—Le ruego que tome asiento —dijo, indicándole una silla con tanta frialdad que Clennam se quedó de pie—. ¿Qué nombre ha dado?
—Blandois.
—¿Blandois?
—Un apellido que usted conoce.
—Es extraño —dijo la señorita Wade, frunciendo el ceño— que siga mostrando usted un interés, que no deseo en absoluto, en mí y en mis conocidos; en mí y en mis asuntos, señor Clennam. No sé qué pretende.
—Disculpe, pero ¿conoce ese apellido?
—¿Qué puede tener usted que ver con ese apellido? ¿Qué puedo tener yo que ver con ese apellido? ¿Y qué le importa a usted que lo conozca o no? Conozco muchos apellidos y he olvidado muchos más. Éste podría ser de los unos o de los otros. O podría no haberlo oído nunca. No se me ocurre motivo alguno para que me interrogue yo misma u otra persona sobre ese asunto.
—Si me lo permite —dijo Clennam—, le contaré mis motivos para insistir. Admito que insisto y le ruego que me perdone si resulto demasiado obstinado. Tengo mis motivos y no insinúo que tenga usted nada que ver.
—Bien, señor —contestó ella, repitiendo con un tono algo menos altivo la invitación a que se sentara, que esta vez Arthur aceptó, puesto que ella se sentó también—: al menos, me alegro de saber que no se trata de ninguna sierva de un amigo suyo, privada de elegir libremente, y a la que yo haya hecho desaparecer. Si quiere contármelos, escucharé sus motivos.
—En primer lugar, para identificar a la persona de la que estamos hablando —dijo Clennam—, permítame señalarle que se reunió usted con él en Londres hace cierto tiempo. Recordará usted que habló con él cerca del río, frente al edificio Adelphi.
—Se mete usted en mis asuntos de un modo injustificable —contestó ella, mirándolo con profundo disgusto—. ¿Cómo lo sabe?
—Le ruego que no se enfade: lo sé de modo accidental.
—¿Y de qué accidente se trata?
—El mero accidente de pasar por ahí y verlos hablando.
—¿Se refiere a usted o a otra persona?
—A mí mismo, fui yo quien los vio.
—Dado que era en plena calle —señaló la señorita Wade al cabo de unos momentos de reflexión cada vez menos indignada—, podrían habernos visto cincuenta personas y no habría tenido la menor importancia.
—Ni se la doy yo a que los viera por casualidad ni lo relaciono con mi visita o el favor que voy a pedirle (excepto como explicación de mi presencia).
—¡Oh, tiene que pedirme un favor! Ya me parecía a mí —el bello rostro lo miró con expresión amarga— que era más amable que de costumbre, señor Clennam.
Clennam se limitó a contestar con un pequeño gesto pero sin palabras. Le contó la desaparición de Blandois, de la que probablemente habría oído hablar. Aunque a él le pareciera más o menos probable, lo cierto era que la señorita Wade no sabía nada. Que echase un vistazo a su alrededor (dijo ella) y juzgara por sí mismo qué contacto con el mundo podía tener una mujer encerrada ahí, devorando su propio corazón, mientras la noticia se propagaba. Después de semejante negativa, que a Clennam le pareció sincera, la señorita Wade le preguntó a qué se refería cuando hablaba de desaparición. Eso lo llevó a contarle las circunstancias con detalle, expresar parte de su interés por descubrir lo que le había sucedido a aquel hombre y disipar las oscuras sospechas que se cernían sobre la casa de su madre. La señorita Wade lo escuchó con evidente sorpresa y con más indicios, si bien disimulados, de prestar atención de los que Clennam había visto en ella; sin embargo, no por ello abandonó su actitud distante, orgullosa y altiva. Cuando él terminó, se limitó a decir estas palabras:
—Todavía no me ha dicho, señor, qué tengo yo que ver con este asunto ni cuál es el favor que me pide. ¿Tendría la amabilidad de explicármelo?
—Supongo —dijo Arthur, sin abandonar el intento de suavizar la actitud burlona de la señorita Wade— que, estando usted en contacto (¿tal vez podría decir contacto confidencial?) con esta persona…
—Puede decir usted lo que le dé la gana —dijo ella—, pero no suscribo su hipótesis ni las de nadie.
—… que, estando usted, por lo menos, en comunicación personal con él —insistió Clennam, alterando un poco la frase con la esperanza de que ella no pudiera objetar nada—, podría decirme algo de sus antecedentes, sus intereses, costumbres y lugar habitual de residencia. Puede darme alguna pista que me oriente con mayores probabilidades en su búsqueda, para luego sacarlo a la luz, o bien establecer qué ha sido de él. Éste es el favor que le pido y se lo pido con una inquietud por la cual espero que manifieste alguna consideración. Si tuviera usted motivo para imponerme condiciones, lo respetaré sin preguntarle cuál es.
—Me vio por casualidad con ese hombre en la calle —señaló la señorita Wade tras un momento, para mortificación de Arthur, más absorta en sus pensamientos que en la petición que acababa de hacerle—. ¿Es que ya conocía usted a aquel hombre?
—No lo conocía antes, pero lo conocí después. No lo había visto nunca, pero lo vi de nuevo aquella misma noche, la de su desaparición. En la habitación de mi madre, de hecho. Lo dejé ahí. Leerá en este papel todo lo que se sabe de él.
Le tendió uno de los volantes y ella lo leyó con expresión firme y atenta.
—Eso es más de lo que yo sabía de él —dijo la señorita Wade devolviéndoselo.
El semblante de Clennam expresó su profunda decepción, tal vez su incredulidad; por lo que ella añadió en el mismo tono indiferente:
—No me cree. Sin embargo, así es. En cuanto a la comunicación personal, parece que la hubo entre él y su madre. Y, sin embargo, ¡dice que a ella sí la cree cuando declara que no sabe nada más de él!
Estas palabras fueron lo suficientemente suspicaces, así como la sonrisa que las acompañó, para que las mejillas de Clennam enrojecieran.
—Vamos, caballero —dijo la señorita Wade, con un placer cruel al repetir la puñalada—. Ya que así lo desea, seré franca con usted. Le confesaré que, si me preocupara mi prestigio (que no es el caso) o tuviera un buen nombre que proteger (cosa que no tengo, porque me da absolutamente igual la buena o mala fama), consideraría que me comprometía mucho haber tenido algo que ver con este individuo. Sin embargo, nunca ha cruzado la puerta de mi casa y nunca se ha quedado hablando conmigo hasta medianoche.
Se desquitó así de su viejo resentimiento volviendo la situación contra Clennam. No era propio de su carácter dejar pasar la oportunidad de herir a alguien y no sentía la menor piedad.
—No tengo inconveniente en decirle que es un mercenario, ruin y miserable; lo conocí rondando por Italia (donde me encontraba yo, no hace mucho tiempo) y ahí lo contraté para que se encargara de unos asuntos míos. En definitiva, me interesaba, por mi propio interés (la satisfacción de un fuerte deseo), pagar a un espía que obedeciera mis órdenes. Pagué a ese individuo. Y debo decir que, si hubiera querido semejante cosa y hubiera podido pagarle lo suficiente, y si él hubiera podido hacerlo en la oscuridad y sin riesgos, habría sido capaz de quitarle la vida a cualquiera con la misma falta de escrúpulos con que aceptó mi dinero. Ésta es, al menos, la opinión que tengo yo de él: y veo que no es muy distinta de la suya. Pero debo deducir (siguiendo su ejemplo de suponer eso y aquello) que la opinión de su madre era muy diferente.
—Me permito recordarle que mi madre —dijo Clennam— lo conoció en el lamentable curso de un negocio.
—Parece haber sido el lamentable curso de un negocio lo que la puso en comunicación con él por última vez —contestó la señorita Wade— y, en esa ocasión, trabajaron hasta muy tarde.
—Sus palabras —dijo Arthur, dolorido por los golpes asestados fríamente, cuya fuerza había constatado ya— dan a entender que existía algo…
—Señor Clennam —interrumpió ella con tranquilidad—, le recuerdo que no doy a entender nada. Digo sin tapujos que ese hombre es un miserable mercenario. Supongo que semejante personaje va donde le ofrecen algo; si yo no hubiera tenido algo interesante que ofrecerle, nunca nos habría visto juntos.
Torturado por la insistencia de la señorita Wade en exponerle el lado más oscuro del caso, sobre el que él mismo albergaba algunas dudas, Clennam guardó silencio.
—He hablado de él como si siguiera vivo —añadió la señorita Wade—, pero ignoro si lo han quitado de en medio. Tampoco me preocupa, no lo necesito para nada.
Con un profundo suspiro y aire abatido, Arthur Clennam se puso en pie despacio.
Ella no se levantó, pero, después de examinarlo mientras tanto con una mirada de recelo y los labios apretados con ira, dijo:
—Era el compañero que eligió su querido amigo el señor Gowan, ¿verdad? ¿Por qué no le pide a su querido amigo que lo ayude?
Arthur tenía ya en los labios la respuesta de que no era su querido amigo, pero se contuvo, recordando sus viejas luchas y decisiones, y dijo:
—Puesto que Gowan no ha vuelto a ver a Blandois desde que éste partió hacia Inglaterra, no sabe nada más de él. Era un conocido al que trató casualmente en el extranjero.
—¡Un conocido casual! —repitió ella—. Sí, con la mujer que tiene, su querido amigo necesita distraerse con todos los conocidos que pueda. ¡Odio a esa mujer!
A Clennam le llamó la atención la rabia con que lo dijo, tanto más por cuanto la señorita Wade era una mujer contenida, y guardó silencio. Ella lo miraba y la ira le brillaba en los ojos oscuros, le temblaba en las ventanas de la nariz y encendía el aliento que exhalaba; pero, en conjunto, su rostro expresaba una serenidad desdeñosa y su actitud era tan tranquila y altivamente elegante como si su estado de ánimo fuera de completa indiferencia.
—Lo único que le diré, señorita Wade —señaló Clennam—, es que dudo que haya recibido usted provocación alguna para un sentimiento que no creo que sea recíproco.
—Puede pedir a su querido amigo su opinión al respecto, si quiere —contestó.
—Mi relación con mi querido amigo no es íntima hasta el punto —dijo Arthur, a pesar de la decisión que había tomado— que haga probable que tratemos el asunto, señorita Wade.
—Lo odio —contestó ella—. Más todavía que a su mujer, porque en otros tiempos fui lo bastante boba y me engañé a mí misma para llegar casi a quererlo. Usted sólo me ha visto en situaciones comunes e imagino que me ha tomado por una mujer común, un poco más terca que la mayoría. Usted no sabe lo que entiendo yo por odiar si sólo me conoce de modo superficial; no puede saberlo si ignora con qué cuidado me he estudiado a mí misma y a la gente que me rodea. Por este motivo, durante un tiempo me he sentido inclinada a contarle lo que ha sido mi vida; no para ganarme su buena opinión, ya que no le doy importancia, sino para que pueda comprender, cuando piense en su querido amigo y en su querida mujer, lo que yo entiendo por odiar. ¿Puedo darle algo que he escrito y he guardado para que lo lea o prefiere que no lo haga?
Arthur le rogó que se lo diera. La señorita Wade se dirigió al escritorio, lo abrió con llave y de un cajón interior cogió unas pocas hojas de papel dobladas. Sin mostrarse más amable, sin mirarlo apenas, hablando como si se dirigiera a su propia imagen en el espejo para justificar su terquedad, dijo mientras se las entregaba:
—¡Ahora entenderá lo que quiero decir cuando hablo de odiar! Ni más ni menos que esto. Aunque me encuentre alojada de modo temporal y precario en una casa londinense vacía o en un piso de Calais, encontrará a Harriet conmigo. Quizá quiera verla antes de irse. ¡Harriet, ven! —A continuación llamó por segunda vez y la segunda llamada consiguió que saliera Harriet, antes Tattycoram—. Aquí está el señor Clennam —anunció la señorita Wade—; no ha venido a buscarte, ha renunciado a ti… porque supongo que habrá renunciado ya.
—Como no tengo autoridad ni influencia, sí —dijo Clennam.
—No ha venido a buscarte, ya ves; pero sigue buscando a alguien. Quiere a ese tal Blandois.
—Con quien las vi en el Strand de Londres —insinuó Arthur.
—Si sabes algo de él, Harriet, que no sea que vino de Venecia, que eso ya lo sabemos todos, díselo al señor Clennam libremente.
—No sé nada más de él —dijo la joven.
—¿Está usted satisfecho? —preguntó la señorita Wade.
Arthur no tenía motivo para no creerlas; la actitud de la chica era tan natural que casi lo habría convencido si hubiera albergado alguna duda.
—Tendré que buscar información en otro lugar.
No pensaba irse en aquel momento, pero, como se había levantado antes de que la joven entrara y ella, evidentemente, había pensado que se iba, le lanzó una mirada rápida y dijo:
—¿Están bien, señor?
—¿Quiénes?
La joven se contuvo para no decir «todos ellos»; miró a la señorita Wade y dijo:
—El señor y la señora Meagles.
—Estaban bien la última vez que supe de ellos. No están en Inglaterra. A propósito, permita que le pregunte si es cierto que la han visto por ahí.
—¿Dónde? ¿Dónde dicen que me han visto? —preguntó la joven bajando los ojos con gesto hosco.
—Mirando por la verja de la casa.
—No —dijo la señorita Wade—. Ni se ha acercado.
—Me parece que está usted equivocada —dijo la muchacha—. Fui allí la última vez que estuve en Londres. Fui una tarde cuando usted me dejó sola, y miré por la verja.
—Niña tonta —contestó la señorita Wade con un desprecio infinito—. ¿De tan poco han servido nuestra compañía, nuestras conversaciones, tus quejas?
—No pasa nada por mirar desde la verja un momento —dijo la joven—. Vi por la ventana que la familia no estaba.
—¿Y por qué tuviste que ir por ahí?
—Porque quería ver la casa. Porque tenía la sensación de que me gustaría verla otra vez.
Mientras los dos hermosos rostros se miraban el uno al otro, Clennam tuvo la sensación de que aquellos dos caracteres debían de vivir en un continuo estado de destrucción mutua.
—Oh —dijo la señorita Wade, cediendo con frialdad y apartando la vista—; si tenías ganas de ver el lugar donde vivías cuando yo te rescaté porque habías descubierto qué clase de vida llevabas en realidad, es otra cosa. Pero ¿ésa es la confianza que me tienes? ¿Ésa es tu fidelidad? ¿Ésa es la causa común que nos une? No te mereces la confianza que he depositado en ti. No te mereces el aprecio que te tengo. No eres mejor que un perrito faldero y sería mejor que volvieras con la gente que te trataba peor que si te azotara.
—Si habla así de ellos delante de otras personas, me provoca para que los defienda —dijo la joven.