Había que subir una gran escalera para llegar al piso de arriba. En algunas partes, una verja de hierro interrumpía los muros desnudos y blancos, y la joven se dijo, a medida que avanzaba, que aquel sitio no era muy diferente de una cárcel. La puerta en arco de la habitación —o celda— de la dama no estaba cerrada. Después de llamar una o dos veces sin recibir respuesta, la empujó suavemente y se asomó.
La joven yacía, con los ojos cerrados, encima de las sábanas, protegida del frío por las mantas y batas con las que la habían cubierto al volver en sí del desmayo. Una luz tenue, en el profundo hueco de la ventana, apenas alcanzaba a iluminar el cuarto abovedado. La visitante avanzó tímidamente hasta la cama, y preguntó en un suave susurro:
—¿Se encuentra usted mejor?
La dama dormía profundamente, y el susurro era demasiado débil para despertarla. Su visitante, en silencio, la observó con atención.
«Es muy hermosa —pensó—. Nunca he visto una cara tan bonita. ¡No como la mía!»
Esa curiosa reflexión debía de tener algún significado oculto porque se le llenaron los ojos de lágrimas.
«Sé que tengo razón. Sé que era de ella de quien hablaba él aquella tarde. Podría equivocarme fácilmente en cualquier otra cosa, pero ¡no en esto, en esto no me equivoco!»
Con mano dulce y tierna apartó un mechón despeinado del pelo de la durmiente, y tocó la mano que asomaba por debajo de las mantas.
«Me gusta mirarla —murmuró para sí—. Me gusta ver lo que a él le ha causado tanta impresión».
No había retirado la mano aún cuando la durmiente abrió los ojos, sobresaltada.
—Le ruego que no se asuste. Sólo soy una de las viajeras de abajo. Vine a ver si estaba mejor y a preguntarle si podía hacer algo por usted.
—Me parece que ha tenido ya la amabilidad de enviar a sus criados para ayudarme.
—No, no he sido yo; ha sido mi hermana. ¿Se encuentra usted mejor?
—Mucho mejor. No es más que un golpe superficial, ha sido bien atendido y ya casi no me duele. De repente me mareé y me desmayé. Antes me dolía; pero de repente no pude más.
—¿Puedo quedarme hasta que venga alguien? ¿Quiere?
—Me gustaría mucho porque esto es muy solitario; pero temo que pase usted demasiado frío.
—No me importa el frío. No soy delicada, aunque tal vez lo parezca.
Desplazó rápidamente una de las toscas sillas hasta el lado de la cama y se sentó. La otra joven cogió con igual rapidez parte de una las mantas de viaje que la cubrían y tapó con ella a su visitante; para que no se cayera, dejó la mano sobre su hombro.
—Se parece usted tanto a una bondadosa niñera —dijo la dama, sonriéndole— que es como si hubiera venido de mi propia casa.
—Me alegro mucho.
—Estaba soñando con mi casa cuando me he despertado. Con mi casa antigua, antes de que me casara.
—Y antes de que viajara tan lejos.
—He estado mucho más lejos, pero entonces llevaba conmigo la mejor parte de mi casa y no echaba nada en falta. Me sentía sola y, al echarla de menos, he vuelto a ella en sueños.
Había en su tono algo de añoranza y pesar que obligó a la visitante a apartar la mirada un momento.
—Extrañas circunstancias las que nos unen, al fin, bajo esta manta en la que me ha envuelto usted —dijo la visitante después de una pausa—, ya que, ¿sabe usted?, creo que hace tiempo que la busco.
—¿Que me busca usted a mí?
—Creo que tengo aquí una carta, con la misión de dársela en cuanto la encuentre. Aquí está. Al menos que me equivoque por completo, está dirigida a usted, ¿no es así?
La joven dama la cogió, asintió y la leyó. La visitante la observó mientras leía. Era muy breve. La dama enrojeció un poco al posar los labios sobre la mejilla de la visitante y le acarició la mano.
—Dice que la querida y joven amiga a la que me presenta tal vez me sea de algún consuelo llegado el caso. Y así es, desde luego, en la primera ocasión que la veo.
—Supongo que no sabrá usted mi historia… —dijo la visitante, vacilando—. ¿Se la contó él?
—No.
—¡No, por supuesto! ¿Por qué habría de hacerlo? Ahora ni siquiera tengo derecho a contarla yo misma, ya que se me ha pedido que no lo haga. No es que sea gran cosa, pero le explicaría por qué le suplico que no diga nada de esta carta. Habrá visto a mi familia: algunos de sus miembros (y eso se lo digo a usted confidencialmente) son un poco orgullosos; tienen algunos prejuicios.
—Llévese usted la carta —respondió la joven dama—; así tendremos la certeza de que mi marido no la verá. De otro modo, tal vez la encontrara accidentalmente y me hiciese preguntas. ¿La guardaría usted de nuevo en su seno, para que estemos seguras?
Eso hizo su compañera con mucho cuidado. Su mano, pequeña y ligera, seguía sobre la carta cuando oyeron llegar a alguien por el pasillo.
—Le prometí —dijo la visitante mientras se levantaba— que le escribiría en cuanto la viese a usted (no podía dejar de verla antes o después), para decirle si estaba bien y era feliz. Supongo que debo decirle que está usted bien y es feliz.
—¡Sí, sí, sí! Dígale que estoy muy bien y soy muy feliz. Y que le doy afectuosamente las gracias y que nunca lo olvidaré.
—La veré por la mañana. Seguro que nos volvemos a ver dentro de poco. ¡Buenas noches!
—Buenas noches. Gracias, muchas gracias. ¡Buenas noches, querida!
Las dos intercambiaron estas palabras de despedida a toda prisa, azaradas, mientras la visitante salía de la habitación. Creía que iba a encontrarse con el marido de la dama; pero no fue a él a quien vio en el pasillo sino al viajero que se había limpiado el vino del bigote con un trozo de pan. Al oír pasos a su espalda, éste se dio la vuelta, ya que se estaba alejando a oscuras.
Su cortesía, que era extrema, no podía permitir que una jovencita bajase las escaleras alumbrándose ella misma con una lámpara, o siquiera sola. Le cogió, pues, la lámpara, la sostuvo para iluminar los escalones de piedra lo mejor posible, y la siguió hasta la sala de la cena. Ella bajó, disimulando no sin dificultades el impulso de estremecerse y echarse a temblar, ya que el aspecto de aquel viajero le resultaba particularmente desagradable. Antes de la cena, desde su silencioso rincón, había imaginado qué habría podido hacer en momentos y lugares conocidos de su experiencia hasta que sintió por él una aversión que lo hizo a sus ojos poco menos que terrorífico.
El viajero la siguió hasta abajo sonriendo con cortesía, la siguió dentro de la sala y recobró su asiento en el mejor sitio frente a la chimenea. Allí, junto al fuego de leña que empezaba a apagarse, y lo iluminaba de modo irregular en la habitación oscura, se sentó con las piernas extendidas hacia el calor y apuró el vino caliente hasta los posos, mientras una sombra monstruosa lo imitaba en las paredes y el techo.
La reunión se había disuelto por efecto del cansancio, y todos se habían ido a la cama, excepto el padre de la señorita, que daba cabezadas en la silla junto al fuego.
El viajero se había tomado la molestia de subir un largo trecho hasta su cuarto en busca de una petaca de brandy. Eso les notificó mientras la vaciaba en el resto de vino y se lo bebía con nuevo deleite.
—¿Me permite preguntarle, caballero, si va usted camino de Italia?
El caballero canoso se había incorporado y se disponía a marcharse. Respondió afirmativamente.
—¡Yo también! —afirmó el viajero—. Espero tener el honor de saludarlo en paisajes más bellos y circunstancias más benignas que esta tétrica montaña.
El caballero inclinó la cabeza con fría cortesía y dijo que se lo agradecía.
—Nosotros, los caballeros pobres, señor —dijo el viajero, secándose el bigote con la mano, después de meterlo en el vino con brandy—; nosotros, los caballeros pobres no viajamos como príncipes, pero apreciamos al máximo las atenciones y gentilezas de la vida. ¡A su salud, señor!
—Muchas gracias.
—¡A la salud de su distinguida familia y de esas bellas damas, sus hijas!
—Se lo agradezco de nuevo y le deseo buenas noches. Querida, ¿están muy lejos… ejem… los criados?
—Están aquí cerca, padre.
—¡Permítanme! —exclamó el viajero, levantándose y sujetándoles la puerta, mientras el anciano se dirigía a ella del brazo de su hija—. ¡Que descansen bien! ¡Hasta que tenga el placer de volver a verlos! ¡Hasta mañana!
Mientras el hombre se besaba la mano, con sus mejores modales y la sonrisa más exquisita, la joven, acercándose un poco más a su padre, le pasó por delante con miedo a tocarlo.
—¡Diablos! —exclamó el viajero entrometido; sus modales desaparecieron y su voz perdió el tono agradable en cuanto lo dejaron solo—. ¿Por qué tengo que irme a la cama porque todos los demás se acuesten? Tienen una prisa endiablada. Bastante larga será ya la noche aunque me acueste dentro de dos horas.
Al apurar el vaso echó la cabeza atrás y entonces sus ojos recalaron en el libro de viajeros, que estaba sobre el piano, abierto, con plumas y tinta a su lado, como si los huéspedes de aquella noche se hubiesen registrado en su ausencia. Lo cogió y leyó las siguientes anotaciones:
Caballeros William Dorrit, Frederick Dorrit y Edward Dorrit; señorita Dorrit y señorita Amy Dorrit; señora General; y acompañantes. De Francia a Italia.
Señor y señora Henry Gowan. De Francia a Italia.
A esto añadió, con letra pequeña y recargada, y acabando con una larga floritura, como si echase un lazo sobre los demás nombres:
Blandois, París. De Francia a Italia.
Y entonces, con la nariz bajando hacia el bigote y el bigote subiendo hacia la nariz, se dirigió a la celda que le habían asignado.
La señora General
Es indispensable que presentemos a la distinguida dama con la suficiente importancia en el séquito de la familia Dorrit para firmar con su nombre en el libro de viajeros.
La señora General era hija de un destacado clérigo de una ciudad catedralicia en la que ella había dictado la moda hasta que estuvo tan cerca de los cuarenta y cinco años como puede estarlo una dama soltera. Un oficial de intendencia muy estirado, de sesenta años, famoso por su rigidez, se enamoró de la gravedad con que la dama llevaba las riendas del coche de las normas sociales de la ciudad catedralicia y solicitó un puesto a su lado en el pescante y que los uncieran juntos en fría ceremonia. La dama aceptó la propuesta de matrimonio, el oficial de intendencia ocupó su lugar con gran decoro en defensa de las normas sociales, y la señora General llevó las riendas hasta que falleció el oficial. Mientras viajaron juntos, atropellaron a unas cuantas personas que se interpusieron en el camino de las normas, pero siempre con gran estilo y compostura.
Después de enterrar al oficial con las condecoraciones pertinentes (todas las normas sociales fueron enjaezadas al coche fúnebre y lucieron todas las plumas y arreos de terciopelo negro y el escudo de armas en una esquina), la señora General fue a mirar qué cantidad de polvo y ceniza quedaba en el banco. Salió entonces a la luz que el oficial de intendencia había ganado la mano a la señora General, pues había comprado una renta anual unos años antes de la boda y no había mencionado, cuando le pidió matrimonio, que sus ingresos procedían de un dinero que ya no era suyo. Así pues, la señora General se encontró con medios tan reducidos que, si no hubiera tenido una buena cabeza, habría puesto en duda la frase del oficio de difuntos en la que se afirmó que el oficial de intendencia no podía llevarse nada consigo.
En este estado de cosas, a la señora General se le ocurrió que podría «formar la inteligencia» y también los modales de alguna joven distinguida. O bien que podría enjaezar las normas sociales al carruaje de alguna joven viuda o heredera y convertirse en conductora y vigilante de tal vehículo por los laberintos sociales. Cuando la señora General comunicó esta idea a sus amistades del clero y la intendencia, éstas la aplaudieron de modo tan caluroso que, si no hubiera sido por los indudables méritos de la dama, habría parecido que estaban deseando librarse de ella. Algunas personalidades influyentes redactaron recomendaciones en las que retrataban a la señora General como un prodigio de piedad, sabiduría, virtud y distinción; y un venerable arcediano incluso llegó a verter lágrimas al dar fe de sus perfecciones (según se las habían descrito algunas personas de confianza), aunque jamás en la vida había tenido el honor ni la gratificación moral de poner los ojos en la señora General.
Delegada de ese modo, por así decirlo, por la Iglesia y el Estado, la señora General, que había vivido siempre en las alturas, se encontró en condiciones de seguir en ellas y empezó fijando una cifra muy elevada por su compañía. Durante una temporada, nadie pujó por ella. Finalmente, un viudo de provincias, con una hija de catorce años, inició negociaciones; y, fuera parte de la dignidad natural o de la política artificial de la señora General (una u otra, sin duda), ésta se comportó como si su compañía fuera muy buscada (cuando, en realidad, era ella quien buscaba); pero el viudo la persiguió hasta que consiguió que se hiciera cargo de la inteligencia y los modales de su hija.
La ejecución de esta misión ocupó a la señora General unos siete años, en el curso de los cuales recorrió lo que se llamaba entonces el
tour
de Europa y vio gran parte de esa amplia miscelánea de objetos que es esencial que todas las personas cultivadas vean con los ojos de los demás y jamás con los propios. Cuando la joven a su cargo estuvo por fin formada, se acordó no sólo el matrimonio de ésta sino también el del padre, el viudo. Llegado ese momento, el viudo encontró que la presencia de la señora General no sólo era inadecuada sino también cara; de repente, se sintió tan conmovido por sus méritos como antes el arcediano y se encargó de difundir tales alabanzas sobre su tremenda valía en todos los ámbitos en los que le parecía que podía presentarse la oportunidad de transferir aquella bendición a otra persona, que el nombre de la señora General parecía más honorable que nunca.
El ave Fénix estaba, pues, en alquiler, suspendida en las alturas, cuando el señor Dorrit, que acababa de acceder a su fortuna, dijo a sus banqueros que deseaba encontrar una dama bien educada y con buenas relaciones, acostumbrada a la buena sociedad, para completar la educación de sus hijas y ser su dama de compañía. Los banqueros del señor Dorrit, que procedían del condado del viudo, dijeron al instante: «¡La señora General!».