La pequeña Dorrit (4 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La pequeña Dorrit
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—¡Peste! —repitió el otro—. De eso me quejo, desde que llegué me siento apestado. Soy como un hombre cuerdo encerrado en un manicomio; no puedo soportar la sospecha. He llegado más sano que nunca, pero sospechar que tengo la peste es como contagiármela. La he tenido… y la tengo.

—Pues lleva usted muy bien la enfermedad, señor Meagles —dijo su interlocutor con una sonrisa.

—No, si conociera bien la situación sería la última observación que se le ocurriría. Me he despertado noche tras noche diciéndome: ya la tengo, ya la he contraído, ahora sí que se está desarrollando, ahora, con tantas precauciones, estos individuos han conseguido que la tenga. Vaya, si es que preferiría que me atravesaran con una aguja y me pincharan en un cartón para coleccionarme como un escarabajo antes de tener que llevar la vida que he llevado aquí.

—Vamos, señor Meagles, no insista más, ahora que ha terminado —lo apremió una alegre voz femenina.

—¡Terminado! —repitió Meagles, que parecía encontrarse (aunque sin ningún resquemor) en ese especial estado de ánimo en que toda palabra que añada otra persona constituye una nueva ofensa—. ¡Terminado! ¿Y por qué no iba yo a decir nada más aunque todo haya terminado?

Era la señora Meagles quien se había dirigido al señor Meagles; y la señora Meagles era, como el señor Meagles, sana y atractiva, con un agradable rostro inglés que, tras observar durante más de cincuenta y cinco años objetos sencillos y cotidianos, había acabado convertida en un brillante reflejo de éstos.

—Nada, déjalo, déjalo, padre —dijo la señora Meagles—. Por el amor de Dios, consuélate con Tesoro.

—¿Con Tesoro? —repitió el señor Meagles, todavía ofendido. Tesoro, sin embargo, que estaba justo detrás de él, lo tocó en el hombro y el señor Meagles inmediatamente perdonó a Marsella en el fondo de su corazón.

Tesoro tendría unos veinte años. Era una joven hermosa con un espléndido cabello castaño que le caía suelto en rizos naturales. Una muchacha preciosa con un rostro franco y ojos espléndidos; tan grandes, tan tiernos, tan brillantes y tan bien situados en un rostro de expresión dulce. Era éste de líneas redondas, lozano, con hoyuelos, de expresión consentida, y tenía un aire de timidez y sumisión que constituía la mejor de las debilidades y le confería un encanto supremo del que una muchacha tan joven y agradable podría perfectamente haber prescindido.

—Y ahora le formularé una pregunta bien sencilla —dijo el señor Meagles con el tono más tierno y confidencial, dando un paso atrás y obligando a su hija a dar un paso hacia delante para que pudiera así ilustrar su argumento—, de hombre a hombre, ¿ha visto alguna tontería mayor que la de poner a Tesoro en cuarentena?

—En conclusión, ha hecho que la cuarentena fuera incluso agradable.

—Sin duda —dijo Meagles—, y le agradezco la observación. Oye, Tesoro, querida, será mejor que vayas con tu madre y te prepares para subir al barco. El funcionario de Sanidad y una serie de farsantes con sombreros de tres picos van a venir para dejarnos salir de aquí de una vez; y todos nosotros, los pájaros enjaulados, vamos a desayunar juntos de un modo más cristiano antes de volar a nuestros diferentes destinos. Tattycoram, no te alejes de la señorita.

Dijo esto dirigiéndose a una hermosa joven de ojos y cabello de un brillante color negro, muy pulcramente vestida, que contestó con una leve inclinación cuando se alejó tras la señora Meagles y Tesoro. Las tres cruzaron la explanada desnuda y agostada y desaparecieron por un arco blanco. El compañero del señor Meagles, un hombre de gesto grave y tez oscura, de unos cuarenta años, siguió contemplando el arco después de que desaparecieran; hasta que el señor Meagles le dio unos golpecitos en el brazo.

—Usted perdone —dijo con un sobresalto.

—No hay de qué —contestó el señor Meagles.

Anduvieron en silencio de un lado a otro a la sombra de la pared para disfrutar, desde la altura en que estaban situados los barracones de la cuarentena, del escaso refresco de la brisa marina de las siete de la mañana. El acompañante del señor Meagles reanudó la conversación.

—¿Puedo preguntarle cómo se apellida…?

—¿Tattycoram? —le interrumpió Meagles—. No tengo la más remota idea.

—Pensaba que… —dijo el otro.

—¿Tattycoram? —sugirió de nuevo el señor Meagles.

—Gracias… Pensaba que Tattycoram era un apellido y algunas veces me ha llamado la atención por su rareza.

—Mire, lo que sucede es que la señora Meagles y yo somos personas prácticas —dijo el señor Meagles.

—Me lo han dicho ustedes con frecuencia en el curso de las agradables e interesantes conversaciones que hemos tenido caminando arriba y abajo por estas piedras —dijo con una media sonrisa en su rostro grave y oscuro.

—Somos prácticos. Por ese motivo, un día, hace cinco o seis años, cuando llevamos a Tesoro a la iglesia del hospicio… ¿ha oído hablar del hospicio de Londres? Es parecido a la institución para niños abandonados de París.

—Lo he visto.

—Pues bien, un día llevamos a Tesoro a esa iglesia a oír la música… porque, en nuestra condición de personas prácticas, nos tomamos muy en serio la tarea de enseñarle todo lo que nos parece que puede gustarle. Madre, que es como llamo habitualmente a la señora Meagles, se echó a llorar de tal modo que tuvimos que salir. «¿Qué te pasa, madre? —pregunté cuando ya habíamos conseguido calmarla un poco—: Estás asustando a Tesoro, querida». «Sí, ya lo sé, padre —dijo madre—. Pero es que la quiero tanto que se me ha ocurrido una idea». «¿Y qué idea se te ha ocurrido, madre?» «Oh, querido —exclamó madre, prorrumpiendo otra vez en sollozos—, cuando he visto a todos esos niños ordenados en filas, rogando por el padre que ninguno de ellos ha tenido en la tierra al gran Padre de todos nosotros en el Cielo, se me ha ocurrido pensar en si alguna desdichada madre habría ido alguna vez a mirar entre esas caritas, preguntándose cuál era la pobre criatura que había traído a este triste mundo, ¡para que no conociera nunca su amor, sus besos, su rostro, ni siquiera su nombre!» Eso fue una idea práctica de madre, y eso le dije. Dije: «Madre, eso es lo que yo llamo una idea práctica de las tuyas, querida».

Su interlocutor asintió, no sin emoción.

—Así que al día siguiente dije: mira, madre. Tengo que hacerte una propuesta que me parece que te gustará. Llevémonos a una de estas niñas para que sea la doncella de Tesoro. Somos prácticos. De modo que, si encontramos que su carácter tiene algún defecto o sus modales son muy distintos de los nuestros, sabremos encajarlo. Sabemos que tendremos que calcular una enorme diferencia respecto a todas las experiencias e influencias que nos han formado a nosotros: una niña sin padres, sin hermanos ni hermanas, familia propia ni zapatito de Cenicienta o Hada Madrina. Y así fue como encontramos a Tattycoram.

—¿Y el nombre?

—¡Vaya! —dijo el señor Meagles—. Me olvidaba del nombre. Caramba, en la institución la llamaban Harriet Bedel, un nombre elegido de modo arbitrario, claro. Así que de Harriet pasamos a Hattey y de ahí a Tatty porque, como personas prácticas que somos, pensamos que un mote afectuoso sería algo nuevo para ella y le parecería más cariñoso, ¿no cree usted? En cuanto al «Bedel», no es necesario decir que nos pareció totalmente innecesario. Si hay algo que no debe tolerarse es la imposición arbitraria de insolencias y absurdos por parte de la autoridad. Un bedel es una pequeña autoridad que, con chaleco, sobretodo y bastón, representa el apego de los ingleses por las tonterías, ¿ha visto un bedel últimamente?

—Dado que soy un inglés que acaba de pasar más de veinte años en China, pues no.

—En ese caso —dijo el señor Meagles, apoyando el índice sobre el pecho de su interlocutor con gran animación—, será mejor que tampoco lo vea ahora, si puede evitarlo. Cuando veo un bedel con todas sus galas bajando por la calle un domingo, al frente de una fila de chicos de una escuela de caridad, doy media vuelta y salgo corriendo para no pegarle. Descartado el apellido Bedel y dado que el creador de la institución para aquellos pobres expósitos fue una bendita criatura apellidada Coram, pusimos ese apellido a la pequeña doncella de Tesoro. En algunas ocasiones era Tatty, en otras era Coram, hasta que lo mezclamos y ahora la llamamos siempre Tattycoram.

—Su hija es la única que tienen, ya lo sé, señor Meagles —dijo su interlocutor después de ir y volver otra vez en silencio y detenerse unos momentos junto a una tapia para mirar el mar y reanudar de nuevo el paseo—. No es por curiosidad impertinente sino porque he experimentado un gran placer en su compañía, quizá en este laberinto de mundo no vuelva a cruzar palabra con usted y desearía tener un recuerdo exacto de los suyos, pero ¿podría preguntarle si me he equivocado al deducir de las palabras de su buena esposa que han tenido más hijos?

—No, no —dijo el señor Meagles—. No hemos tenido otros hijos, sólo otra más.

—Me temo que sin querer he tocado un tema delicado.

—No se preocupe —dijo el señor Meagles—. Si bien es un asunto serio, tampoco me entristece. Me deja pensativo, pero no triste. Tesoro tuvo una hermana gemela que murió cuando apenas asomaba los ojos, exactos a los de Tesoro, por encima de la mesa, si se sujetaba y se ponía de puntillas.

—¡Ah, vaya!

—Sí, y como somos personas prácticas, la señora Meagles y yo hemos acabado pensando una cosa que tal vez usted entienda o tal vez no. Tesoro y su hermanita eran tan parecidas y tan idénticas que en nuestros pensamientos nunca hemos podido separarlas. En vano nos dirán que nuestra niña era sólo una criatura: para nosotros ha cambiado igual que la niña que sobrevivió. Mientras Tesoro crecía, la otra niña crecía; a medida que Tesoro se ha hecho más sensata y adulta y femenina, su hermana se ha hecho más sensata y femenina en el mismo grado. Sería difícil convencerme de que, si falleciera mañana mismo, no me recibiría, por la gracia de Dios, una hija idéntica a Tesoro; tan difícil como hacerme creer que la misma Tesoro no es una realidad que tengo a mi lado en este momento.

—Lo comprendo —dijo el otro amablemente.

—En cuanto a ella —prosiguió su padre—, la repentina pérdida de su retrato y compañera de juegos, y ese primer contacto con ese misterio a que todos nos llega, si bien no tan temprano, sin duda ha tenido alguna influencia en su carácter. Su madre y yo no éramos jóvenes cuando nos casamos y Tesoro ha llevado siempre una vida de persona mayor con nosotros, si bien hemos intentado adaptarnos a ella. En más de una ocasión nos aconsejaron, cuando tuvo alguna enfermedad, que cambiáramos de clima y de aires con la mayor frecuencia posible, especialmente a esta edad, y que la tuviéramos entretenida. Así pues, como ya no tengo necesidad de estar atado al despacho de un banco (aunque fui pobre en otros tiempos, se lo aseguro; si no hubiera sido así, me habría casado antes con la señora Meagles), nos dedicamos a rondar por el mundo. Por ese motivo nos encontró usted contemplando el Nilo, las Pirámides, la Esfinge, el desierto y todo lo demás; y por eso Tattycoram será, con el tiempo, más viajera que el capitán Cook.

—Le agradezco mucho la confianza que me muestra.

—No hay de qué —contestó el señor Meagles—. Y ahora, señor Clennam, tal vez pueda preguntarle si ha tomado una decisión sobre dónde irá a continuación.

—Pues no. Tengo tan pocas raíces que me arrastra cualquier corriente.

—Me parece tan extraordinario, si me permite la libertad de opinar, que no vaya directamente a Londres —dijo el señor Meagles en el tono de quien da un consejo personal.

—Quizá termine en Londres.

—Ah, pero yo me refería a su falta de voluntad de ir.

—No tengo ninguna voluntad. Es decir —aclaró sonrojándose un poco—, ningún deseo concreto. Fui educado por una fuerza que me rompió, no me doblegó; fui aplastado con un objetivo que jamás se me consultó y que nunca fue el mío; me embarcaron al otro extremo del mundo antes de la mayoría de edad y me exiliaron allí hasta que murió mi padre, hace un año; he estado dando vueltas a un molino que siempre he odiado. ¿Qué se espera de mí, alcanzada la mediana edad? ¿Voluntad, objetivos, esperanza? Todas esas luces se apagaron antes de que pudiera pronunciar esas palabras.

—¡Enciéndalas de nuevo! —exclamó el señor Meagles.

—Ah, eso es fácil decirlo. Señor Meagles, soy hijo de unos padres duros. Soy hijo único de unos padres que todo lo sopesaban, medían y tasaban, y para quienes lo que no podía pesarse, medirse y tasarse no existía. Personas estrictas que, como se dice comúnmente, profesaban una religión severa; su auténtica religión era un triste sacrificio de los gustos y simpatías ajenos, ofrecidos como parte del trato que les garantizara la seguridad de sus posesiones. Rostros austeros, disciplina inflexible, penas en este mundo y terror en el próximo… nada amable o agradable en ningún lugar y el vacío en mi corazón acobardado en todas partes: eso fue mi infancia, si es que puede emplearse esa palabra para aplicarla a semejante inicio en la vida.

—¿De veras? —preguntó el señor Meagles, muy incómodo ante la imagen que se le ofrecía—. Unos principios muy duros. Pero, vamos, ahora debe estudiar, aprovechar lo que tenga, como un hombre práctico.

—Si las personas que normalmente llamamos prácticas lo fueran en el sentido que usted indica…

—Caramba, claro que lo son —dijo el señor Meagles.

—¿De veras?

—Bueno, eso supongo —contestó el señor Meagles pensando un poco—. No queda más remedio que ser práctico, y eso somos la señora Meagles y yo.

—Entonces, mi camino desconocido es más sencillo y útil de lo que esperaba —dijo Clennam, negando con la cabeza y con una sonrisa grave—. Bueno, ya hemos hablado bastante de mí, aquí está el barco.

El barco estaba lleno de los sombreros de tres picos contra los que el señor Meagles sentía una aversión nacional; los portadores de esos sombreros desembarcaron y subieron los escalones, y todos los viajeros en cuarentena se congregaron. A continuación, los de los sombreros sacaron multitud de papeles y se pusieron a pasar lista con mucha firma, sello, estampilla, tinta y secado de tinta, lo que dio resultados borrosos, arenosos e indescifrables. Finalmente, todo se hizo de acuerdo con las normas y los viajeros pudieron partir libremente hacia donde quisieron.

Apenas prestaron atención a la mirada cegadora, satisfechos por haber recuperado la libertad, de modo que revolotearon por el puerto en alegres botes y se reunieron en un gran hotel con celosías cerradas que no admitían la luz del sol y donde los suelos desnudos, los altos techos y los resonantes pasillos atemperaban el calor intenso. Allí, una gran mesa en una gran sala no tardó en verse profusamente cubierta de una espléndida comida; y los recintos de la cuarentena quedaron desiertos, apenas un recuerdo entre los platos exquisitos, frutos del sur, vinos frescos, flores de Génova, nieve de las cumbres y todos los colores del arco iris lanzando destellos en los espejos.

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