La playa de los ahogados (6 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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—Ya.

El comisario Soto solía decir que los cadáveres de los ahogados eran los únicos capaces de burlar a los forenses. Estaba comprobando hasta qué punto era cierto.

—¿Cuándo es la última vez que lo vieron con vida? —preguntó el forense.

—Parece que fue el domingo por la mañana, en su barco, en el puerto.

—Pues ahí lo tienes: un día —concluyó el médico—. ¿Puedo taparlo ya?

—Si no hay nada más…

—Nada que se pueda ver a simple vista —dijo el forense comenzando a cubrir de nuevo el cuerpo de Justo Castelo con la funda de plástico gris.

—¿Y de lo que no se puede ver?

—En el registro apareció una bolsita con polvos blancos en un bolsillo.

—¿Cocaína?

—Eso creí, pero cuando me la llevé a la lengua sólo me supo a sal. Tal vez el agua del mar la haya deteriorado —se justificó—. La hemos mandado al laboratorio, con la sangre. En cuanto tenga el resultado te aviso.

—¿Algo más?

El forense meneó la cabeza.

—Clara Barcia tiene toda la relación de la ropa y los efectos personales, pero no había nada llamativo. Creo que, aparte de la bolsita, sólo llevaba algo de dinero, las llaves y una higa.

—¿Una qué?

—Una higa —repitió Barrio, cerrando los dedos de su mano de manera que el pulgar asomara entre los dedos índice y corazón—. ¿Nunca has visto un puño con esta forma? —preguntó levantando su mano cerrada—. Es una especie de amuleto.

—Sí, claro —respondió Caldas, y formó una higa con su propia mano—. Lo que no sabía es que se llamase así.

Sombra:

1. Oscuridad, falta de luz. 2. Imagen oscura que proyecta un cuerpo opaco al interceptar la luz directa. 3. Espectro o aparición fantástica de alguien ausente o difunto. 4. Persona que sigue a otra por todas partes. 5. Clandestinidad. 6. Mácula, defecto.

La camisa, el jersey y el pantalón de pana que Justo Castelo vestía cuando lo sacaron del agua estaban doblados cuidadosamente sobre una de las mesas metálicas de la Unidad de Inspección Ocular. Un impermeable azul marino estaba extendido a un lado, junto a los calzoncillos y los calcetines.

Leo Caldas vio, en el suelo, unas botas de plástico similares a las que calzaba su padre cuando apareció entre las viñas precedido por aquel perro marrón que lo acompañaba a todas partes. Se miró los zapatos. Aunque los había frotado con un pañuelo de papel al llegar a su despacho, en algunos bordes conservaban el recuerdo pálido de la tierra arenosa del río que habían pisado por la mañana.

El inspector continuó pensando en su padre mientras Clara Barcia les iba mostrando cada una de las prendas y les confirmaba que no habían encontrado nada relevante en la playa. Aún le dolía haberse bajado del coche dejándolo con la palabra en la boca y recordó que le había telefoneado durante el programa de radio. Consultó el reloj de su muñeca. A esas horas su padre ya habría visitado a su hermano en el hospital y se habría escapado de la ciudad al refugio de sus viñas. Lo imaginó sentado en la mesa como la noche anterior, leyendo el cuaderno al calor de la chimenea y del caldo verde de María, y se prometió devolverle la llamada tan pronto como tuviese un momento de tranquilidad.

La agente Barcia se acercó con una bandeja. Los sobres de plástico transparente que había en ella contenían los objetos encontrados entre las ropas del ahogado. En uno había varios billetes medio deshechos por el agua. En otro, dos llaves unidas tan sólo por una arandela de metal y una cadena con una medalla de oro. En el tercero estaba el puño cerrado con el pulgar asomando entre los dedos. Era metálico, oscuro, y no más grande que una uva.

—¿Qué es eso? —preguntó Rafael Estévez.

—Una higa —dijo Clara Barcia—. Antiguamente se usaban para espantar el mal de ojo y los encantamientos. Era una protección contra la mala suerte.

—Pues al marinero no le sirvió de mucho —murmuró Estévez.

—Sí, le protegió poco. Pero ahora ya no se llevan para eso, sino como adorno —dijo la agente Barcia. Luego detalló lo que el forense había contado al inspector—. También había una bolsita con una sustancia blanca que hemos mandado a analizar. Supongo que ya se lo habrá comentado el doctor Barrio.

Caldas se lo confirmó.

—¿Y la brida? —quiso saber.

La agente de la UIDC se acercó a un estante y volvió con otro sobre transparente.

—Hubo que cortarla para poder liberar las muñecas del muerto —dijo mientras depositaba el sobre con la brida rota en dos trozos encima de la mesa.

Los policías se inclinaron para escrutarla.

—Es verde —dijo Estévez.

Caldas comprobó que era cierto, se apreciaba el color verde del plástico en la cara lisa de la brida. No tuvo necesidad de preguntar el origen de las manchas negruzcas que se acumulaban a lo largo de la otra cara, la dentada, la que había estado en contacto directo con la carne.

—¿Ese color es poco habitual? —preguntó.

—Lo normal es que sean blancas o negras, ¿no? —dijo Estévez.

—Yo diría que sí —dijo la agente Barcia—. Lo malo es que en la brida no veo ningún grabado por el que se pueda identificar al fabricante.

—Será china —intervino Estévez—. Todo es chino.

—Es probable —respondió la agente. Después señaló una de las manchas oscuras que se incrustaban como una sombra en la cara dentada del plástico—. Vamos a analizar eso también, por si acaso. Aunque estoy segura de que no encontraremos más que sangre y restos del muerto.

Leo Caldas se alegraba de contar con la ayuda de la agente Barcia. Tenía iniciativa y era meticulosa hasta el extremo. Con un instinto que la llevaba a reparar en detalles que pasaban inadvertidos a los demás.

La agente le mostró el sobre que contenía las llaves y la medalla.

—Llevaba la cadena colgada al cuello. La imagen es de la Virgen del Carmen, la patrona de los marineros.

Caldas asintió.

—La llave más grande parece de una casa —continuó hablando Clara Barcia, entregando el sobre al inspector—. La pequeña podría ser de un armario, un garaje, un trastero…

—¿Y las del barco?

—En el barco seguirán, supongo.

—Claro.

Caldas devolvió el sobre a la bandeja. Iba a tomar el que contenía el dinero cuando entraron a avisar a Clara Barcia. Acababa de llegar Alicia Castelo y el forense quería que la agente la acompañase en la identificación del cadáver de su hermano.

Aparecer:

1. Encontrarse algo o a alguien oculto. 2. Ir una persona a un lugar donde es vista por otras, especialmente si lo hace de forma inesperada. 3. Ser encontrada una persona o cosa perdida. 4. Figurar en un lugar determinado. 5. Empezar algo a existir y ser público por primera vez. 6. Manifestarse algo sobrenatural.

La hermana de Justo Castelo había reconocido el cadáver. Le pidieron que aguardase unos instantes antes de marcharse, y esperaba sentada en uno de los bancos del pasillo. Estaba sola, inclinada hacia delante, con los codos apoyados en los muslos, las palmas de las manos abiertas sobre las mejillas y la vista clavada en algún punto del suelo, entre sus pies. Vestía ropas oscuras y tenía el cabello tan rubio como su hermano.

Rafael Estévez se acercó a ella y la mujer levantó unos ojos azules enrojecidos por el llanto; al encontrar al policía que la había atendido por la mañana, sonrió levemente. Caldas se alegró de que el paso de Estévez por el puerto de Panxón hubiese dejado un buen recuerdo. Al menos en ella.

Después de intercambiar unas palabras con la mujer, el aragonés indicó al inspector con una seña que se acercase.

—Inspector, es Alicia Castelo. La hermana, ya sabe… Le he adelantado que no serán más que unas preguntas.

Caldas le tendió la mano.

—No se levante.

—Inspector —dijo ella estrechándosela.

—Siento molestarla en un momento tan duro, pero es preciso que hablemos con usted —comenzó Caldas con voz suave—. Aunque si no se encuentra con fuerzas, podemos aplazar la conversación hasta mañana.

Alicia Castelo le miró y a Caldas le gustó su rostro. Lo encontró atractivo aunque el dolor lo desluciese envolviendo en sombras sus ojos azules. Calculó que sería diez o doce años menor que su hermano.

—¿También ustedes piensan que se suicidó? —preguntó Alicia Castelo.

—¿Por qué razón íbamos a hacerlo?

—Salió al mar y apareció flotando en la playa con las manos atadas —susurró—. ¿Qué otra cosa iban a pensar?

Caldas cruzó una mirada con Rafael Estévez.

—¿Usted no lo cree?

—Sé que mi hermano nunca haría una cosa así —afirmó—. No mientras mi madre estuviese viva.

—Nosotros tampoco estamos seguros de que se trate de un suicidio —aseguró Caldas—. Es posible que alguien atara las manos a su hermano y lo arrojara… En fin.

La hermana del marinero ahogado se pasó las manos por el cabello rubio y bajó la cabeza, volviendo a mirar entre sus pies. Después de unos segundos, levantó sus ojos azules y preguntó:

—¿Tienen idea de quién pudo hacerlo?

—Precisamente hemos venido a hacerle esa pregunta —respondió Caldas.

Ella meditó un instante y luego sacudió su cabeza a los lados.

—No vivían juntos, ¿verdad?

La mujer tragó saliva y Caldas supo que algo se había estremecido en su interior al oírlo referirse a su hermano en pasado.

—No. Yo vivo con mi marido y mi madre. Tiene dificultad para moverse y vivimos juntas. Además, mi marido pasa muchos meses embarcado, fuera de casa. Nos hacemos compañía.

—¿Su hermano vivía solo? —preguntó.

Volvió a tragar saliva.

—Solo, sí. En una casa que fue de mis abuelos.

—¿Recuerda cuándo fue la última vez que lo vio? —preguntó Caldas.

Sin necesidad de pensarlo, Alicia Castelo respondió:

—Vino a casa el viernes por la tarde. Venía casi todas las tardes a ver a nuestra madre, antes de encarnar las nasas y salir al mar a largarlas. Ella casi no sale de casa.

—¿Notaron algo raro en su hermano?

La mujer volvió a pensar un momento en silencio.

—No.

—¿Sabe si había discutido con alguien o si algo le preocupaba? —insistió el inspector.

—Si algo le preocupaba, nunca lo dijo.

—¿Mantenía alguna relación con una mujer?

—No lo sé. Creo que no. Justo era muy reservado.

—¿Alguna amistad nueva o extraña?

Ella negó también, y Caldas buscó otro hilo del que tirar en la bolsita de plástico que el muerto guardaba en su bolsillo.

—¿Drogas? —preguntó.

Alicia volvió a mirar al suelo.

—No sé qué le han contado, inspector, pero Justo dejó eso hace mucho tiempo.

—¿Cuánto es mucho tiempo?

—Muchos años —afirmó—. Lo hizo por mi madre. Fue capaz de abandonar toda aquella basura sólo para que ella dejase de sufrir. Por eso sé que nunca se suicidaría estando mi madre viva. Nunca.

—¿Y no se le ocurre nada por lo que…?

Caldas no terminó la frase. Vio llover en los ojos azules de la mujer y decidió no insistir más. Sabía que sería absurdo obstinarse en interrogarla en aquel estado. Alicia Castelo necesitaba tiempo y descanso para poder pensar y ofrecer respuestas. Leo Caldas se lo concedió.

—No se preocupe. Le dejo mi teléfono por si recuerda algo —dijo entregándole una tarjeta—. Me temo que tendremos que volver a molestarla. Espero que lo entienda.

Alicia Castelo guardó la tarjeta sin mirarla.

—¿Saben cuándo podremos enterrarlo?

—Pronto —aseguró el inspector—, aunque eso es cosa del forense y del juez.

Cuando se despidieron, Rafael Estévez posó una de sus manazas en el hombro de la hermana del marinero, que se enjugaba las lágrimas con la manga del jersey.

—Trate de descansar, Alicia —le dijo—. Mañana les espera un día duro.

Iluminado:

1. Alumbrado por una luz. 2. Persona que cree tener revelaciones sobrenaturales para emprender una acción o que cree tener conocimientos superiores a los de los demás. 3. Seguidor de la secta española del siglo XVI según la cual era posible llegar a un estado de perfección mediante la oración mental.

—Al menos ése está contento con tanta agua —dijo Estévez al detener la marcha de su automóvil, señalando la estatua.

El inspector miró hacia arriba, y entre las gotas que se escurrían por la ventanilla, vio al hombre pez en lo alto de su pedestal, iluminado por las farolas. Estévez tenía razón. Con la lluvia mojando las escamas de su cola, el sireno parecía sonreír a la ciudad.

Leo Caldas abrió la portezuela y se apeó del coche. Con paso apresurado tomó la calle del Príncipe, giró a la derecha por el primer callejón y empujó la puerta de madera de la casa baja que encontró enfrente.

—Buenas tardes, Leo —dijeron a coro los catedráticos que ocupaban la mesa más próxima a la barra de la taberna Eligio.

—Buenas —les saludó, mientras luchaba con la gabardina mojada que se negaba a deslizarse fuera de sus brazos. Cuando logró quitársela la dejó en el perchero, junto a la estufa de hierro, y se acercó a la barra.

Carlos estaba haciendo la cuenta a un cliente. Siempre apuntaba a lápiz el importe de las consumiciones, escribiendo directamente sobre el mármol del mostrador. Cuando terminó, tomó una botella de vino blanco y sirvió una copa al inspector.

—¿Todo en orden? —le saludó, y Caldas le devolvió un gesto ambiguo.

Oroza, el poeta, estaba de pie en la barra, a su lado. Le había gustado el programa de radio de esa tarde.

—Sobre todo me pareció muy ingeniosa la historia del conductor al que hacen soplar cada vez que se monta en el coche —comentó.

Hacía tiempo que Caldas no se molestaba en explicar que no era su programa y que las llamadas a
Patrulla en las ondas
surgían de manera espontánea, sin responder a un guión preparado por él. Lo había intentado muchas veces en otro tiempo, pero había desistido al comprobar que era una tarea inútil.

—Muchas gracias —dijo en cambio, y vio a Carlos sonreír debajo de su bigote.

Tenía intención de cenar algo rápido y marcharse a descansar. Estévez pasaría a recogerle a las siete de la mañana para ir a Panxón. La lonja abría a las ocho, y Caldas pretendía llegar a tiempo para hablar con los compañeros del marinero muerto. También quería ver la playa donde había aparecido el cadáver y visitar la vivienda de Justo Castelo. Se había ordenado su precinto hasta que la pudiesen inspeccionar.

Por la mañana, Guzmán Barrio entregaría el cadáver a la funeraria indicada por la familia. Si no era necesario, Caldas prefería no volver a interrogar a la hermana hasta que se hubiese enfriado el dolor del entierro.

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