A su lado, su padre agarraba el volante con una mano y se llevaba la otra a la boca. Iba apretando sus uñas con los dientes, sin llegar a quebrarlas, mientras su mente viajaba de la niñez a la habitación del hospital.
Cuando llegaron a la finca, Leo Caldas salió del coche para abrir la verja y esperó bajo la lluvia a que hubiese franqueado la entrada. Al volver a montarse en el vehículo, mientras recorrían el camino hacia la casa, le pareció ver que una sombra se movía a su espalda. Por la ventanilla posterior, entre los surcos que dejaban las gotas de lluvia, vislumbró un animal que les seguía a la carrera.
—¿Tienes un perro? —preguntó Caldas, extrañado.
—No.
—¿No es tuyo? —insistió, señalando hacia atrás.
El padre de Caldas miró durante un instante por el espejo retrovisor y confirmó:
—No, no es mío.
Desde que se apearon del coche hasta que llegaron a la puerta, el perro les acompañó brincando alrededor del padre de Leo Caldas. Ladraba, saltaba y salía disparado bajo la lluvia en cualquier dirección para girar en redondo a los pocos metros y regresar al galope, aullando de entusiasmo, moviendo el rabo como un látigo y tratando de lamer las manos, la cara o lo que el padre del inspector tuviese a bien ofrecerle.
—Mira cómo me ha puesto —se lamentó el hombre al entrar en la casa.
Se sacudió los pantalones y la camisa que las patas del animal habían llenado de trazos oscuros de tierra mojada y subió por la escalera hacia su dormitorio. Caldas le esperó en el piso de abajo.
—Menos mal que no es tuyo —murmuró.
Rodeó la amplia mesa del comedor y se acercó al salón. Se sentó en el sofá, frente a la chimenea que aún conservaba ceniza y rescoldos apagados de un fuego reciente. A un lado de la mesa baja, junto a una pila de periódicos viejos, había una cesta repleta de leña.
Su padre se había cambiado de ropa cuando bajó.
—¿Te dejo algo seco?
—Mañana, si acaso. Preferiría secarme al fuego. ¿Puedo? —preguntó, señalando la leña.
—Si sabes encenderla… —dijo el padre con desdén antes de escabullirse hacia la cocina.
Leo Caldas suspiró y se acercó a la chimenea, tomó dos gruesos troncos de pino de la cesta y los puso en el hogar. Arrugó algunas hojas de periódico, las metió entre los troncos y colocó sobre los papeles varias piñas y sarmientos que partió en trozos pequeños. Buscó en su bolsillo el paquete de tabaco y el encendedor, y prendió un cigarrillo con la misma llama que acercó a los periódicos. Cuando comenzaron a arder, se sentó en el sofá a fumar frente al fuego.
El padre volvió al salón trayendo en la mano una botella de vino blanco sin etiquetar. Tras abrirla con el descorchador de pared, la dejó sobre la mesa baja y fue a buscar dos copas a la alacena.
—Es de la nueva cosecha —dijo mientras llenaba las copas de un vino todavía turbio—. A ver qué te parece.
Leo Caldas apoyó el cigarrillo en el cenicero y hundió la nariz en la copa. El padre imitó su gesto.
—Aún se tiene que clarificar, pero de aroma está listo —apuntó.
—Ya, ya.
—¿Cómo lo encuentras, Leo?
El inspector se llevó la copa a los labios y, antes de tragarlo, movió el vino dentro de su boca durante unos segundos.
—¿Qué opinas? —insistió el padre, que esperaba de pie el veredicto de su hijo.
Leo Caldas asintió varias veces y luego vació el resto de la copa de un solo trago.
Abrieron otra botella de vino del año anterior y calentaron dos tazas del caldo hecho con unto, huesos de vaca, grelos, habas y patatas que el padre del inspector guardaba en la nevera. De postre tomaron queso del país con el dulce de membrillo que María elaboraba en su casa.
Cuando terminaron de cenar y recogieron los platos, Leo Caldas trasladó a la mesa baja la botella y las copas, las llenó de nuevo, y tomó asiento en el sofá, frente a la chimenea encendida que podía estar mirando durante horas. Su padre se acercó a la librería y estuvo unos minutos rebuscando en los estantes, maldiciendo por lo bajo hasta que encontró un pequeño cuaderno apoyado contra la pared del fondo. Tenía las tapas de cartón tan desgastadas que no se adivinaba su color original. Recogió su copa y fue a sentarse a la mesa del comedor. Allí permaneció un rato hojeando el cuaderno.
Cuando Leo se incorporó para servirse más vino, preguntó:
—¿Es el libro de idiotas?
Su padre asintió.
—No sé cómo se habrá acordado tu tío de él. Hace años que no lo abro —dijo mientras pasaba las hojas repletas de nombres, de pedazos de vida asociados a cada uno de ellos.
Luego echó mano de un bolígrafo y dejó abierto el cuaderno por la página donde figuraba la última anotación.
—Era el doctor Apraces, ¿no?
—Sí —confirmó el inspector, y al volverse hacia su padre se encontró con aquellos ojos brillantes que no conocía.
Leo Caldas se tumbó en el sofá y allí permaneció el resto de la noche, sin levantar la vista del fuego para que su padre pudiese llorar cada vaso de vino que bebía.
1. Que todavía está sin resolver o sin terminar. 2. Que pone atención o interés en una persona, cosa o suceso. 3. Que está suspendido. 4. Cuesta o declive de un terreno. 5. Adorno sujeto a la oreja.
Por la mañana, Leo Caldas tomó prestada una muda del armario de su padre, se dio una ducha larga y salió al patio que separaba la casa de la bodega. El otoño había concedido una tregua después de varias semanas de lluvia, y aunque las nubes ocultaban el sol, el día sin viento amanecía apacible y luminoso.
Se acercó al arriate, deslizó una rama de hierba luisa entre sus dedos y se los llevó a la nariz aspirando profundamente el aroma impregnado en ellos.
—Así que le gustó el caldo —dijo una voz a su espalda.
María, la mujer que por las mañanas acudía a casa de su padre para limpiar y preparar la comida, estaba barriendo las hojas rojizas que había perdido el liquidámbar durante la noche.
—Mucho, María, mucho —contestó Leo Caldas.
—El truco es espumarlo bien —confesó ella sin dejar de barrer. Luego, pretendiendo devolverle el halago, añadió—: También me gusta mucho a mí su programa. No nos perdemos
Patrulla en las ondas
.
El inspector se preguntó cómo era posible que allí también pudiese oírse su programa de radio. ¿Acaso no era Onda Vigo una emisora local?
Le dio las gracias y cambió de tema:
—¿Ha visto a mi padre?
—Iba hacia abajo, con el perro —explicó, y señaló a través de la bodega la dirección del río—. ¿No va a desayunar? Tiene café caliente en el termo.
—Igual más tarde… —se escabulló Caldas, saliendo del patio.
Caminó alrededor de la casa y se dirigió al mirador. Apoyó los codos en la barandilla de piedra, contemplando las siete hectáreas de viñedo en pendiente que descendían como gradas hasta el río.
El tractor estaba detenido en el camino unos cientos de metros más abajo, junto a uno de los bancales de la derecha. Distinguió a varias personas entre las cepas y recordó que su padre le había dicho durante la cena que habían comenzado a podar.
Encendió un cigarrillo y se quedó apoyado en la barandilla disfrutando del sosiego del campo. Iba a llamar a la comisaría para decir que no le esperasen hasta la tarde, pero no hizo falta. El timbre agudo del teléfono sonó en el bolsillo de su pantalón. Caldas leyó en la pantalla el nombre de su ayudante y descolgó.
—¿Ya está viniendo hacia aquí, jefe? —preguntó Rafael Estévez a modo de saludo, sin darle siquiera tiempo a contestar.
—¿Pasa algo?
—Hace media hora que nos han llamado desde el puerto de Panxón. Han encontrado el cadáver de un hombre flotando en el agua.
—¿Un marinero?
—¿Cómo quiere que lo sepa, inspector?
El aragonés estaba en plena forma desde primera hora.
—¿Teníamos noticia de algún desaparecido? —preguntó Caldas, sabiendo que en ocasiones transcurrían varias jornadas hasta que el mar devolvía los cuerpos de los ahogados.
—Que yo sepa, no.
—Ya.
—¿Quiere decirme cuánto va a tardar, inspector? —preguntó Estévez con su impaciencia habitual—. El juez ha salido para allá hace diez minutos, y el forense ha llamado preguntando si podemos pasar a buscarle.
Caldas confirmó en su reloj que aquel lunes el ajetreo había comenzado demasiado pronto y se alegró de estar lejos de la ciudad.
—Pues pasa tú a recogerle.
—¿Y usted?
—Yo hasta esta tarde creo que no voy a poder ir por ahí, Rafa.
—¿Cree que no va a poder o lo sabe con certeza?
—No empecemos, Rafa. En este momento iba a llamar para avisaros.
Estévez se despidió con un gruñido y el inspector pensó en telefonear al comisario para advertirle de su ausencia esa mañana y pedirle que asignara un acompañante a Estévez. Antes de marcar abandonó la idea. Al fin y al cabo, sólo se trataba de un ahogado.
Descendió por el camino que serpenteaba entre las vides, atravesando la finca como una cicatriz hasta la orilla del río. Las cepas situadas en la parte más alta todavía esperaban a ser podadas, aunque el otoño avanzado ya se hubiera encargado de desvestirlas y sólo unas pocas ramas conservasen alguna hoja lánguida.
Se detuvo a la altura del tractor, observando en silencio cómo los podadores escogían cinco o seis varas de cada cepa y las ataban a los alambres. Elegían las que tenían varias yemas, donde aparecerían los brotes en primavera, y cortaban las demás. Más tarde, antes de pasar al siguiente bancal, recogerían en el tractor los sarmientos que pudieran servir como leña y dejarían pudrirse el resto en el suelo.
Los mimbres con que había ayudado a su padre a sujetar las primeras varas habían sido sustituidos por lazos de plástico, pero nada más parecía haber cambiado desde entonces.
Unas decenas de metros más abajo apareció en el camino el perro marrón que los había recibido la noche anterior, y a los pocos segundos surgió de la misma hilera de viñas la silueta del padre de Leo Caldas. Llevaba una tijera de podar en la mano y la humedad de la mañana brillaba en sus botas de plástico.
Leo fue a su encuentro.
—Hay botas en el almacén —dijo el padre mirando los zapatos de su hijo.
Leo Caldas se encogió de hombros:
—No voy a salirme del camino.
—Como quieras. ¿Conoces la plantación nueva? —le preguntó su padre, extendiendo un brazo hacia el río.
Leo la conocía, pero contestó que no y echaron a andar hacia allí. El perro, con el hocico hundido en el suelo, se les adelantó correteando entre el viñedo. Cada cierto tiempo veían aparecer en el camino su cabeza marrón. La mantenía erguida un instante y luego, cuando comprobaba que seguían avanzando, volvía a su trote distraído.
—¿Cómo se llama? —preguntó el inspector señalando al perro una de las veces en que se asomó a mirarles.
—No lo sé. No es mío —contestó su padre sin dejar de caminar.
Continuaron bajando por el camino, que al llegar a la parte inferior de la finca hacía un ángulo hacia la derecha, paralelo al cauce del río. A ambos lados del camino se extendían varias hileras de postes blancos unidos por alambres. Al pie de cada poste asomaba una nueva vid.
El padre le explicó que habían necesitado una pala excavadora para nivelar el terreno y que habían ampliado la distancia entre las viñas para que el tractor pudiese maniobrar con facilidad, y el inspector le escuchó en silencio, asintiendo como si lo estuviese oyendo contar por primera vez.
Cuando su padre se detuvo para atar a un poste la vara suelta de una cepa, Leo atravesó las hileras de la plantación y se asomó al río que corría varios metros bajo sus pies.
En el trecho que discurría frente a la finca abundaban los remolinos. Cuando querían bañarse debían caminar media hora río arriba, hasta un recodo que remansaba el agua en una playa fluvial. Partían después de comer y regresaban andando por la orilla cuando casi había anochecido. En la niñez, los días parecían más largos.
Mirando el agua y oyendo el rumor de la corriente, pensó en la llamada de Rafael Estévez y en el hombre arrastrado por el mar. Recordaba la noche en que la farmacéutica se había ahogado en los rápidos. Mientras él esperaba en el coche, su padre había acompañado a los guardias que recorrían la finca por la orilla, removiendo el agua con unas varas de madera. Luego regresaron a dormir a Vigo y los guardias continuaron la búsqueda río abajo.
El cuerpo de la farmacéutica tardó tres días en aparecer. Lo encontraron unos pescadores de lamprea a ocho kilómetros del lugar en que había caído al agua.
Años más tarde, el inspector supo que ella misma se había arrojado al río y que no sabía nadar. Sin embargo, durante meses, la farmacéutica había nadado junto a él en sus pesadillas infantiles, suplicándole que la socorriese en medio de una corriente que siempre terminaba por engullirla. Cuando la angustia le despertaba, Leo estaba cubierto de sudor, tan mojado como si realmente hubiese estado zambullido en el río.
Consultó su reloj. Rafael Estévez ya habría llegado a la playa de Panxón y confió en no recibir más noticias del asunto hasta la tarde, cuando estuviera de vuelta en comisaría.
Su padre se le acercó y juntos vieron bajar el río, cuya corriente transportaba hojas y ramas a gran velocidad.
—Debiste calzarte las botas.
—Ya —concedió Caldas sin dejar de mirar al agua.
—¿Has desayunado? —preguntó el padre unos segundos después.
Cuando Leo negó con un gesto, propuso:
—¿Subimos a tomar un café?
Mientras iniciaban el camino hacia la casa, el padre se lamentó:
—No sé cómo no se me ocurrió plantar antes en esta zona.
—Creí que pensabas que la tierra arenosa no favorecía a la viña.
—Pues verás cómo va a dar un vino estupendo. No en esta vendimia, claro, ni en la próxima, pero creo que en cinco años estará saliendo de esas cepas el mejor vino de la finca. Y si tengo razón, plantaré allí también —dijo señalando el otro lado del camino.
—¿Cinco años?
—Cinco o seis… Cuando las viñas hayan crecido.
—¿No es demasiado tiempo?
—Los plazos no los marco yo. Es lo que tarda la viña en madurar.
—Ya lo sé —dijo el inspector—. Me refería a si no piensas jubilarte antes.
—¿Jubilarme? ¿Para hacer qué?
Leo Caldas se encogió de hombros.
—Cualquier cosa…