La dama, con un monóculo en el ojo, contempló unos momentos, paralizada y muda, a las dos señoritas Dorrit. Entre tanto, la señorita Fanny, en primer plano de una gran composición pictórica formada por la familia, el equipaje de la familia y sus criados, retuvo a su hermana por el brazo mientras con el otro brazo se abanicaba con aire distinguido y examinaba de pies a cabeza a la dama con aire indiferente.
La dama, recuperándose rápidamente —puesto que era la señora Merdle y no era fácil desconcertarla—, añadió que confiaba en que esas palabras fueran disculpa para su osadía y devolvieran al amable posadero el prestigio que tan importante era para él. El señor Dorrit, en el altar de cuya dignidad todo esto era puro incienso, contestó amabilísimamente y dijo que sus criados podían… ejem… desenganchar los caballos y que pasaría por alto lo que… ejem… al principio había tomado por una afrenta y ahora consideraba un honor. Al oír estas palabras, el Busto se inclinó ante él y su propietaria, con un maravilloso dominio de la situación, dirigió una irresistible sonrisa de despedida a las dos hermanas, como si fueran dos jóvenes de buena posición por las que albergara gran simpatía y a las que no hubiera tenido el placer de ver jamás.
Sin embargo, no actuó de la misma manera el joven Sparkler. Este caballero, que se había quedado paralizado en el mismo momento que su madre, no se recobró como ella y no dejaba de contemplar el cuadro en el que Fanny ocupaba el primer plano. Cuando su madre le dijo: «Edmund, estamos listos, ¿harías el favor de darme el brazo?», por el movimiento de los labios de Edmund se habría dicho que contestó con algún comentario en el que hallara expresión su excelente y acostumbrado ingenio, pero no relajó ni un músculo. Tan paralizado estaba que difícilmente se habría inclinado lo bastante para entrar en el carruaje si no hubiera recibido desde el interior la oportuna ayuda de un tirón materno. En cuanto entró, la cortina de la ventanilla trasera desapareció y un ojo ocupó su lugar. Y ahí permaneció tanto tiempo como tan pequeño objeto fue discernible y, probablemente, mucho más, mirando fijamente (como si un bacalao hubiera recibido una sorpresa inenarrable) igual que un ojo mal hecho en un gran guardapelo.
Este encuentro fue tan sumamente agradable para la señorita Fanny y le dio después tanto en qué pensar triunfalmente que suavizó muchísimo sus asperezas. Cuando la procesión se puso nuevamente en marcha al día siguiente, ocupó su lugar con una nueva alegría; y mostró tan buen humor que la señora General estaba muy sorprendida.
La pequeña Dorrit se alegró de que ya no le encontraran defectos y de ver que Fanny estaba contenta; pero su papel en la procesión siguió siendo callado y pensativo. Sentada frente a su padre en el coche de viaje y evocando la vieja habitación de Marshalsea, su existencia presente era como un sueño. Todo lo que veía era nuevo y maravilloso, pero no era real. Tenía la sensación de que aquellas visiones de montañas y paisajes pintorescos podían desvanecerse en cualquier momento y el carruaje, tras doblar bruscamente un recodo, detenerse frente a las viejas puertas de Marshalsea.
Era extraño no tener nada que hacer, pero no tanto como verse relegada a un rincón en el que no tenía que pensar en nadie, ni nada que planear y organizar, ni cargar con el cuidado de nadie. Y aunque era raro, más lo era todavía encontrar un espacio entre ella y su padre ocupado por otras personas que se encargaban de atenderlo, y no se le pedía que hiciera nada. Al principio, le había parecido todo tan distinto a sus viejas costumbres como las montañas mismas, había sido incapaz de resignarse y había intentado seguir a su lado. Pero su padre habló con ella en privado y le dijo que… ejem… las personas que ocupaban una posición elevada, querida, debían hacerse respetar por sus empleados; y que en su caso, si se supiera que ella, la señorita Amy Dorrit, de la única rama que quedaba de los Dorrit de Dorsetshire, ejem… se ocupaba de las tareas de… ejem… un lacayo, tal hecho sería incompatible con el respeto que merecía. Por eso mismo, querida… ejem… insistía con paternal afecto en recordarle que era una dama y que… ejem… tenía que comportarse con el orgullo conveniente y ocupar el lugar que le correspondía; y por tanto, le rogaba que se abstuviera de… ejem… tareas que pudieran suscitar comentarios ofensivos. Amy había obedecido sin rechistar. Y así iba en el rincón de un lujoso carruaje juntando las pacientes manos, desplazada incluso del último lugar firme donde sus pies habían podido descansar.
Desde esa posición, todo lo que veía le parecía irreal; mientras recorría aquellos parajes deshabitados, día tras día, cuanto más sorprendentes eran las escenas que contemplaba, más se parecían a la irrealidad de su vida interior. Las gargantas del Simplón, sus enormes profundidades y sus ruidosas cascadas, el maravilloso camino, los puntos de peligro en los que habría bastado que una rueda perdiera contacto o vacilara un caballo para la destrucción total, el descenso hacia Italia, el paisaje de esa hermosa tierra que se abría a medida que la hendidura en la montaña se ampliaba y los liberaba de un encarcelamiento oscuro y siniestro… todo era un sueño: sólo la vieja prisión de Marshalsea era realidad. Ni siquiera eso: incluso la vieja Marshalsea temblaba hasta los cimientos cuando la imaginaba sin su padre. Apenas podía concebir que los presos estuvieran todavía retenidos en aquel patio cerrado, que las mezquinas habitaciones siguieran ocupadas y que el vigilante siguiera en la portería dejando entrar y salir a la gente, como sabía que estaría ocurriendo en aquel momento.
Con el recuerdo de la antigua vida de su padre en la cárcel rondándole como una triste melodía, la pequeña Dorrit se despertaba del sueño sobre su lugar de nacimiento para sumirse en otro sueño que duraba todo el día. Éste empezaba en la habitación con frescos donde abría los ojos por la mañana, con frecuencia un dormitorio deteriorado en un palacete decrépito; con las hojas de parra otoñales de un rojo furioso contra el cristal de la ventana, los naranjos en la terraza blanca y cuarteada, y fuera, en la callejuela, un grupo de monjes y campesinos: miseria y magnificencia combatiendo en cada rincón del paisaje, por variado que éste fuera, hasta que la miseria derrotaba a la magnificencia con la fuerza del destino. A esto sucedía un laberinto de pasillos desnudos y galerías con columnatas mientras la procesión de la familia se preparaba en el patio cuadrangular y los criados contratados para el día traían los carruajes y el equipaje. Luego, desayuno en otra sala con frescos, con manchas de humedad y proporciones desoladas; y luego la marcha, que, con su timidez y su sensación de no estar a la altura del lugar que le correspondía en aquellas ceremonias, siempre la incomodaba. Para entonces, el guía privado (que en Marshalsea habría pasado por un caballero extranjero de gran categoría) se presentaba para informar de que todo estaba listo, el ayuda de cámara envolvía a su padre en la capa de viaje; y tanto la doncella de Fanny como la suya (una carga para la pequeña Dorrit, que había llegado a llorar al principio, ya que no sabía ni qué hacer con ella) acudían a ayudarlas; luego el criado de su hermano completaba el atuendo de su señor; y más tarde su padre ofrecía el brazo a la señora General y su tío se lo ofrecía a ella y, escoltados por el dueño y la servidumbre del hotel, bajaban las escaleras solemnemente. En el patio se había congregado una multitud para verlos subir a sus carruajes y, entre reverencias, mendigos, encabritamiento de los caballos, latigazos y estruendo, se ponían en marcha; y luego corrían locamente por calles estrechas y repugnantes para salir por la puerta de la ciudad.
Entre las irrealidades del día se encontraban los caminos en los que las parras retorcidas de color rojo vivo adornaban como guirnaldas los árboles durante largos trechos; olivares, pueblos blancos y aldeas en las laderas de las colinas, preciosas a lo lejos, pero de una pobreza y suciedad terribles vistas de cerca; cruces al borde del camino; lagos de profundo color azul con islas maravillosas, botes con toldos de brillantes colores y velas de bellas formas; edificios enormes en ruinas; jardines colgantes de vegetación tan crecida que los troncos, como cuñas, habían partido arcos y desgarrado paredes; bancales limitados por muros de piedra de cuyas oquedades entraban y salían las lagartijas; mendigos de todo tipo y por todas partes; conmovedores, pintorescos, hambrientos, alegres; niños mendigos y viejos mendigos. En las casas de postas y otras paradas obligadas, aquellas míseras criaturas muchas veces le parecían lo único real en todo el día; y muchas veces, cuando el dinero que tenía para darles se había acabado, esperaba pensativa con las manos unidas ver alguna niña diminuta que guiara a su padre canoso, como si le recordara algo conocido en los días pasados.
En algunos sitios se quedaban una semana entera en habitaciones espléndidas, tenían banquetes diarios, transitaban entre montones de maravillas, deambulaban por enormes palacios y descansaban en rincones oscuros de grandes iglesias donde parpadeaban lámparas de oro y plata entre pilares y arcos, figuras arrodilladas en los confesionarios y en el suelo; donde una neblina olía a incienso y veían cuadros, imágenes fantásticas, altares llamativos, enormes alturas y distancias, todo iluminado a través de vitrales y de recias cortinas ante las puertas. Al dejar estas ciudades seguían por carreteras de vides y olivos entre pueblos miserables en los que no había chamizo sin un agujero en las paredes estropeadas ni una ventana con un fragmento de cristal o papel, pueblos donde nada parecía ser sustento de la vida, donde no había nada que comer, nada que hacer, nada que cultivar, nada que esperar sino la muerte.
De nuevo llegaban a ciudades con palacios de donde habían sido proscritos sus primeros habitantes, pues se habían transformado en cuarteles: tropas de soldados ociosos se asomaban a magníficas ventanas de cuyos alféizares de mármol colgaban uniformes a secar; parecían ratas que devoraran (felizmente) los pilares del edificio que las sostenían y que no tardaría en derrumbarse, aplastándoles la cabeza, a ellos y a otros enjambres de soldados, y enjambres de sacerdotes, y enjambres de espías: la única población que quedaba, desastrada y condenada a la ruina, en las calles.
A través de estos escenarios, la procesión familiar avanzó hasta Venecia, donde parte del servicio se dispersó por un tiempo, ya que la familia iba a instalarse varios meses en un palacio (en conjunto, seis veces más grande que todo Marshalsea) en el Gran Canal.
En esta irrealidad suprema donde las calles estaban pavimentadas con agua y la quietud mortal de los días y las noches sólo la rompía el amortiguado repique de las campanas de las iglesias, el rumor del agua y el grito de los gondoleros al doblar por las calles acuáticas, la pequeña Dorrit, viendo, totalmente perdida, que se ocupaban otras personas de sus tareas, se retiraba a meditar. La familia llevaba una vida alegre, iba de acá para allá y convertía la noche en día; pero a ella le costaban sumarse a las diversiones y sólo pedía que la dejaran sola.
A veces subía a una de las góndolas que tenían reservadas, atadas a los postes pintados que se alzaban ante la puerta —cuando podía escabullirse de los cuidados de aquella doncella agobiante que se había convertido en su dueña, un ama muy exigente—, y pedía que la pasearan por la extraña ciudad. Las personas de la buena sociedad que ocupaban otras góndolas empezaron a preguntarse quién sería la jovencita solitaria, que iba en esa góndola con las manos unidas, tan pensativa y admirada. La pequeña Dorrit, a quien ni se le ocurría que los demás pudieran prestarle, a ella misma o a sus actos, la menor atención, paseaba, sin embargo, por la ciudad.
Pero su lugar favorito era el balcón de su propio cuarto, que daba sobre el canal y sobre otros balcones, sin que hubiera ninguno por encima. Era de piedra maciza, oscurecida por los años, construido con un estilo caprichoso y oriental que se sumaba a otros estilos caprichosos; y la pequeña Dorrit, apoyada en el amplio antepecho almohadillado, parecía verdaderamente pequeña. Como no había otro sitio que le agradara tanto para pasar la tarde, la gente no tardó en observar su presencia y muchos ojos de las góndolas que pasaban por delante se alzaban y muchos señalaban a la menuda joven inglesa que estaba siempre sola.
Para la menuda joven inglesa, aquellas personas no eran reales; eran todas desconocidas. Contemplaba la puesta de sol, las largas franjas de púrpura y rojo, y las llamaradas que se elevaban en el cielo, encendían los edificios e iluminaban su estructura hasta que los fuertes muros parecían transparentes como si el brillo procediera del interior. Contemplaba cómo aquellas glorias se apagaban y las góndolas negras del canal llevaban a los huéspedes a disfrutar de la música y del baile, y después alzaba los ojos hacia las brillantes estrellas. ¿Acaso no habían brillado también en las fiestas que celebraba ella sola? ¡Y pensar en la vieja puerta! Pensaba en la vieja puerta y se veía en plena noche, ofreciendo su regazo como almohada a Maggy; y recordaba otros lugares y otras escenas asociadas con aquellos tiempos tan distintos. Y entonces se inclinaba sobre el balcón y miraba el agua, como si el pasado estuviera en ella. Y la veía correr, meditativa, como si en sus visiones el canal pudiera secarse y en su lugar aparecieran la cárcel y ella, y la vieja habitación, y los antiguos internos, y los antiguos visitantes: realidades duraderas que no habían cambiado.
Una carta de la pequeña Dorrit
Estimado señor Clennam:
Le escribo desde mi habitación en Venecia pensando que se alegrará usted de tener noticias mías. Pero sé que su alegría al recibirlas no será tan grande como la mía al escribirle, ya que todo lo que lo rodea en este momento se encuentra tal como está usted acostumbrado a ver, sin que le falte nada —tal vez sea yo la única excepción, aunque nos vimos poco y raramente—, mientras que en mi vida todo es nuevo y desconocido y echo muchas cosas de menos.
Cuando estuvimos en Suiza, se diría que hace años, aunque sólo hayan pasado unas pocas semanas, coincidí con la señora Gowan, que había ido de excursión por la montaña, como nosotros. Me dijo que estaba muy bien y era muy feliz. Me pidió que le diera las gracias de su parte afectuosamente y que nunca lo olvidaría. Me otorgó su confianza y no pude por menos de quererla en cuanto hablé con ella. Pero eso no tiene nada de particular: ¡quién podría no querer a un ser tan hermoso y seductor! Sin duda, no me sorprende que alguien la quiera.