Casi al mismo tiempo que Caldas terminaba su relato, comenzó a sonar el teléfono que Valverde sostenía en su mano derecha.
—¿No va a responder? —preguntó Leo Caldas cuando consideró que había oído el timbre demasiadas veces—. Debe de ser de su bodega. Para avisar de que varios compañeros nuestros están en la puerta con una orden de registro. Ya se lo he dicho: queremos comprobarlo todo.
Marcos Valverde miró la pantalla del teléfono y su rostro exhibió la mueca de perplejidad de quien no está acostumbrado a perder.
Caldas se retrepó en el banco y encendió un nuevo cigarrillo.
—¿Cuándo se le ocurrió simular el suicidio de Castelo? —preguntó—. ¿Fue en la reunión de bodegueros, cuando les entregaron las bridas verdes?
Valverde no respondió, pero el inspector continuó preguntando:
—¿Cómo descubrió que ese carpintero era el hijo de Rebeca Neira?
Silencio.
—¿Cuántos carpinteros tiene en nómina? —le interrogó de nuevo, sabiendo que no habría respuesta—. No entiendo cómo no me di cuenta de que usted no necesitaba recurrir a un reparador de barcos para arreglar la puerta de su casa.
Como el constructor no contestaba, siguió hablando:
—Su mujer se asustó demasiado al ver la puerta destartalada. Tendría que haberla alejado de casa con otro pretexto antes de levantar las maderas y llamar al carpintero… Tiene gracia, ¿no le parece? Veníamos a protegerlo a usted, pero salvamos a ese muchacho de acabar como su madre.
Cuando sonó su teléfono, Leo Caldas descolgó.
—Lo tenemos, inspector —le anunció el agente Ferro al otro lado de la línea—. Tenía razón. Está el coche. Es el de la grabación. Falta la llave de tubo. ¿Y a que no sabe qué había en la guantera?
—¿La bolsa con las bridas verdes?
—¿Cómo puede saberlo?
Mientras Estévez esposaba al constructor, Caldas dio una última calada al cigarrillo y lo apagó bajo la suela de su zapato.
—¿Es necesario esto? —preguntó Valverde levantando sus manos esposadas.
—Desde luego —respondió Leo Caldas.
Ascendían por la ladera de césped cuando el inspector, mirando al detenido a los ojos, volvió a hablar en voz baja.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó.
Valverde negó moviendo la cabeza y bajó los ojos al suelo.
—¿Por qué tuvo que matar a la madre de ese chico? —insistió el inspector.
—Lo de su madre fue un accidente —murmuró Valverde.
—¿Y los demás? —quiso saber Caldas; se preguntaba si era posible que por encubrir una muerte accidental alguien pudiese matar a sangre fría—, ¿también fueron accidentes?
—No —dijo con un hilo de voz—. El resto no. Ya se lo dije otras veces: el miedo es libre.
Al pasar junto a la cristalera vieron las copas de vino en la mesa. Una botella se enfriaba en la cubitera. La mujer de Valverde salió a su encuentro, y su sonrisa se desvaneció al ver las esposas alrededor de las muñecas de su marido.
En el equipo de música sonaba la «Canción de Solveig». Parecía una canción gallega.
1. Ruido que se hace hablando en voz baja. 2. Conversación en perjuicio de un ausente.
El miércoles, poco después de las ocho de la mañana, Rafael Estévez aparcó frente a la rampa de piedra. Las nasas de Justo Castelo ya no estaban en el espigón.
Salieron del coche, cruzaron la calle y caminaron hasta la lonja. Saludaron a los dos marineros jubilados de la puerta y se asomaron al interior. Hermida y su mujer estaban de espaldas, atentos a los precios que recitaba el subastador al otro lado de la mesa. El enorme marinero del traje naranja estaba apoyado en la pared del fondo. Enarcó las cejas cuando descubrió a los policías y se acercó a la puerta. En la mano traía su bolsa de plástico.
Se detuvo cuando el hombre de las patillas grises interrumpió la puja, y esperó mientras el comprador apartaba dos de las bandejas colmadas de nécoras y entregaba los papeles con los pesos de cada una al subastador, para que anotase en ellos su nombre.
Cuando el subastador señaló las nécoras restantes y tomó aire para proseguir la puja, Arias continuó su camino.
—Tenía previsto acercarme yo a la comisaría esta mañana.
—Así le ahorramos el viaje.
—¿Me acompaña? —preguntó el marinero, levantando la bolsa de plástico cargada de nécoras.
—Claro.
Desde la rampa, entre los carros y las chalupas de los pescadores, todavía podía oírse el murmullo del subastador.
—Vino a casa el mismo sábado —dijo, agachado al borde del agua— y me contó que llevaba semanas sin dormir. No eran sólo las pintadas en el barco, también encontraba notas dentro de las nasas casi todos los días. El Rubio sabía que aquello sólo pararía cuando diese un nombre, y había ido a la oficina de Valverde para encontrar una solución.
—¿Se lo contó él?
Arias asintió.
—Valverde le ofreció dinero. Pero cuando el Rubio le explicó que sólo quería recuperar su tranquilidad, se lo quitó de encima. Le dijo que no podía malgastar el tiempo de sus negocios con él y lo citó aquel sábado por la noche, en su casa.
—¿Para qué fue a verlo a usted?
—No lo sé —respondió—. Para explicarme que estaba decidido a hablar, o para desahogarse… Tenía miedo. Miedo a confesar y miedo también a quedarse callado. Apenas nos habíamos tratado desde el
Xurelo
, pero el Rubio sabía que yo le entendería. Él le había ayudado a limpiar la casa en Aguiño y a llevar el cadáver de la chica a bordo, pero no era un asesino.
—Siempre supo que no se había suicidado, ¿verdad?
—Lo sospechaba, sí.
El marinero esperó a que la bolsa de plástico estuviera vacía para ponerse en pie.
—¿Por qué huyó? —le preguntó Leo Caldas.
Arias se encogió de hombros.
—Con el Rubio muerto no me podría defender de una acusación. Valverde ya me había amenazado con cargarme lo de esa chica si hablaba. Yo bebía, tuve algunos problemas…, ¿quién me iba a creer?
—Ahora tendrá que declarar.
—Lo sé.
Cuando regresaron a la lonja, la puja había terminado. Arias se dirigió a la oficina acristalada para recoger sus facturas antes de que se marchase el subastador.
—¿Sabe cuándo será el juicio? —preguntó al salir otra vez a la calle.
—Eso ya no es cosa nuestra —contestó Caldas—. Supongo que recibirá una carta con la citación.
Arias torció la boca.
—¿No pensaba quedarse aquí?
—Por ahora sí —dijo el marinero—. Luego ya veremos.
Los policías caminaron hasta la punta del espigón. Aún no había cañas tendidas. Leo Caldas encendió un cigarrillo, se apoyó en el muro y miró el mar que había sepultado a Rebeca Neira. Recordó al niño de
Capitanes intrépidos
que en la última escena se acercaba con su padre a lanzar flores al agua, a la tumba de Manuel el Portugués. Imaginó a Diego Neira en algún puerto y chasqueó la lengua al verlo solo.
Regresaron hacia el coche y, al pasar frente al club náutico, se asomaron sobre la verja. La puerta corredera del almacén estaba cerrada. Diego Neira no deseaba ser alimento para los rumores y había decidido abandonar el pueblo.
—Vino a casa a recoger el gato y a despedirse —dijo una voz a la espalda de los policías—. Es una pena que se haya marchado. Era un artista.
—Lo sé —dijo Leo Caldas, y sonrió al encontrar el flequillo blanco de Manuel Trabazo—. ¿Vas a salir tan pronto?
—Es que más tarde es posible que llueva —respondió el médico.
—Es posible, sí —corroboró Caldas después de echar un vistazo al cielo.
Rafael Estévez levantó la vista y no vio más que un par de gaviotas revoloteando bajo el cielo azul.
—¿Cómo coño saben que va a llover? —preguntó Rafael Estévez.
Trabazo le miró de soslayo.
—Usted no es de aquí, ¿verdad?
—No. Yo soy aragonés. De Zaragoza.
1. Poner a uno en libertad. 2. Eximir a uno de una obligación. 3. Librar de algún mal.
El viernes después de comer, su padre lo recogió frente a la comisaría.
—¿Cómo está el tío? —preguntó Caldas al entrar en el coche.
—Va yendo. Liberado de la mascarilla. Sólo tiene una cánula nasal, así que puede hablar y comer sin aquel ruido horrible.
—Mejor.
—Sí, igual dentro de unos días ni siquiera necesite oxígeno.
—¿Va a irse a su casa? —preguntó el inspector, bajando unos dedos la ventanilla.
—Si no quiere, no.
Llegaron a la finca y aparcaron junto al camelio. Cuando su padre abrió la portezuela del coche, el perro marrón, que se había acercado a la carrera, comenzó a dar saltos a su alrededor, lamiéndolo, emitiendo gemidos y moviendo el rabo como un látigo fuera de control.
—¿Pero cuándo te marchaste de casa? —preguntó Leo Caldas.
—Esta mañana —respondió el padre, tratando de deshacerse del cariño del animal.
—Pues vaya recibimiento —murmuró el inspector—. ¿Él sabe que no es tuyo?
—¿Cómo carallo voy a saber lo que piensa un perro, Leo?
—Yo creo que no lo sabe —sonrió Caldas, y se dirigió al mirador.
Se apoyó en el antepecho y contempló las viñas deshojadas, cada una amarrada a su poste como un ejército en formación. El día era frío, pero tan transparente que se podían contar los árboles en el monte, al otro lado del río. Olía a los días de su niñez.
El padre se situó a su lado.
—Está bonita la finca, ¿verdad? —preguntó mientras palmeaba el lomo marrón del perro para animarlo a dejar de frotarse contra sus piernas.
—Sí.
—¿Conoces la plantación nueva, la que está sobre el río?
—No —mintió una vez más.
—Pues vamos a saludar a tu tío y bajamos a verla. Te va a gustar.
Estaban llegando a la casa cuando el padre le dijo.
—Por cierto, ayer hablamos con Alba.
—¿Os llamó ella?
El padre asintió.
—Para preguntar por Alberto.
—Ya.
—Tú todavía no la has llamado, ¿verdad?
—No, aún no.
—¿Y no crees que deberías hacerlo?
DOMINGO VILLAR, (Vigo, 1971), escritor gallego afincado en Madrid, obtuvo con su primera novela Ojos de agua, protagonizada también por el inspector Leo Caldas, el I Premio Sintagma, el Premio Brigada 21 y el Premio Frei Martín Sarmiento, además fue finalista en dos categorías de los Crime Thriller Awards en Reino Unido.
La playa de los ahogados, traducido a nueve idiomas, ha seguido sumando galardones: Premio Antón Losada Diéguez, Libro del año por la Federación de Libreros de Galicia, autor del año por la revista Fervenzas literarias, finalista al Premio Libro del Año del Gremio de Libreros de Madrid, finalista al Premio Novelpol y el Premio Brigada 21.