La pequeña Dorrit (8 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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Capítulo IV

La señora Flintwinch tiene un sueño

La señora Flintwinch, a diferencia del hijo de su vieja señora, cuando soñaba lo hacía con los ojos cerrados. Aquella noche tuvo un sueño curiosamente nítido, varias horas después de dejar al hijo de su vieja señora. Fue tan real en todos los sentidos que no pareció un sueño. Sucedió lo siguiente:

La habitación que ocupaban el señor y la señora Flintwinch distaba pocos pasos de la de la señora Clennam, en la que llevaba tanto tiempo confinada. No estaba en el mismo piso sino en un lado de la casa al que se accedía por un tramo empinado de apenas unos escalones que salían de la escalera principal, situada casi enfrente de la puerta de la señora Clennam. No se podía decir que quedara al alcance de una llamada, ya que la vieja casa estaba repleta de obstáculos en forma de paredes, puertas y paneles; sin embargo, sí era fácil el acceso en cualquier atuendo, a cualquier hora del día o de la noche, hiciera frío o calor. A la cabecera de la cama y a poca distancia de la oreja de la señora Flintwinch, había una campanilla movida por un cordón que terminaba en la mano de la señora Clennam. Cuando la campana sonaba, despertaba a Affery y ésta aparecía en la habitación de la enferma antes incluso de despertarse.

Aquella noche, tras acostar a su señora, encenderle la lámpara y desearle las buenas noches, la señora Flintwinch se recogió en su habitación como de costumbre, aunque su señor todavía no había aparecido. Fue su señor —el último motivo que debía pasarle por la cabeza, según opinan la mayoría de los filósofos— quien se convirtió en protagonista del sueño de la señora Flintwinch. Tuvo la sensación de que se despertaba después de dormir varias horas y veía que Jeremiah todavía no se había acostado. Creyó reparar en la vela que había dejado encendida y, con la misma forma de medir el tiempo que el rey Alfredo el Grande, al ver lo mucho que se había consumido, se convenció de que había dormido mucho rato. Soñó que se levantaba, se ponía una bata y unos zapatos y salía a las escaleras, sorprendida, a buscar a Jeremiah.

La escalera era de madera y tan sólida como era menester, y Affery la bajó sin ninguna de las distracciones típicas de los sueños. No la bajó deslizándose sino paso a paso, guiándose por la barandilla, ya que se le había apagado la vela. En un rincón de la entrada, detrás de la puerta de la casa, había un pequeño saloncito que semejaba un pozo, con una ventana larga y estrecha que parecía producto de un desgarrón. En esa habitación, que nunca se usaba, vio una luz encendida.

La señora Flintwinch cruzó la entrada, sintiendo el frío del suelo bajo los pies desnudos, y atisbó por las oxidadas bisagras de la puerta, que estaba un poco abierta. Esperaba ver a Jeremiah medio dormido o víctima de algún ataque, pero éste se encontraba tranquilamente sentado en una silla, despierto, y en su habitual estado de salud. Pero… ¿cómo?… ¡santo Dios! La señora Flintwinch murmuró una exclamación y se sintió aturdida.

Un señor Flintwinch despierto contemplaba a otro señor Flintwinch dormido. Uno estaba sentado junto a una mesilla y se contemplaba con ojos vivos a sí mismo al otro lado de ésta, con la barbilla hundida contra el pecho, roncando. Al Flintwinch despierto se le veía de cara desde donde estaba su mujer; al Flintwinch dormido, de perfil. El Flintwinch despierto era el original; el durmiente era el doble. Igual que habría sabido distinguir entre un objeto tangible y su reflejo en un espejo, Affery constató estas diferencias sin que la cabeza dejara de darle vueltas.

Si hubiera tenido alguna duda de cuál de los dos era su Jeremiah, la impaciencia de éste último la habría sacado de dudas. Jeremiah buscó a su alrededor un arma ofensiva, cogió un apagavelas y, antes de aplicarlo a la vela, cuya parte superior había ido creciendo hasta parecer un repollo, arremetió contra el durmiente como si quisiera clavárselo en el cuerpo.

—¿Quién es? ¿Qué pasa? —exclamó el durmiente, sobresaltado.

El señor Flintwinch hizo un movimiento con el apagavelas como si estuviera dispuesto a metérselo por la garganta a su compañero para que se callara; éste, despertándose y frotándose los ojos, dijo:

—Se me había olvidado dónde estaba.

—Has dormido dos horas —gruñó Jeremiah mirando su reloj—. Dijiste que te bastaría una siestecilla para descansar.

—Ha sido una siestecilla —dijo el Doble.

—Las dos y media de la madrugada —murmuró Jeremiah—. ¿Dónde está tu sombrero? ¿Dónde está el abrigo? ¿Dónde tienes la caja?

—Todo está aquí —dijo el Doble, abrigándose el cuello con un pañuelo con soñoliento cuidado—. Espera un minuto, dame ahora la manga… Ésa no, la otra… ¡Ahora! Ya no soy tan joven como era. —El señor Flintwinch lo había enfundado en su abrigo con gran energía—. Me prometiste que me darías otro vaso después de que descansara.

—¡Bébetelo y… —contestó Jeremiah— atragántate!, iba a decir. Pero no, bébetelo y márchate —al mismo tiempo, sacó la botella de oporto y llenó un vaso de vino.

—Es su oporto, supongo, ¿no? —dijo el Doble, probándolo como si estuviera en los muelles y tuviera mucho tiempo libre—. ¡A su salud!

Tomó un sorbo.

—¡A la tuya!

Tomó otro sorbo más.

—¡Y a la de él!

Tomó otro sorbo.

—¡Y por todos los amigos de los alrededores de la catedral de San Pablo! —vació el vaso con este brindis tradicional, lo dejó en la mesa y cogió la caja. Era una caja de hierro de unos sesenta centímetros de lado y la cargó bajo el brazo con facilidad. Jeremiah miró con ojos ansiosos cómo la colocaba; intentó arrebatársela con las dos manos para comprobar que la sujetaba bien, le rogó por su vida que tuviera cuidado y se dirigió de puntillas a abrirle la puerta. Affery, previendo este último movimiento, estaba ya en la escalera. La secuencia de acontecimientos era tan normal y tan natural que, desde allí, oyó cómo se abría la puerta, notó el aire de la noche y vio los escalones de fuera.

Pero la parte más extraña del sueño fue la que vino a continuación. Tenía tanto miedo a su marido que, aunque estaba en la escalera, no se sintió con fuerzas para retirarse a su dormitorio (cosa que podría haber hecho con facilidad antes de que él cerrara la puerta) y se quedó ahí quieta. Así pues, cuando él empezó a subir la escalera para irse a la cama, vela en mano, se dio de bruces con ella: la miró asombrado, pero no dijo nada. Siguió su camino sin dejar de mirarla y ella, completamente dominada, fue retrocediendo a medida que él avanzaba. Así, andando ella hacia atrás y él hacia delante, entraron en su dormitorio. En cuanto cerraron la puerta, el señor Flintwinch la cogió por la garganta y empezó a zarandearla hasta que se le puso negra la cara.

—Vamos, Affery, ¡Affery! —dijo el señor Flintwinch—. ¿Qué estabas soñando? Despierta, despierta, ¿qué te pasa?

—¿Qué me pasa, Jeremiah? —jadeó la señora Flintwinch con los ojos en blanco.

—Vamos, Affery, mujer… ¡Affery! Estabas andando en sueños, querida. Yo subía por las escaleras, porque también me había quedado dormido abajo y te he encontrado aquí con tu bata, en plena pesadilla. Affery, mujer —dijo el señor Flintwinch con una sonrisa amistosa en su expresivo rostro—, si vuelves a tener un sueño así tendremos que darte un purgante. Y te daré una dosis… menuda dosis te daré.

La señora Flintwinch le dio las gracias y se metió en la cama sigilosamente.

Capítulo V

Asuntos de familia

Cuando los relojes de Londres dieron las nueve el lunes por la mañana, Jeremiah Flintwinch, el hombre que parecía haber descendido de la horca, llevó a la señora Clennam en su silla de ruedas hasta el alto escritorio. Después de que ésta lo abriera con llave y se instalara, Jeremiah se retiró —tal vez para ir a ahorcarse con mayor eficacia— y apareció su hijo.

—¿Está usted mejor esta mañana, madre?

La mujer negó con la cabeza con el mismo alarde de ascetismo que había mostrado la víspera al hablar del tiempo.

—Nunca estaré mejor. Afortunadamente, Arthur, lo sé y puedo soportarlo.

Con ambas manos sobre el escritorio, a cierta distancia la una de la otra, y el alto mueble cerniéndose sobre ella, parecía estar tocando un órgano de iglesia mudo. Eso pensó su hijo (era una vieja idea) cuando se sentó a su lado.

La mujer abrió un par de cajones, revisó unos papeles de negocios y los dejó de nuevo. Su rostro severo no se relajaba: en él ningún hilo podría haber guiado a un explorador por el lúgubre laberinto de sus pensamientos.

—¿Quiere que le hable de nuestros asuntos, madre? ¿Desea usted hablar de negocios?

—¿Que si lo deseo, Arthur? O, mejor dicho, ¿lo deseas tú? Tu padre lleva muerto más de un año, he estado a tu disposición desde entonces y esperando a que te apeteciera.

—Había muchas cosas que arreglar antes de que pudiera marcharme; y cuando partí, viajé un poco para descansar y aliviarme.

Ella se volvió hacia él como si no hubiera oído bien o no hubiera entendido las últimas palabras.

—Para descansar y aliviarte.

Recorrió con la mirada la sombría habitación y, por el movimiento de sus labios, pareció que repetía las palabras para sí, como si quisiera ponerla por testigo del poco descanso y alivio que ella se permitía.

—Además, madre, en su condición de única albacea y teniendo la dirección y gestión de los bienes, poco trabajo, bien podría decir que ninguno, me correspondía a mí hasta que usted tuviera tiempo de arreglar las cosas a su entera satisfacción.

—Las cuentas están hechas —contestó ella—, aquí las tengo. Los comprobantes están todos examinados y verificados. Puedes estudiarlos cuando quieras, Arthur; ahora mismo, si quieres.

—Madre, me basta con saber que el negocio está en orden. ¿Sigo adelante, entonces?

—¿Por qué no? —dijo ella con su gélido estilo.

—Madre, nuestra empresa lleva años rindiendo cada vez menos y nuestros negocios han ido declinando progresivamente. No hemos mostrado confianza ni la hemos favorecido; no hemos conseguido ganar fidelidades; el camino que hemos seguido no era el camino de los tiempos modernos y nos hemos quedado muy atrás. No necesito demorarme en esto, por fuerza lo sabe usted.

—Entiendo lo que quieres decir —contestó ella en tono experto.

—Incluso esta casa en la que nos encontramos —prosiguió su hijo— es un ejemplo de lo que digo. En los primeros tiempos de mi padre y, antes que él, en los de su tío, aquí se hacían todos los negocios, aquí se trabajaba y ésta era la sede. Ahora es una anomalía, una incongruencia, algo anacrónico y sin sentido. Hace tiempo que todos nuestros envíos se hacen a través de los Rovingham, los comerciantes comisionistas; y, aunque usted ha atendido y vigilado los bienes de mi padre en calidad de administradora, sin duda podría haber hecho lo mismo desde una residencia particular, ¿no le parece?

—Así que a ti te parece que una casa no sirve para nada —replicó ella sin dar respuesta a la pregunta— aunque aloje a tu madre enferma e inválida, justamente inválida y con motivos para estar enferma, ¿verdad?

—Estoy hablando únicamente de negocios.

—¿Con qué propósito?

—Ahora se lo diré.

—Ya me imagino lo que quieres decir —contestó ella mirándolo fijamente—. Pero Dios no quiera que me lamente de los castigos que me envía: como pecadora, merezco las mayores decepciones y las acepto.

—Madre, lamento oírla hablar de ese modo, aunque ya temía yo…

—Sabías que diría eso, me conoces bien —lo interrumpió ella.

El hijo hizo una breve pausa: había conseguido que su madre contestara con emoción y estaba sorprendido.

—¡Bueno! —dijo ella, volviendo a su naturaleza pétrea—. Sigue, te escucho.

—Ha adivinado, madre, que he decidido dejar el negocio. No quiero seguir con él. No me corresponde a mí aconsejarla; veo que ha decidido continuar. Si yo tuviera alguna influencia sobre usted, la utilizaría para atenuar la decepción que le estoy causando, para explicarle que he vivido la mitad de una larga vida sin oponerme jamás a su voluntad. No puedo decir que haya sido capaz de adaptarme, ni en corazón ni en espíritu, a sus normas; no puedo decir que crea que mis cuarenta años han sido provechosos o agradables para mí o para otra persona; pero le ruego que recuerde que nunca me he rebelado.

Pobre del suplicante —si alguno se atreviera alguna vez— que tuviera que rogar al inexorable rostro sentado ante el escritorio. Pobre del moroso que tuviera que apelar a un tribunal presidido por ojos tan severos. Grande era la necesidad que aquella mujer rígida tenía de su religión mística, velada de oscuridad y tinieblas, en las que estallaban relámpagos de maldiciones, venganzas y destrucción entre negros nubarrones. Para ella, lo de perdonar nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores era una plegaria de pobres de espíritu. Golpea a mis deudores, Señor; agóstalos, aplástalos, haz con ellos lo que yo haría y te adoraré: ésa era la impía torre de piedra que había construido para alcanzar el Cielo.

—¿Has terminado, Arthur, o tienes algo más que decirme? Creo que no puede haber más: ¡has sido breve pero has dicho muchas cosas!

—Madre, tengo algo más que decirle. Es algo que he tenido en la cabeza, noche y día, durante todo este largo tiempo. Es mucho más difícil de decir que lo anterior. Es algo que me afecta, que nos afecta a todos.

—¡A todos nosotros! ¿Quiénes somos todos nosotros?

—Usted, yo, y mi difunto padre.

La anciana apartó las manos del escritorio, las juntó sobre el regazó y se quedó contemplando el fuego con la impenetrabilidad de una antigua escultura egipcia

—Usted conocía a mi padre muchísimo mejor que yo; y, si bien conmigo era reservado, no tenía con usted la misma reserva. Usted era la más fuerte, madre, y lo dirigía. Ya me daba cuenta cuando era niño, igual que ahora lo sé. Sé que su ascendencia sobre él fue la causa de que marchara a China a ocuparse allí del negocio mientras usted se ocupaba de él aquí, aunque no sé si éste fue exactamente un acuerdo de separación; también sé que fue voluntad de usted que me quedara aquí hasta los veinte años y después me fuera con él, tal como hice. Espero que no le moleste que recuerde todo esto transcurridos veinte años, ¿verdad?

—Estoy esperando a saber por qué me lo recuerdas.

Arthur bajó la voz y dijo con evidente reticencia y a su pesar:

—Quisiera preguntarle, madre, si alguna vez se le ocurrió sospechar…

Al oír la palabra «sospechar» la anciana volvió los ojos por un momento hacia su hijo con el ceño fruncido. Después permitió que buscaran el fuego, como antes; pero sin dejar de fruncir el ceño, como si el escultor del antiguo Egipto hubiera querido que el rostro de granito frunciera el ceño durante siglos.

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