—¿Podría prestarme una de estas fotografías? Mañana mismo se la traería de vuelta.
—Si piensa que puede serle útil… —accedió el sacerdote.
—Muchos de sus vecinos están convencidos de que Sousa está involucrado en la muerte de Castelo.
—Echar la culpa a un fantasma sirve para aliviar la inquietud, para poner nombre a la incertidumbre. Eso es la fe. Es mejor que pensar que la gente prefiere suicidarse a vivir…, o que convivimos con un asesino, ¿no cree?
Caldas asintió sin dejar de mirar el contorno de la barra en la fotografía.
—¿Recuerda el hundimiento del
Xurelo
? —preguntó.
—Como si fuese hoy.
—¿Llegó a ver el cuerpo del capitán?
Don Fernando sacudió su cabeza hacia los lados.
—El ataúd vino cerrado desde Vigo, ¿para qué iba a querer ver muerto a un amigo?
Caldas no supo qué responder.
—Lo vio el pobre de Gerardo, el hijo del capitán —aclaró el sacerdote—. Es el último recuerdo que se llevó de su padre. ¿No es una lástima?
—Sí —concedió el inspector—, supongo que sí.
—El del
Xurelo
no es el único naufragio que ha habido en el pueblo, inspector. No se puede luchar contra las piedras, el viento y las olas —afirmó, mirando por la ventana—. Ahí fuera hay bajos que acechan a los marineros. Observan agazapados a los barcos, como las serpientes a los conejos, esperando completamente inmóviles el momento en que uno de ellos se distraiga para atraparlo. Tenemos que convivir con el mar.
El sacerdote estiró el brazo y tocó con el bastón el lomo de varias carpetas azules situadas en uno de los anaqueles más altos de la librería.
—En una de ésas está escrita la palabra «
Xurelo
», ¿querría acercármela? —pidió al policía.
Cuando tuvo la carpeta sobre la mesa, don Fernando apartó las gomas que la cerraban. En su interior guardaba dobladas varias hojas de periódico amarillentas.
—Esto es lo que se contó del naufragio, desde que se hundió el
Xurelo
hasta que apareció el cuerpo del capitán —explicó.
Luego colocó la fotografía de Antonio Sousa dentro de la carpeta, la cerró de nuevo y se la entregó al inspector.
—Si no la pierde, puede llevarse la carpeta también.
Permanecieron unos minutos más charlando en el despacho. Don Fernando relató las historias de otros hombres ahogados en la bahía con tanto detalle como si hubiese estado él mismo a merced de las olas.
—¿Usted también sale a pescar? —se interesó Leo Caldas.
Los ojos del anciano abarcaron todo el cristal de las gafas de aumento.
—Los curas no vamos en barco, inspector —dijo con un guiño que a Caldas le pareció el aleteo de un pájaro.
Luego añadió:
—Trae mala suerte.
El coche continuaba estacionado en el mismo lugar, al pie de la cuesta. Rafael Estévez había reclinado el asiento del conductor y dormitaba con las manos cruzadas tras la nuca.
Leo Caldas entró en el vehículo y cerró la portezuela despacio, a pesar de lo cual su ayudante se despertó.
—¿Cómo le ha ido, jefe? —preguntó mientras incorporaba el asiento hasta devolverlo a su posición original.
—Creo que bien —respondió, abriendo la carpeta y echando un nuevo vistazo al retrato del capitán.
—Todavía falta una hora para el entierro de Castelo —observó el aragonés—. ¿Adónde vamos mientras?
Leo Caldas no quiso esperar.
—De vuelta a Vigo —ordenó, bajando unos centímetros la ventanilla, lo suficiente para permitir entrar aire fresco en el coche.
Estaba ansioso por mostrar a Guzmán Barrio la imagen de la macana, por saber si era posible que aquél fuese el objeto con el que alguien había golpeado a justo Castelo antes de arrojarlo al mar. Buscó en su bolsillo el paquete de tabaco, se colocó entre los labios un cigarrillo que no encendió, y se entretuvo jugueteando con el mechero entre los dedos.
—¿Qué lleva en esa carpeta? —preguntó Estévez al rato de ponerse en marcha.
—Recortes de prensa que recogen el hundimiento del
Xurelo
y una foto de Antonio Sousa tomada pocos días antes de irse a pique —Caldas retiró las gomas una vez más para mostrarle la fotografía—. Fíjate en la barra que lleva sujeta en el cinturón. ¿No te parece increíble?
—Lo que me parece increíble es que usted también se crea esa historia del fantasma —replicó el aragonés.
—Yo ya no sé qué creer —dijo Caldas, y tras sacarse el cigarrillo apagado de la boca comenzó a tamborilear con los dedos en el encendedor de metal.
Estévez le miró de soslayo.
—Inspector —le advirtió—, si va a escupir, haga el favor de abrir un poco más la ventanilla.
1. Curva que describe vueltas alrededor de un punto, alejándose más de él en cada una de ellas. 2. Hélice. 3. Proceso que se desarrolla con gran velocidad y de forma incontrolada.
Leo Caldas telefoneó al forense desde el coche. Aunque había pasado más de una década, Guzmán Barrio recordaba bien el levantamiento del veterano marinero atrapado en las redes de pesca de un arrastrero con base en la ciudad. Había sido una de las primeras guardias que había realizado tras incorporarse a su plaza en Vigo.
—Llevaba casi un mes en el agua —explicó desde el otro lado de la línea—. Un caso así no se olvida tan fácilmente, Leo.
—Me lo figuro —convino Caldas—. ¿Recuerdas cómo se le identificó?
—No, pero siempre guardo copia del informe que mando al juzgado para unir al procedimiento.
—¿Podrías buscarlo?
—¿Es urgente? —preguntó el forense, y Caldas notó en su voz un atisbo de contrariedad.
—¿Ibas a marcharte ya?
—En un rato —respondió, pero sonó como si ya tuviese el abrigo puesto—. A no ser que necesites que me quede…
—¿Te importaría esperar veinte minutos? —le pidió el inspector—. Quiero enseñarte algo importante.
Cuando colgó el teléfono, Leo Caldas volvió a abrir la carpeta, apartó el retrato de Sousa y desdobló la primera hoja de periódico. La noticia del hundimiento del
Xurelo
ocupaba media página bajo un titular que anunciaba: «Pesquero con base en Panxón hundido cerca de Sálvora». La reseña incluía una fotografía del mar rompiendo violentamente en el lugar del siniestro y otra del puerto de origen. En letras gruesas se destacaba que el patrón estaba desaparecido.
Caldas comenzó a leer, pero antes de la tercera línea notó que empezaba a marearse. Dobló la hoja, aseguró la carpeta azul con las gomas y abrió algo más la ventanilla. Luego resopló y se recostó en el asiento con los ojos cerrados.
Guzmán Barrio esperaba la visita del inspector sentado en su despacho. Su abrigo volvía a estar colgado en el perchero.
—A ver qué es eso que no puede esperar hasta mañana —refunfuñó al verlos aparecer.
Leo Caldas colocó sobre la mesa la fotografía del capitán Sousa que había tomado el sacerdote.
—Quería que vieras esto —dijo, y puso al lado el papel con la silueta del impacto en la nuca de Justo Castelo—. Fíjate en la barra que lleva este hombre en el cinturón. Es estrecha y tiene una bola en la punta como el dibujo que hiciste, ¿ves?
El forense observó la macana con detenimiento.
—Se parecen, sí.
—¿Entonces crees que podrían haberle golpeado con eso? —le apremió Caldas.
—Podría ser —respondió Barrio después de meditar un instante.
—¿Hay manera de confirmarlo?
—Podemos intentarlo —se ofreció el forense—. No tienes la barra, claro…
Caldas negó con la cabeza.
—¿Y hay más fotografías? —preguntó el doctor.
—Ninguna tan nítida como ésta.
El forense volvió a mirar la imagen y se pasó la mano por el cabello:
—Danos un par de días, a ver qué podemos hacer —dijo al fin, y luego preguntó—. ¿Quién es el hombre de la foto?
—Por eso te llamé, Guzmán. Es el marinero que recogisteis hace tanto tiempo en el aparejo del pesquero.
—¿Antonio Sousa?
Caldas asintió.
—¿Y qué tiene él que ver en todo esto?
—Era de Panxón. Castelo iba a bordo de su barco el día del naufragio. No está claro lo que sucedió.
—¿Y?
—Lo han vuelto a ver en el pueblo.
—¿A quién?
—A Sousa.
—¿A Sousa? —repitió el forense perplejo.
—Por eso te pedí que buscases el informe.
—Creen que se trata de un aparecido —añadió Rafael Estévez, con una sonrisa burlona que la mirada severa de Leo Caldas se encargó de borrar de su rostro.
Se hizo el silencio en el despacho hasta que Barrio preguntó, mirando a Leo Caldas:
—¿No lo creerás tú también?
—Qué más da lo que yo crea —respondió Caldas—. Sólo quiero saber cómo se realizó la identificación. Por si acaso.
—Es absurdo.
—Del todo. ¿Tienes el informe o no?
Barrio le mostró varias hojas unidas por una espiral.
—¿Hay fotos? —preguntó el inspector.
—En las últimas páginas.
Leo Caldas pasó las hojas rápidamente hasta detenerse en las imágenes tomadas durante el levantamiento y la autopsia de Sousa. Al verlas junto a la que le había entregado el cura, costaba creer que se tratase de la misma persona.
—Está completamente desfigurado —apuntó, mostrando una imagen a su ayudante.
—Joder —exclamó Estévez con aprensión—, a mí no me enseñe eso.
—¿Confirmasteis que se trataba de él? —preguntó Caldas.
Barrio señaló el informe.
—Así figura ahí.
—Déjate de formalismos, Guzmán, que no he venido a molestar. Sólo quiero que me cuentes cómo supisteis que se trataba de Antonio Sousa. Necesito tener la certeza de que no hubo un error, nada más.
El forense le arrancó el informe de las manos y, después de hojearlo, afirmó:
—Fue su propio hijo quien lo reconoció. ¿Te parece suficiente certeza?
—Sabes mejor que yo que no te puedes fiar de los familiares. El hijo no querría ni mirar. Reconocería cualquier cosa con tal de poder enterrar a su padre —contestó Caldas, y luego señaló el rostro de Sousa—. Además, fíjate cómo estaba.
—Llevaba varias semanas en el mar… ¿Cómo querías que saliese, peinado?
Estévez sonrió, pero el inspector no se daba por vencido.
—¿Se analizó el ADN?
—Claro que no, Leo. Hablamos de hace más de doce años.
—¿Los dientes?
—Tampoco —respondió Barrio—. ¿No te das cuenta de que estábamos esperando que apareciese el cadáver? Lo habían estado buscando durante semanas. Además, lo que teníamos era suficiente para identificarlo —volvió a pasar las páginas del informe—. La ropa de abrigo coincidía con la que vestía Sousa cuando se hundió el barco, y llevaba la misma medalla de la Virgen del Carmen.
—Hay miles de marineros con medallas como ésas colgadas al cuello.
—Te repito que lo reconoció su hijo —dejó el informe sobre la mesa abierto por la página con las fotografías.
El inspector miró una vez más el rostro desfigurado de Antonio Sousa.
—Sólo dime una cosa, Guzmán, ¿podría tratarse de otro marinero?
—Está claro que no —apuntó Estévez, pero Caldas pareció no oírle. Quería que fuese el forense quien se lo asegurase.
—¿Podría ser otro? —repitió.
—¿Qué es lo que quieres oír, Leo?
—Sólo dime si es posible…
—¿Si es posible qué? ¿Que se tratase de otro ahogado con sus ropas, su medalla y su aspecto?
—¿Es posible o no?
—Hombre…, Leo.
—Sólo contéstame sí o no —pidió Caldas una vez más.
Rafael Estévez se dijo que ni siquiera sometiéndolo a tortura podría alguien obtener una respuesta tan concisa del forense.
1. Formar una cosa combinando adecuadamente sus diversas partes. 2. Escribir una obra original musical, literaria o científica. 3. Ordenar o reparar una cosa. 4. Preparar un texto juntando los caracteres y formando palabras, líneas y planas. 5. Adornar, arreglar o acicalar. 6. Condimentar una comida.
Leo Caldas se refugió tras la puerta de cristal de su despacho, dejó sobre la mesa la carpeta con las noticias del hundimiento del
Xurelo
y el informe del levantamiento del cadáver de Antonio Sousa y se recostó en su butaca negra. Necesitaba un descanso después de pasar la noche casi en vela y el día en Panxón. Se frotó los ojos con fuerza y los mantuvo cerrados, pero los pensamientos que se alborotaban en su cabeza le impedían descansar. Sabía que la información recabada en las primeras horas era siempre la más útil para la investigación. Después, en lugar de fraguar, las huellas se difuminaban hasta borrarse y los detalles se entremezclaban en una niebla espesa que impedía avanzar hacia la verdad y convertía la resolución de un caso no sólo en una cuestión de tiempo, sino en una cuestión de azar.
Por eso le gustaba adentrarse en los primeros momentos en la escena del crimen y escudriñarla tratando de localizar la esencia del criminal impregnada en el lugar. Sin embargo, Caldas no tenía un sitio donde buscar. El reloj avanzaba y el barco de Justo Castelo seguía sin aparecer.
La sombra del capitán Sousa había alarmado a unos cuantos pescadores veteranos, pero, a juzgar por la colección de amuletos que escondían los bolsillos de Justo Castelo, el miedo a un fantasma no era sólo cosa de los demás. Aunque lo negasen, los compañeros de naufragio del Rubio también estaban asustados. Leo lo había leído en sus rostros.
Recordó la fecha del naufragio escrita en la chalupa del Rubio y la acusación pintada sobre el casco. «Asesinos», rezaba. Asesinos. Castelo no la había considerado una broma macabra, de eso estaba convencido. Se había apresurado a retirar el rastro de la madera, pero no había podido borrarlo de su cabeza. Por eso su familia percibió que algo le preocupaba. Tanto como para haber dejado de silbar la canción que llevaba años repitiendo.
También en esa dirección apuntaba la macana: la porra que Sousa había ganado jugando a las cartas tenía una forma demasiado similar a la huella dejada en la cabeza de Castelo. Caldas no creía en las casualidades. Además, Manuel Trabazo había mencionado la destreza del capitán Sousa blandiendo aquella barra. El forense pensaba que el impacto en la nuca de Castelo había sido tan violento como para hacerle perder la consciencia, y en otra época, cuando faenaba en Terranova, Sousa no había necesitado más que un golpe con su macana para derribar a un hombre mucho más corpulento que él.