—¿Qué hicieron después, los días siguientes?
—Esperar.
—Por si regresaba…
—No —dijo, y sus manos volvieron a temblar al sacar otro cigarrillo de la caja—. Ya no tenía fe en que volviese. Diego tampoco. Sólo esperaba que alguien llegase un día y nos anunciase… Ya sabe.
—Ya —musitó Caldas—. ¿Por qué no volvieron a acudir a la policía? ¿Por qué no fueron directamente a la comisaría?
El flequillo de Irene bailó una vez más.
—Diego no quería enfrentarse de nuevo con él. Yo insistí, le dije que iba a acercarme a la comisaría yo misma, pero me rogó que no lo hiciera. Estaba acobardado, resignado a dejar pasar el tiempo. Decía que no iba a servir de nada. Somoza contaba a quienes se interesaban por Rebeca que había sospechas fundadas de que se había fugado con un hombre. Sospechas fundadas. No movió un dedo y hablaba de sospechas fundadas. Diego pensaba que cualquier otro agente iba a reaccionar de la misma manera. No creía que se tratase de algo personal.
—¿Usted sí?
—Somoza es un cerdo, siempre lo fue —contestó ella—. Ahora sólo ven un viejo con su cara de vinagre, las gafas y la boca abierta, pero durante años creyó que la placa le daba derecho a pisotear a los demás. Lo peor era que la mayoría se dejaba amedrentar. Pero Rebeca no. ¡Buena era! En una ocasión le paró los pies. Se enfrentó con él.
—¿Por qué?
Irene Vázquez dio una calada al pitillo antes de contestar.
—Somoza la devoraba con los ojos. No la dejaba en paz. Pensaba que por haber tenido un hijo siendo una adolescente…
—Ya…
—Ella aún era una chiquilla, pero lo puso en su sitio. Un verano, en las fiestas, delante de todo el mundo. Estoy segura de que nunca lo olvidó —dijo—, y aquellos días se lo hizo pagar. Devolvió a Diego la humillación que había recibido de Rebeca.
—¿Y el chico cuándo se marchó?
—Algunas semanas después. A principios del año siguiente. Se había hartado de no tener noticias y de soportar las murmuraciones de los vecinos. Todos estaban convencidos de que Rebeca se había marchado del pueblo con un hombre. Todavía lo siguen creyendo —afirmó—. Una tarde, Diego vino a verme y me dijo que se iba. Los dos sabíamos que no volvería a ver a su madre aunque se quedase para siempre en Aguiño. Por la mañana se fue.
—¿Sabe adónde?
—Al pueblo de sus abuelos. No recuerdo el nombre. Era en el norte, cerca de Ferrol. Los padres de Rebeca habían regresado allí después de jubilarse. Diego se instaló con su abuela, la madre de Rebeca. El abuelo había muerto poco antes. ¡Neda! —recordó de pronto—. Neda se llamaba el pueblo.
—¿Sigue viviendo allí? —preguntó el inspector Caldas.
Otra calada.
—No. Su abuela se murió y él volvió a marcharse.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¿No mantuvieron el contacto?
—Al principio hablábamos mucho por teléfono. Llamaba para saber si había novedades. Me contaba que soñaba con su madre y con el hombre rubio. Seguía con su imagen metida en la cabeza. Me daba lástima. Yo le decía que se olvidase de aquel tipo, que no merecía la pena, pero él respondía que no quería olvidarlo, y lloraba. Yo no lo veía, pero sé que Diego lloraba. Lloraba como yo. Me moría de pena pero no sabía cómo consolarlo. Sólo le repetía que me acordaba de él, que lo quería mucho —susurró con la mirada fija en la mesa. Después de un silencio quebrado por los chillidos de las gaviotas del puerto, prosiguió—: Cada vez fue llamando menos. Primero cada semana, luego cada mes…, hasta que dejó de llamar.
—¿Cuándo hablaron por última vez?
—Hará seis o siete años. Me llamó el día de santa Irene, para felicitarme. Me contó que su abuela se había muerto. Se marchaba de Neda.
—¿Mencionó si tenía pensado instalarse en algún sitio?
—Yo le propuse que volviera a Aguiño. Le dije que su casa se estaba pudriendo —respondió—. Pero Diego no quería saber nada de la casa ni del pueblo. Aquí se ahogaba. Se ahogaba sólo con pensar en volver. Me dijo que iría a cualquier lugar donde encontrase trabajo.
—¿A qué se dedicaba?
—No lo sé. No me contaba sus cosas. Sólo llamaba para recordarme que no se olvidaba —dijo, y apuró el cigarrillo antes de apagarlo—. Pobre Diego —murmuró—. Pobre chico.
—¿Conserva alguna fotografía suya? —preguntó el inspector.
—Arriba hay alguna. De cuando era un bebé.
—¿Ninguna posterior? —preguntó Caldas.
Irene miró a Caldas, luego a Rafael Estévez y después otra vez al inspector.
—Es Diego quien les interesa, ¿verdad? —respondió—. ¿Se ha metido en algún lío?
—Es posible —dijo Leo Caldas, sacando del bolsillo el retrato de los tripulantes del
Xurelo
.
Lo colocó sobre la mesa, junto al cenicero repleto de colillas.
—Ésta es la tripulación de un barco que se hundió cerca de aquí, en uno de los bajos de Sálvora —explicó—. Naufragaron la misma noche en que desapareció Rebeca Neira. Es posible que recalaran en Aguiño al menos durante unas horas.
Irene Vázquez colocó un dedo sobre el cabello rubio de Justo Castelo.
—¿Es él?
—Es posible —respondió el inspector.
La mujer se sujetó el flequillo con una mano y se inclinó sobre la fotografía, escudriñando cada uno de los rostros.
—¿Cuál es el hombre que entró en casa de Rebeca?
—Podría ser cualquiera de los otros.
—¿Cree que ella también iba en el barco?
Caldas se encogió de hombros.
—¿Se salvaron?
—Los tres marineros sí. Alcanzaron la costa a nado. El capitán se ahogó.
Irene volvió a mirar el retrato y Caldas le contó lo que les había llevado a desplazarse hasta Aguiño aquella mañana.
—El marinero rubio se llamaba Justo Castelo. La semana pasada apareció flotando en una playa, en Panxón. Lo habían matado. Estamos investigando su muerte.
La mujer dejó de examinar el retrato.
—¿Creen que Diego tiene algo que ver?
Leo Caldas prefirió no revelarle que pocas semanas antes había aparecido pintada la palabra «asesinos» en la chalupa de Castelo. Tampoco quiso contarle que debajo de aquella palabra estaba escrita la fecha del naufragio, la de la desaparición de Rebeca Neira.
—No lo sé —se limitó a decir—. Eso estamos tratando de averiguar.
1. Persona que está presente en un acto o en una acción. 2. Quien declara dando testimonio de algo en un juicio. 3. Lo que demuestra o atestigua la verdad o la existencia de algo. 4. En las carreras de relevos, objeto que intercambian los corredores de un mismo equipo. 5. Pieza que se pone sobre la grieta de una pared para comprobar su evolución.
—Venimos de la cantina de la cofradía de pescadores —dijo Leo Caldas después de identificarse—. El camarero asegura que el Aduana era el único bar del puerto que estaba abierto por las noches en el año 1996.
—Así es —respondió el hombre, mirando al suelo con la nostalgia dibujada en el rostro—. Cerré el bar en 1998, después de treinta y cinco años. Ahora sólo queda la cantina para atender a los marineros. Pero cierra al anochecer. ¿Para qué va a abrir después? Hace mucho tiempo que dejaron de salir a faenar barcos por la noche.
Leo Caldas asintió, y el hombre continuó hablando:
—Que no les engañe la dársena vacía, éste fue uno de los puertos de bajura más importantes de Galicia. En Aguiño se pescó mucha sardina y mucha merluza. Un puerto importante —repitió—. ¿Vieron un barco algo más grande que el resto en el muelle?
Los policías asintieron al recordar el pesquero que la niebla espesa apenas permitía entrever.
—Es el
Narija
—les dijo—. Aquí llegó a haber decenas de barcos como ése. No cabía el pescado en la lonja. Las cajas de merluza salían por la puerta —recordó—. Luego la mar se fue secando. Parece que nunca se va a agotar, pero se agota. Claro que se agota. Ahora los barcos que quedan en el pueblo van al pulpo —dijo con desprecio—. En la lonja se puede comprar percebe, reloj, almeja…, pero pescado, pescado de verdad, poco.
—Claro —convino el inspector, invitándole a continuar. Prefería permitirle hablar, conceder a aquel hombre mayor el tiempo que la vida le negaba.
—Venía gente de todos lados —aseguró el antiguo propietario del bar Aduana antes de enumerar las villas que habían abastecido de marineros a la flota de Aguiño y sentenciar—: Nosotros vivíamos del puerto, nuestros hijos pretenden vivir de la playa.
—Las cosas cambian —murmuró Caldas.
—Unas —dijo el hombre—. Otras no.
Luego preguntó:
—¿Para qué han venido a mi casa?
—Para saber si se acuerda de alguno de estos hombres —dijo Leo Caldas mostrándole la fotografía—. Eran los tripulantes de un barco con base en Panxón que solía venir hacia esta zona a faenar.
El hombre miró el retrato a través de los cristales de sus gafas.
—Al más viejo sí lo recuerdo —confirmó, colocando la uña de su dedo meñique sobre el gorro de lana de Antonio Sousa—. Todos le llamaban «capitán». Algunas veces amarraba en el muelle y venía al bar a por agua o a comprar algo de comer.
Levantó la cabeza hacia los policías.
—¿Pero ese hombre no murió? —dijo después—. Creo que su barco se hundió en los islotes Asadoiros, cerca de Sálvora.
—Así es.
Volvió a mirar el retrato.
—¿Saben que estuve con él la noche que se fue al fondo?
Caldas cruzó una mirada con Rafael Estévez.
—¿Estuvo en su bar?
—Aquella misma noche —repitió, lanzándose a recordar sin necesidad de otro empujón—. Había temporal. La flota estaba amarrada y los marineros del pueblo en sus casas, aprovechando el mal tiempo para pasar una noche con sus familias o para descansar. Yo iba a hacer lo mismo. Ya había apagado las luces cuando llegó el capitán. Me preguntó si podía ofrecerles algo de cenar a él y a los marineros que iban a bordo de su barco. La cocina estaba apagada, pero les preparé unos bocadillos y los dejé con agua y vino en una mesa de la galería. El Aduana tenía una galería a la entrada. Con un cierre de cristal para poder sentarse a comer mirando el mar aunque hiciese mal tiempo.
Los policías asintieron.
—Yo me marché a casa. Cerré el bar pero dejé la galería abierta para que pudieran cenar a cubierto, y el capitán volvió al barco para avisar a su tripulación. La siguiente vez que lo vi fue en una noticia del periódico. Se había ahogado aquella misma noche.
Pasó la vista sobre los rostros de los tripulantes del
Xurelo
.
—Los chicos se salvaron, ¿verdad?
—Los tres —respondió Leo Caldas.
—No sé cómo se les ocurrió hacerse a la mar. El capitán parecía prudente.
Caldas sospechaba la razón que les había impulsado a zarpar desafiando la tormenta.
—¿Usted se acuerda de una mujer a la que llamaban Rebeca la Primera? —preguntó, al tiempo que guardaba en su bolsillo la fotografía tomada por el cura de Panxón.
—Rebeca la Primera —repitió en voz baja—. Claro que me acuerdo. Vivía en una casa de piedra, a cinco minutos de aquí. Se marchó del pueblo hace mucho tiempo.
Se quedó callado, con la sonrisa de quien evoca un recuerdo grato.
—Rebeca la Primera —volvió a decir—. ¿Qué fue de ella?
Leo Caldas se encogió de hombros.
—¿Era clienta suya?
—En cierto modo —respondió sin abandonar la sonrisa—. En la barra del Aduana había cualquier cosa menos mujeres guapas. Ellas preferían otra clase de bares. La Primera sólo venía a mi local para comprar tabaco.
—¿Compraba el tabaco en su bar?
—Casi siempre —admitió—. Entraba, echaba las monedas en la máquina, se agachaba a recoger el tabaco y se marchaba llevándose nuestros ojos incrustados en su cintura.
—En una ocasión, Rebeca la Primera faltó de casa y se organizó una batida para tratar de localizarla… —dijo Caldas, dejando las palabras en el aire con la esperanza de que él recogiese el testigo.
Lo hizo:
—Me acuerdo. Los primeros días hubo algo de revuelo. Más tarde se supo que se había marchado con un hombre.
—La noche que desapareció había salido a comprar tabaco… —asintió Caldas, invitándolo otra vez a continuar.
—Es cierto. Me preguntaron si había venido al Aduana. Pero aquella noche el bar estaba cerrado. Había temporal —dijo, y permaneció en silencio, como si escuchase el eco producido por sus palabras, mirando a Leo Caldas a los ojos.
«También te has dado cuenta», dijo para sí el inspector, y le preguntó:
—¿Sucede algo?
—Nada… —comenzó el hombre, y Caldas se dispuso a escuchar—. ¿Le importa volver a enseñarme la fotografía, inspector?
Caldas la colocó sobre la mesa y el hombre puso un dedo sobre la cabeza rubia de Justo Castelo.
—Una vez me preguntaron si aquel fin de semana de temporal había visto a un marinero rubio en el puerto.
—¿Quién se lo preguntó?
—Irene, la de la farmacia —dijo, y volvió a mirar la fotografía.
—¿Sólo ella?
—Nadie más —confirmó—. Le dije que no, pero lo cierto es que nunca llegué a ver a la tripulación del barco del capitán. ¿Creen que Irene se refería a este chico?
—Es posible.
Leo Caldas encendió un cigarrillo al salir a la calle. Lo dejó colgando entre sus labios y se metió las manos en los bolsillos. La niebla blancuzca continuaba posada sobre el pueblo envolviéndolo con una capa de humedad. Caminaron en silencio, guiados por la torre de la iglesia que se adivinaba sobre las demás casas. Oyeron risas al pasar junto a la cantina de la cofradía de pescadores. Las gaviotas, en cambio, habían renunciado al jolgorio y se posaban mudas en tierra.
Al llegar al coche, Estévez señaló con la cabeza la puerta de la vivienda de Somoza. El viejo subinspector de policía salía de su casa arrastrando los pies en las zapatillas de felpa.
—¿No vamos a hablar con él? —consultó el aragonés.
Caldas observó a Somoza tratando de localizar al policía altivo que había humillado a Diego Neira. Sólo encontró a un hombre derrotado, a un anciano encorvado con la boca abierta y el rostro contraído en un guiño cegato.
—¿Para qué? —respondió—. No merece la pena.
En el muelle, entre dos casas, vieron la silueta del
Narija
. Se difuminaba entre la bruma como el fantasma del capitán Sousa que los había atraído hasta Aguiño aquella mañana.
1. Sacar una cosa que está metida en otra tirando con fuerza de ella hasta que salga de raíz. 2. Hacer desaparecer completamente una cosa inmaterial. 3. Hacer que una persona abandone un lugar, cierta situación, actividad, actitud o idea, generalmente contra su voluntad. 4. Obtener un permiso, una información u otra cosa parecida con mucho esfuerzo. 5. Hacer que algo se ponga en marcha o empiece a funcionar.