El otoño siguió avanzando, y ahora la pequeña Dorrit ya no iba a Marshalsea y se marchaba sin haber visto a Arthur. No, no, no.
Una mañana, mientras Clennam esperaba oír esos pasos livianos que todos los días daban alas a su corazón, y que llevaban toda la luz celestial de un nuevo amor a la habitación en la que un amor antiguo había luchado tanto y tanta fidelidad había demostrado… una mañana, al escuchar, se dio cuenta de que Amy no venía sola.
—Querido Arthur —anunció la alegre voz de la joven desde detrás de la puerta—, traigo compañía. ¿Puedo pasar con una persona?
A él le había parecido por los pasos que la acompañaban dos personas. Dijo que sí; Amy entró con el señor Meagles, moreno y jovial, que abrió los brazos y dio un gran abrazo a Arthur, como un padre moreno y jovial.
—Ahora ya puedo respirar tranquilo —declaró Meagles al cabo de un minuto—. Ya ha acabado todo. Arthur, querido amigo, no niegue que me había estado esperando.
—Sí —respondió Clennam—, pero Amy me había dicho que…
—Pequeña Dorrit. No me llames de ninguna otra manera —le dijo la joven en un susurro.
—Pero mi pequeña Dorrit me había dicho, sin explicarme nada más, que no lo esperara, que ya aparecería usted.
—Y ya he aparecido, muchacho —confirmó Meagles con un fuerte apretón de manos—, y ahora te explicaré todo lo que quieras. Lo cierto es que sí vine, nada más volver a Inglaterra después de andar por el mundo entregado al
allez
y al
marchez
; si no lo hubiera hecho, todavía me daría vergüenza mirarte a la cara… Pero en ese momento no te convenía recibir visitas, y tuve que partir de nuevo en busca de Doyce.
—¡Pobre Doyce! —suspiró Arthur.
—No digas cosas que no le corresponden —le corrigió Meagles—. De pobre no tiene nada; no le va pero que nada mal. Doyce ha triunfado en ese país. Te aseguro que se ha abierto camino a lo grande. Ha encontrado su sitio. En un lugar donde nadie quiere que se hagan las cosas ni necesita a un hombre que las haga, Dan no tiene nada que hacer. Pero en un lugar donde quieren que se hagan las cosas y necesitan a un hombre que las haga, Dan está en su sitio. Ya no tendrás que perseguir al Negociado de Circunloquios. Te lo digo yo, ¡Dan ha triunfado sin ellos!
—¡No sabe qué peso me quita de encima! —exclamó Arthur—. ¡Ni lo feliz que me hace!
—¿Feliz? —repitió Meagles—. No me hables de felicidad hasta que veas a Dan. Te lo digo yo, está dirigiendo unas obras y unos proyectos en ese país que te pondrían el pelo de punta. ¡Ya no lo consideran un delincuente, te lo juro! Le han puesto encima tantas medallas y tantas cintas y tantos lazos y tantas insignias que parece un caballero de toda la vida. Pero todo eso no podemos decirlo aquí.
—¿Por qué no?
—¡Cómo que por qué no! —dijo Meagles, negando con la cabeza muy seriamente—. Porque todo esto tendrá que ocultarlo bajo siete llaves cuando venga. En este país, no les va a gustar nada. Nuestra Gran Bretaña es como el perro del hortelano: no concede distinciones a sus hijos pero no permite que se sepa que las ha conseguido en otro país. ¡No, no, Dan! —exclamó, negando otra vez con la cabeza—. ¡Eso aquí no les gustaría nada!
—Dejando por un momento aparte a Doyce, si me hubiera devuelto usted todo lo que perdí, multiplicado por dos, ¡no me habría hecho tan feliz como con esta noticia!
—Desde luego, desde luego. Eso ya lo sabía, querido amigo; por eso he venido a decírselo lo antes posible. Ahora le voy a seguir contando cómo encontré a Doyce. Lo encontré. Me topé con él, rodeado de esos tipejos mugrientos y morenos que llevan unos gorros de mujer que les quedan enormes; se hacen llamar árabes o no sé qué otras razas extrañas. ¡Ya sabe usted de qué pueblo hablo! ¡Bueno! Pues resulta que casi nos chocamos, así que volvimos juntos.
—¿Que Doyce está en Inglaterra? —dijo Arthur, sorprendido.
—¡Huy! —exclamó Meagles, extendiendo los brazos—. Se me dan muy mal estas sorpresas. No sé qué habría hecho de haber sido diplomático. ¡A lo mejor, algo bueno! En resumidas cuentas, Arthur: los dos llevamos quince días en Inglaterra. Y, si me vas a preguntar dónde está Doyce en este preciso instante, pues te respondo claramente: ¡aquí lo tienes! ¡Y ahora ya puedo respirar, al fin!
Doyce apareció como una centella en la puerta, cogió a Arthur por las dos manos y le contó el resto de la historia:
—El asunto que voy a tratar sólo tiene tres puntos, querido Clennam —dijo, señalándolos los tres, con ese dedo pulgar tan ágil, en la palma de la mano—, y se los voy a explicar claramente. En primer lugar, no quiero que me hable más del pasado. Cometió usted un error de cálculo. Yo sé lo que es eso. Un error así afecta a toda la maquinaria y conduce al fracaso. Pero ese fracaso será beneficioso para usted, porque en otra ocasión sabrá evitarlo. Muchas veces me ha pasado lo mismo al construir algo. De cada fracaso se puede aprender algo, si uno está dispuesto, y usted es demasiado sensato para no aprender de lo que ha pasado. Hasta aquí en lo que respecta al primer punto. Pasemos al segundo. Lamenté que se lo tomara usted tan a pecho, que se lo reprochara tan duramente; precisamente me encontraba de viaje, sin hacer paradas ni de día ni de noche, sin poder hablar con usted y aclarar las cosas, con la ayuda de nuestro amigo, cuando me topé con él, tal y como acaba de referirnos. Tercer punto. Meagles y yo convinimos en que, después de todo lo que había usted sufrido, después de la angustia y la enfermedad, podríamos darle una agradable sorpresa si no decíamos nada hasta haberlo arreglado todo sin su conocimiento; entonces le anunciaríamos que el asunto se había solucionado, que todo iba bien, que se le necesitaba en el negocio más que nunca, y que ante usted y yo se abría una nueva y próspera carrera como socios. Éste es el tercer punto. Ya sabe usted que los que fabricamos máquinas siempre tenemos en cuenta la energía que se pierde con la fricción, así que ya he reservado un local para que vayamos empezando. Querido Clennam, confío plenamente en usted; sólo depende de usted serme tan útil como yo lo he sido o he intentado serlo para usted; su antiguo puesto, donde hace usted mucha falta, sigue a su disposición; nada lo retiene aquí, puede salir antes de media hora.
Se produjo un silencio que sólo se quebró después de que la futura y menuda mujer de Arthur se acercara a él, que se había levantado para ir a la ventana, dándoles la espalda, y se quedara a su lado.
—Acabo de decir algo —añadió Daniel Doyce—, pero creo que puedo estar equivocado. He dicho que podía salir de aquí antes de media hora, que nada lo retenía. ¿Acierto si supongo que preferiría quedarse hasta mañana por la mañana? ¿Adivino, sin necesidad de ser muy listo, adónde quiere ir usted nada más abandonar estos muros y esta habitación?
—Sí —respondió Arthur—. Es nuestro deseo más ferviente.
—¡Muy bien! —dijo Doyce—. En tal caso, si esta joven dama me hace el honor de considerarme un padre las próximas veinticuatro horas, y permite que mañana la lleve a la calle de Saint Paul’s Churchyard
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, me atrevo a decir que sé lo que nos espera en ella.
Poco después, la pequeña Dorrit y Doyce se marcharon, pero el señor Meagles se demoró un rato más para decirle una cosa a su amigo.
—Arthur, creo que mañana no nos necesitarás ni a madre ni a mí, así que no asistiremos. La situación podría incitar a madre a pensar en Tesoro; es una mujer con los sentimientos a flor de piel. Mejor que se quede en casa; yo también me quedaré con ella y le haré compañía.
Con estas palabras, se despidieron hasta la siguiente ocasión. Y el día llegó a su fin, y la noche llegó a su fin, y amaneció, y la pequeña Dorrit, vestida con su sencillez habitual, acompañada únicamente por Maggy, apareció en la cárcel nada más despuntar el alba. Esa mañana, la mísera habitación era una habitación feliz. ¡No había en el mundo otra más rebosante de paz y alegría!
—Amor mío —dijo Arthur—, ¿por qué enciende Maggy el fuego? En seguida nos vamos.
—Se lo he pedido yo. Es un capricho. Quiero que quemes una cosa.
—¿El qué?
—Este pliego. Si lo echas tú mismo al fuego, sin abrirlo, mi capricho se verá satisfecho.
—Pequeña Dorrit de mi corazón, ¿una superstición? ¿Se trata de algún hechizo?
—Lo que tú quieras creer, cielo mío —respondió Amy, riendo con ojos brillantes y poniéndose de puntillas para darle un beso—. Pero concédeme el capricho cuando el fuego esté listo.
Esperaron delante de la chimenea: Clennam le rodeaba la cintura con el brazo mientras el fuego brillaba donde ella lo había visto brillar tantas veces.
—¿Ya arde lo suficiente? —preguntó Clennam.
—Sí, ya es suficiente —respondió la joven.
—¿Requiere el hechizo que se pronuncien unas palabras? —dijo Arthur con el pliego en la mano, sobre el fuego.
—Si quieres, puedes decir: «¡Te quiero!» —respondió la pequeña Dorrit.
Y eso dijo él mientras el papel se quemaba.
Cruzaron el patio en silencio, pues no había nadie, aunque muchas cabezas los espiaban desde las ventanas. Sólo vieron un rostro, conocido de muchísimos años, en la portería. Los dos lo saludaron, y el dueño del rostro les deseó todo lo mejor; después, Amy se dio la vuelta, le tendió la mano y le dijo:
—¡Adiós, mi buen John! ¡Espero que tenga usted una vida muy feliz!
Subieron los escalones de la cercana iglesia de Saint George y llegaron al altar, donde Daniel Doyce, que desempeñaba el papel de padre, los aguardaba. Y allí vieron también a aquel viejo amigo de la pequeña Dorrit que le había dado el libro de entierros para que lo utilizara como almohada, muy admirado de que la muchacha hubiera elegido esa iglesia para casarse, después de todo.
Y se casaron, mientras el sol los iluminaba a través de la figura de Nuestro Salvador pintada en las vidrieras. Y pasaron a la misma salita en la que Amy había dormitado aquella noche, después de la fiesta, para firmar el registro matrimonial. Allí, el señor Pancks (que estaba destinado a convertirse en gerente de Doyce y Clennam, y después socio de la empresa) dejó de ser el incendiario para convertirse en un pacífico amigo y contempló desde la puerta todo el proceso, dando muy galantemente un brazo a Flora y el otro a Maggy, mientras al fondo se encontraban John Chivery, su padre y otros carceleros, que no habían querido perderse la ocasión, abandonando al padre Marshalsea para acompañar a su feliz hija. A pesar de sus recientes declaraciones, no se observaron en Flora indicios de confinamiento: al contrario estuvo maravillosamente elegante y disfrutó de lo lindo con la ceremonia, aunque con cierto atolondramiento.
El viejo amigo de la pequeña Dorrit le sostuvo el tintero para que firmara; el pasante, que le estaba quitando la sobrepelliz al buen párroco, dejó lo que estaba haciendo, y todos los testigos observaron con gran atención.
—Esta joven dama —aseguró el viejo amigo de Amy— es una de nuestras curiosidades, y ahora ya aparece en el tercer volumen de nuestros registros. Su nacimiento figura en el que denomino primer volumen; una noche durmió en este mismo suelo, con esa preciosa cabeza apoyada en el que denomino segundo volumen; y ahora está firmando el acta matrimonial en el que denomino tercer volumen.
Todos se hicieron a un lado cuando acabaron de firmar, y la pequeña Dorrit y su marido salieron solos de la iglesia. Se detuvieron un instante en las escaleras del pórtico, contemplaron la nueva perspectiva de la calle bajo los rayos luminosos del sol de la mañana otoñal, e iniciaron el descenso.
Descendieron a una vida sencilla, útil y feliz. A una vida en la que, con el paso del tiempo, Amy daría todo el cariño maternal a los hijos a los que tan poco caso hacía Fanny, así como a los suyos propios, mientras su hermana se lanzaba de lleno a la vida en sociedad. A una vida en la que también, durante varios años, cuidó con ternura y cercanía a Tip, a quien no molestaban lo más mínimo todos los sacrificios que Amy hacía por él, aunque no hubiera llegado a compartir con ella esa riqueza de la que tampoco había llegado a disfrutar, aunque ella consiguiera, a fuerza de cariño, que él olvidara Marshalsea y todos sus frutos podridos. Descendieron silenciosamente al bullicio de las calles, inseparables, dichosos, y, mientras avanzaban bajo el sol y en la sombra, los ruidosos y los impetuosos, los arrogantes y los impenitentes y los vanidosos se exaltaban, acalorados, armando el alboroto de siempre.
CHARLES DICKENS, nació en Portsmouth en 1812, segundo de los ocho hijos de un funcionario de la Marina. A los doce años, encarcelado el padre por deudas, tuvo que ponerse a trabajar en una fábrica de betún. Su educación fue irregular: aprendió por su cuenta taquigrafía, trabajó en el bufete de un abogado y finalmente fue corresponsal parlamentario de
The Morning Chronicle
. Sus artículos, luego recogidos en
Bosquejos de Boz
(1836-1837), tuvieron un gran éxito y, con la aparición en esos mismos años de
Papeles póstumos del club Pickwick
, Dickens se convirtió en un auténtico fenómeno editorial. Novelas como
Oliver Twist
(1837;
ALBA CLÁSICA MAIOR núm. XXIII
),
Nicholas Nickleby
(1838-1839) o
Barnaby Rudge
(1841) alcanzaron una enorme popularidad, así como algunas crónicas de viajes, como
Estampas de Italia
(1846;
ALBA CLÁSICA núm. LVII
). Con
Dombey e hijo
(1846-1848) inicia su época de madurez novelística, de la que son buenos ejemplos
David Copperfield
(1849-1850;
ALBA CLÁSICA MAIOR núm. XX; ALBA MINUS núm. 22
), su primera novela en primera persona —y su favorita—, en la que elaboró algunos episodios autobiográficos,
Casa desolada
(1852-1853),
La pequeña Dorrit
(1855-1857),
Historia de dos ciudades
(1859) y
Grandes esperanzas
(1860-1861;
ALBA CLÁSICA MAIOR núm. I; ALBA MINUS núm. 12
). En 1850 fundó su propia revista,
All the Year Round
, en la que publicó por entregas novelas suyas y de otros escritores, y la serie de
La señora Lirriper
(1863-1864;
ALBA CLÁSICA núm. CX
), escrita en colaboración con otros autores, igual que
Una casa en alquiler
(1858;
ALBA CLÁSICA núm. CXV
). Dickens murió en Londres en 1870.