en este mundo, ¿acaso no le abrí una senda al más allá? Si llegó a sentirse rodeada por un fuego inagotable y unos tormentos infinitos, ¿cree usted que fueron obra mía? Si la amenacé, entonces y después, hablándole de las torturas que se cernían sobre ella, ¿cree usted que las había ideado yo?
Dio la vuelta al reloj que estaba en la mesa, lo abrió, y, con el mismo gesto implacable, miró las letras del interior.
—Ellos no olvidaron jamás. Cuando alguien comete una ofensa de tal envergadura, parte de la penitencia consiste en no olvidar. La presencia de Arthur era un reproche diario para su padre, y su ausencia, un padecimiento diario para su madre, siguiendo los justos dictados de Jehová. También se me podría acusar a mí, pero fue el aguijón de una conciencia iluminada lo que la volvió loca, y también fue el Señor de todas las cosas quien decidió que viviera muchos, muchísimos años. Yo me dediqué a llevar por el buen camino a ese niño que, de no haber sido por mí, se habría visto condenado a la perdición; me dediqué a darle una buena reputación, unos orígenes decentes, a educarlo en el miedo y el escalofrío, a enseñarle una vida en la que pudiera redimir los pecados que ya arrastraba antes de venir a este valle de lágrimas. ¿Fue eso cruel? ¿No me afectaban también a mí las consecuencias de la ofensa original, en la que no había participado? El padre de Arthur y yo vivimos juntos en esta casa, pero no habríamos estado más alejados si nos hubiera separado medio globo terráqueo. Cuando murió me envió este reloj con la inscripción de «No olvides jamás». Y no olvido, aunque no interpreto estas palabras del mismo modo que él. A mí este lema me recuerda que fui elegida para cumplir una misión. Así he interpretado estas tres letras desde que las tengo en la mesa, y así las interpretaba también, con la misma claridad, cuando estaban a miles de kilómetros de distancia.