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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (45 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—¿Y usted qué hacía mientras tanto?

—Sobrevivir —murmuró—. Pensaba que íbamos a dirigirnos al interior de la ría, para abrigarnos del temporal. Sin embargo, el Rubio puso rumbo sur. Arias me ofreció un chaleco salvavidas y me anunció que me preparase para nadar. Le pregunté qué pensaban hacer. Repitió que me pusiese el chaleco y entrase en la cabina. Él pasó por la borda hacia popa.

Detuvo la narración para resoplar como había hecho la noche anterior en el jardín de su casa. Luego prosiguió:

—Había un fardo en el suelo, envuelto en una manta oscura con muchas lunas dibujadas en ella. Le ató un cabo en cada extremo y lo rodeó con una cadena. Al doblar el espigón, lo lanzó por la borda. Creí que era el cuerpo del capitán el que estaba dentro de la manta y comencé a llorar. Las olas empezaban a ser demasiado grandes y Arias regresó a la cabina y se puso al timón, con la proa apuntando a Sálvora. Cuando estábamos a unas decenas de metros de tierra, gritó que nos preparásemos. Al cabo de unos segundos saltamos los tres al agua y comenzamos a nadar hacia la costa. La alcanzamos a tiempo de ver las luces del
Xurelo
navegando sin gobierno hacia las piedras. Poco después se hundió.

Marcos Valverde volvió a resoplar.

—Antes de empezar a caminar hacia las casas para avisar del naufragio, Arias nos hizo repetir la historia que le conté la otra vez: que volvíamos de faenar porque el capitán lo había decidido y, en medio del temporal, habíamos ido a parar a las piedras, hundiéndonos sin que Sousa hubiese tenido tiempo siquiera de ajustarse el chaleco.

—Ya —musitó Leo Caldas—. Rebeca Neira, la mujer del bar, ¿estaba en el barco?

Marcos Valverde asintió.

—Yo no la vi, pero cuando semanas después apareció el cuerpo del capitán en el aparejo de aquel arrastrero comprendí que era ella quien iba dentro de la manta que Arias arrojó por la borda.

Caldas se puso en pie.

—Tendrá que repetir todo esto delante de un juez.

—Lo sé —respondió Valverde mirándole con los ojos brillantes.

Caldas no supo distinguir si en ellos había remordimientos, miedo o liberación.

Falso:

1. Contrario a la verdad por error o malicia. 2. Que no es lo que parece. 3. Que engaña o induce a engaño.

Caldas fue a ver al comisario Soto y le puso al corriente de lo que Marcos Valverde acababa de confesarle.

—¿Cómo has logrado hacerle hablar?

—Entendió que tendría que hacerlo antes o después —dijo Caldas—. Sabe que vamos a reabrir la investigación y prefirió declarar sin tener a Arias enfrente. Creo que de otro modo no habría sido capaz. Le tiene pánico.

Soto asintió.

—¿Hablará con el juez? —le preguntó Leo Caldas.

—Hoy mismo —dijo—. ¿Grabaste la declaración?

—Claro —musitó, y sonrió con los labios apretados formando una línea recta.

—¿Cómo vais con Neira? —se interesó el comisario.

Caldas se encogió de hombros.

—Estévez está tratando de sacarle algo, pero por ahora el chico no baja la guardia. Se atribuye las pintadas, pero sigue manteniendo que no está involucrado en la muerte de Castelo.

—¿Tú le crees?

—No.

Caldas pasó por su despacho. Se dejo caer en su butaca negra y se frotó los ojos. A los pocos segundos recibió la visita de Ferro.

—¿Hay noticias del coche?

—No —contestó el agente—. Lo siguen buscando. Vengo por otra cosa.

—Dime.

José Arias tenía antecedentes penales.

—¿Antecedentes?

—Por lesiones —confirmó el agente—. Lo detuvieron en 1995. Destrozó un bar en Baiona. Hicieron falta dos patrullas para reducirlo.

Leo Caldas regresó a la sala de interrogatorios y encontró a Diego Neira con la mejilla izquierda enrojecida.

Se acercó a Estévez y le habló al oído:

—Te pedí que no le pegases.

—Es que no quiere hablar —respondió en un murmullo el aragonés.

Caldas ordenó a su ayudante que se retirase y se sentó frente al chico.

—Acabo de estar con Marcos Valverde —le dijo—. Me ha hablado de la noche en que desapareció tu madre.

Neira le miró a los ojos.

—¿Quién fue?

—Todos son culpables en parte.

—¿Fue él? —insistió.

—No. Fue Arias.

—¿Le creen?

—Sí. Parece que dice la verdad.

El chico volvió a mirar fijamente la pared, como si pudiese atravesarla.

—¿Lo atraparán?

—Claro.

—¿Saben dónde está?

—Creemos que regresó a Escocia. El juez está dispuesto a dictar una orden de detención para traerlo, para que pague por todo cuanto hizo.

—¿Valverde les ha dicho dónde puede estar mi madre?

—Cree que a la entrada del puerto de Aguiño.

—¿En el mar?

—Sí.

Diego Neira le miró. Parecía más tranquilo.

—¿La buscarán?

—Lo intentaremos —dijo Caldas—. Pero no podemos asegurar nada. Ha pasado mucho tiempo.

Luego preguntó:

—¿Teníais una manta oscura con lunas estampadas?

—Era mía —confirmó el chico—. Desapareció la misma noche que mi madre. ¿Por qué lo pregunta?

El inspector no le respondió.

—¿Sabe que llegué a rezar para que estuviese muerta, inspector? —confesó el carpintero—. Cualquier cosa era mejor que pensar que me había abandonado.

Caldas bajó la cabeza y hojeó unos papeles sólo por dejar pasar algo de tiempo antes de volver al asesinato del marinero rubio en Panxón.

—¿Por qué trataste de huir ayer, en casa de Valverde? Ésa no es la reacción de alguien inocente.

—No me gusta la policía, ya se lo he dicho.

Caldas acercó la silla todavía más a la mesa.

—Te voy a contar lo que creo que sucedió: la noche del sábado te reuniste con Castelo. Lo citaste con uno de los mensajes que le habías estado haciendo llegar. Creíste que necesitaba hablar, liberarse, pero se negó a contarte qué le había sucedido a tu madre. Te acercaste al coche con cualquier excusa. Abriste el maletero, sacaste una llave de las que se usan para apretar las tuercas de las ruedas y le golpeaste en la cabeza. Luego le ataste las manos y le registraste los bolsillos. Así te hiciste con las llaves del barco. Esperaste a que recobrara el sentido y lo amenazaste con arrojarlo al mar si no hablaba. ¿Dónde estabais?

Diego Neira no contestó.

Caldas le abrió la puerta una vez más:

—¿Se cayó?

Neira no la cruzó.

—Se confunde de hombre, inspector —murmuró sin apartar la vista de la pared.

—Temías que Castelo hubiese hablado con los otros, y se te ocurrió lo del suicidio para no alertarlos, ¿verdad? De madrugada, fuiste en coche hasta el faro de Punta Lameda. Conocías el sitio. Sabías que allí podrías desembarcar sin testigos. Caminaste hasta el puerto de Panxón cubierto con un traje de aguas como si fueses el Rubio. Llevaste su barco al faro, saltaste a tierra y lo hundiste ocultando tus huellas. Luego montaste en el coche y desapareciste. ¿No fue así?

No contestó.

—¿De quién es el coche? —insistió, buscando un paso en falso—. ¿Quién te ayudó?

Leo Caldas continuó hostigándolo con preguntas hasta media mañana. Luego fueron a buscar al chico para llevarlo frente al juez.

Nadie recogió más fruto que una mirada en la pared y una boca sellada.

Espera:

1. Calma, paciencia. 2. Acción y efecto de esperar. 3. Plazo señalado por el juez para ejecutar una cosa. 4. Puesto para cazar en que se espera que las piezas acudan espontáneamente o sin ojeo.

Caldas comió solo en el bar Puerto y pasó toda la tarde en su despacho. Comenzaba a redactar el informe cuando el agente Ferro llamó con los nudillos al cristal. Había estado buscando rastros en la casa de Neira y en el almacén del club náutico hasta entonces.

—¿Quería verme, inspector? —preguntó desde la puerta.

—¿Encontraste el coche?

—Nada. En su casa no hay documentación, ni llaves, ni garaje… Ningún vecino le ha visto conducir más que esa moto.

—¿Y las bridas?

—Tampoco —reconoció.

Caldas volvió a sus papeles.

—¿Algo más? —preguntó Ferro.

—¿Qué hay de la puerta de Valverde?

—La reventaron haciendo palanca. En el taller de carpintería hay veinte herramientas que el chico pudo haber usado para eso.

—Ya.

El agente Ferro aún no se había retirado cuando el comisario Soto entró a decir que el juez había mandado a Diego Neira a prisión a la espera de juicio. Luego le había llamado para pedirle un esfuerzo en la búsqueda del todoterreno.

—Sin el coche creo que va a ser difícil condenarlo —dijo—. No hay pruebas sólidas.

—¿De verdad cree que no las hay? —preguntó Caldas.

—Lo cierto es que todo son indicios. No tenemos una confesión, ni un testigo…, ni siquiera una huella.

Caldas miró al agente Ferro.

—Habría que comprobar todos los Land Rover matriculados en Neda y Ares —le dijo—. Son los sitios donde Diego Neira vivió antes de trasladarse a Panxón. Tal vez el coche pertenezca a algún conocido.

—¿Y en Aguiño, inspector? —quiso saber Ferro.

Caldas meditó apenas un instante.

—También.

El agente de la UIDC se retiró y Caldas preguntó al comisario:

—¿Sabe el juez que cogimos al chico en casa de Valverde?

—Claro.

—¿Y?

—Por eso no lo ha soltado —reveló—. Pero quiere el coche.

No fue la última conversación que tuvo con el comisario aquel día. Hacia las seis de la tarde, Soto le reclamó en su despacho.

—Han encontrado a José Arias en Escocia —le dijo, sin darle tiempo más que a cruzar la puerta—. Lo detuvieron esta mañana en casa de su antigua compañera cuando iba a recoger a su hija.

—¿Le han tomado declaración?

—Sí —dijo Soto—, y no te creas que se ha callado. Admite haber estado en Aguiño aquella noche y haber bebido más de la cuenta, pero asegura que sólo recuerda el agua helada. Por lo que parece, pretende acusar a Valverde de la muerte de todos: de Rebeca Neira, de Antonio Sousa y hasta de la de Justo Castelo.

Caldas pensó que, después de haber huido dos veces, al marinero iba a resultarle difícil convencer al juez de su inocencia.

—¿Cuándo lo trasladarán?

—No lo sé —respondió Soto—. Pronto.

Vacía:

1. Falta de contenido. 2. Hembra que no tiene cría. 3. Vana, sin fruto. 4. Que siente la carencia o ausencia de alguna cosa o persona.

A las nueve, con el informe redactado, Leo Caldas subió la calle de la Reconquista, cruzó Policarpo Sanz y se adentró unos metros en la calle del Príncipe, hasta la travesía de la Aurora. Empujó la puerta de madera del Eligio, saludó a los catedráticos y se acercó a la barra.

Necesitaba el vino blanco que Carlos le sirvió.

—¿Cansado?

—Un poco.

—¿Cómo va tu tío?

Chasqueó la lengua y salió con el teléfono a la calle. En una de las mesas del fondo, un perro de Pavlov ya silbaba «Promenade».

—Se encuentra bastante bien —le tranquilizó su padre.

—Perdonad que no haya llamado. No he tenido un minuto libre.

—No te preocupes. ¿Cómo estás tú?

—Cansado —dijo primero, y luego rectificó—. Bien.

—Mañana voy a ir a Vigo hacia el mediodía —le anunció el padre—. Tengo que comprar un pulsioxímetro.

—¿Un qué?

—Un aparato para medir cuánto oxígeno precisa tu tío.

—Ya.

—Si quieres puedo traerte.

—¿Mañana?

—Es viernes —dijo el padre—. ¿No comentaste que ibas a venir el viernes?

El inspector tenía la sensación de que los acontecimientos le atropellaban. Decidió aplazar su decisión unas horas más.

—Te llamo mañana por la mañana para confirmártelo.

—¿Te acordarás?

—Claro —dijo, sabiendo que probablemente mentía.

Volvió a entrar al Eligio y se apoyó en el mármol de la barra, mirando el pequeño cuadro pintado por Pousa, la mujer con el vestido amarillo y los ojos tristes de Alicia Castelo. La hermana del marinero muerto le había llamado esa misma tarde. En el pueblo corría el rumor de que habían detenido a un hombre por el asesinato de Justo.

—Sólo es un sospechoso —le explicó Caldas.

—Pero no es José, ¿verdad? —preguntó ella conteniendo el aliento, y como Caldas no respondía insistió—: ¿Fue él quien mató a mi hermano?

Leo Caldas no encontró el valor para confesarle que debería acostumbrarse también a una vida sin Arias, que aunque no fuese el asesino de su hermano lo había vuelto a perder.

—No.

—Gracias a Dios —murmuró Alicia Castelo antes de colgar.

Tomó la copa y fue a sentarse a una de las mesas pequeñas del fondo. En la de la esquina, el poeta Oroza charlaba con dos mujeres jóvenes.

Con el segundo vino, Carlos le acercó un plato de pulpo con cachelos.

—¿Te sientas? —preguntó Leo Caldas.

Carlos fue a buscar una botella a la barra y recorrió la taberna rellenando las copas vacías.

—Así no me dan la lata —dijo al acomodarse en un taburete, frente al inspector.

Allí permanecieron los dos. Bebiendo. Hablando en silencio. Como su tío Alberto y su padre. Como los viejos de la película que había visto con Alba.

Borroso:

1. Dicho de un escrito, dibujo o pintura: cuyos trazos aparecen desvanecidos o confusos. 2. Que no se distingue con claridad. 3. Lleno de borra o heces.

Cuando, por la mañana, entró en su despacho, Caldas encontró un papelito amarillo adherido al tablero de la mesa.

Descolgó el teléfono.

—¿Qué sucede?

—Creo que tiene que ver algo, inspector —respondió Clara Barcia.

—¿De qué se trata?

—De la grabación de la cámara de seguridad. ¿Puede pasarse por aquí?

—¿Ahora?

Leo Caldas y Rafael Estévez entraron en la sala de visionado de la UIDC. Se sentaron en las sillas más próximas a la pantalla colgada en la pared.

Volvieron a ver la imagen en blanco y negro del jardín, con los arbustos y el camino serpenteando hasta la entrada. La agente Barcia congeló la imagen del Land Rover en la calle, sobre la puerta, cuando regresaba del faro.

—Fíjense bien —dijo enfocando al conductor.

—¿En qué hay que fijarse?

—En las manos del conductor —murmuró.

No necesitó decir más.

La pantalla estaba borrosa, pero podían contarse los cinco dedos de la mano derecha sujetando el volante.

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