—¿Qué edad tiene su hijo? —preguntó Leo Caldas.
—Once años.
—¿Y los otros niños?
—No lo sé —dijo Eva—. Ni mi hijo ni sus amigos se atreven a decir quiénes son.
—Es normal.
—Sé que son cosas de críos, y que en realidad sólo les han dado algún susto y quitado unas cuantas monedas, pero los chicos tienen pánico a bajar al parque y me preocupa que el asunto vaya a más. ¿Cree que deberíamos convencer a nuestro hijo para que ponga una denuncia en comisaría, inspector? —preguntó la mujer, y la melodía ascendió con el brazo de Santiago Losada.
Mientras esperaba a que Gershwin dejase de tocar el piano, Caldas volvió a Panxón y a las últimas horas del Rubio. Recordó la pregunta del comisario, y se dijo que tal vez el marinero estuviese tan asustado como el hijo de la oyente. ¿Y si Diego Neira le había atado las manos sólo para conminarlo a confesar quién había entrado en su casa? El día de la autopsia, Guzmán Barrio había comentado que el golpe de la nuca podía haberse producido de manera fortuita. Le parecía difícil, pero el forense nunca descartaba una posibilidad. ¿Y si tenía razón? ¿Y si se había golpeado con alguna pieza del barco tratando de huir? Tal vez la llave de tubo no tuviese nada que ver en todo aquello.
La música continuaba sonando y los pensamientos se alborotaban en la cabeza del inspector. Diego Neira necesitaba el testimonio de Justo Castelo para llegar a saber quién era el hombre que había entrado en la casa con su madre. ¿Era posible que el chico no hubiese pretendido ahogar al marinero? ¿Que sólo tratase de asustarlo, de forzarlo a revelar la identidad del asesino? «¿Por qué no?», se contestó a sí mismo.
Las pintadas demostraban que Diego Neira había estado cerca de los marineros otras veces. Durante meses enteros había podido acercarse a Panxón sin levantar sospechas. Si pretendía matarlos podía haberles pegado un tiro y regresar a casa. Nadie lo habría relacionado nunca con los tripulantes del
Xurelo
.
La posibilidad de que el chico fuese inocente le animó. Tal vez el miedo o la angustia habían hecho saltar al marinero por la borda. Quizá Castelo se había lanzado al agua sujeto a alguna boya, a un flotador luego perdido entre las olas.
Consultó el reloj deseando que terminase el programa cuanto antes para poder consultar al forense.
Losada apretó el botón que apagaba la luz roja y los micrófonos.
—¿Qué carallo haces, Leo? —preguntó.
—¿Eh?
El inspector Caldas sonrió.
Estaba silbando la melodía.
1. Acción y efecto de resistir. 2. Cualquier cosa que se opone a la acción de una fuerza. 3. Dificultad que opone un conductor al paso de una corriente. 4. Renuencia en hacer alguna cosa.
Bajó las escaleras de la emisora convencido de que las pintadas y la brida tenían la misma finalidad: asustar al Rubio, obligarle a revelar el nombre de su compañero.
Al llegar al portal, se había propuesto localizar al chico e impedirle continuar adelante con un plan de venganza que sólo enfangaría su vida todavía más. Luego habría tiempo para dar con el asesino de su madre, para detenerlo y sentarlo ante un juez.
Desde la calle telefoneó al forense.
—¿Es posible que el marinero se golpeara en la nuca al saltar del barco? —le preguntó a bocajarro, sin siquiera saludar.
—¿Al saltar?
—Al tirarse al agua. Tal vez se dio con una barandilla o con alguna parte del barco.
—¿Cómo que al tirarse al agua, Leo? Tenía las manos atadas.
—Aun así —dijo Caldas—. Creo que pudo saltar.
—¿Para suicidarse?
—Para escapar.
—¿De quién?
—Es un poco largo de explicar, Guzmán —dijo Caldas—. ¿Pudo ser como yo te digo?
—¿Si pudo ser qué?
—El golpe de la nuca —aclaró—. ¿Es posible que se golpease con alguna pieza del barco?
—No —respondió tajante el forense.
—¿No?
—No, Leo. Le pegaron con la llave de tubo que me trajiste el otro día.
—¿Estás seguro?
—Completamente. La cotejé con las marcas del cadáver y no hay duda. Le dieron con ella.
Aquello tampoco cambiaba tanto las cosas. Tal vez el chico había golpeado al marinero con la llave de tubo para reducirlo y poder atarlo sin que opusiese resistencia.
—La llave pertenece a un coche grande —añadió Guzmán Barrio—, a un todoterreno. Utilizan tuercas más grandes que los coches convencionales.
—Ya.
Después de unos segundos de silencio, el forense preguntó:
—¿Has hablado con Clara Barcia? Te ha llamado hace un rato.
Leo había visto dos llamadas perdidas en su teléfono, pero no había tenido tiempo de comprobar su origen.
—No —dijo—. Salgo de la radio. ¿Sabes si ha podido ver la cinta de la cámara de vigilancia?
—Por eso quería localizarte.
—¿Ha encontrado algo?
La respuesta del forense fue otra pregunta:
—¿Puedes acercarte por aquí?
Caldas revisó las dos llamadas perdidas por si el inspector Quintáns hubiese telefoneado con alguna información que le permitiese identificar a Diego Neira, pero ambas provenían del teléfono de Clara Barcia.
Atravesó la Alameda y caminó por la calle Luis Taboada hasta la comisaría. En lugar de dirigirse a su despacho, acudió directamente a la mesa de su ayudante.
—¿Vamos?
Estévez se puso en pie.
—¿Adónde?
—A ver a los de la UIDC. Ya tienen la grabación de la casa de Monteferro.
—¿Hay algo?
—Eso parece.
Montaron en el coche y el inspector abrió apenas unos dedos la ventanilla antes de cerrar los ojos.
—Es posible que Diego Neira no matara al Rubio —dijo sin abrirlos.
—¿Qué?
—Lo ató para tirarle de la lengua, pero no lo lanzó al agua.
—¿Entonces quién lo hizo?
—Él mismo, Castelo.
—¿Cree que se suicidó?
—Creo que, cuando supo quién era el chico, prefirió saltar al agua que permanecer a bordo.
—¿Por lo que le pudiera hacer Neira?
—O por lo que le pudiera suceder si cantaba.
El coche ya ascendía la calle Colón cuando Estévez preguntó:
—¿Eso es lo que en realidad cree que sucedió o sólo lo que le gustaría que hubiese sucedido?
—¿No pueden ser las dos cosas?
1. Descubrir o manifestar un secreto. 2. Manifestar Dios a los hombres algo futuro u oculto. 3. Hacer visible la imagen latente en una máquina fotográfica.
—No es exactamente una cinta —les explicó la agente Barcia mientras encendía la pantalla colgada en la pared—. Es un poco más sofisticado: es una cámara con un visor nocturno y un sensor de movimiento. En el disco duro se graba todo lo que recoge.
Caldas y Estévez, desde la mesa, atendían las explicaciones de la agente de la UIDC.
—¿Sólo graba cuando algo se mueve?
—Nada más —dijo Clara Barcia, y luego señaló la esquina inferior derecha de la pantalla—. Aquí pueden ver la fecha y la hora de la grabación.
Los policías asintieron.
—Por ejemplo, ésta es de las 3:05, unas horas antes de que Justo Castelo saliese al mar.
De pronto, en la pantalla apareció la imagen en blanco y negro del jardín de una casa. Se veían algunos arbustos en primer término y un camino que llevaba a la entrada. A ambos lados de la puerta, el muro era demasiado alto y apenas permitía ver más allá. Sin embargo, sobre la entrada se veía una parte de la calle abierta en Monteferro y la acera del lado opuesto. Allí se movía el perro que había accionado la grabación.
—Qué bien se ve —dijo Estévez.
También Caldas estaba impresionado por la nitidez de la imagen.
—Además se puede jugar, ¿ven? —dijo Clara Barcia enfocando al perro.
El animal aparecía algo más distorsionado a medida que su tamaño aumentaba en la pantalla. Cuando se apartó del objetivo, la imagen se oscureció de nuevo.
—La siguiente toma es de las 5:40.
Volvió el plano fijo del jardín y vieron pasar por la calle un coche de color claro, cruzando la pantalla de izquierda a derecha.
La agente hizo retroceder la imagen y la congeló cuando el coche estuvo sobre la puerta, centrado entre los muros de la casa. Había una persona al volante.
—No es el hombre que buscamos —dijo el inspector—. Castelo no zarpó de Panxón hasta las seis y media. Además, ese coche va en dirección al faro y a nosotros nos interesan los que vengan de allí.
La puerta de la sala de visionado se abrió de repente.
—¿Ya se lo has enseñado? —preguntó Guzmán Barrio tomando asiento junto a los policías.
—Estamos empezando —dijo la agente.
El forense echó un vistazo al coche inmóvil en la pantalla.
—Ésta es la primera, ¿no? —preguntó, y Barcia se lo confirmó con un gesto.
—¿La primera? —preguntó Caldas.
—Espera y verás.
—Esta toma era de las 5:40 —recalcó Clara Barcia—. La siguiente es de las 6:05.
Otra vez la imagen fija del jardín. En esta ocasión no vieron pasar un coche sobre la puerta, sino la cabeza de alguien que caminaba por la acera más próxima a la casa protegiéndose de la lluvia con una capucha de color claro. Clara Barcia hizo avanzar y retroceder la imagen a cámara lenta.
—Éste sí que viene desde el faro —apunto Estévez.
—Sigue siendo demasiado pronto —le corrigió el inspector.
—Paciencia… —sonrió el forense.
—La siguiente es de las 7:03 —reveló la agente Barcia, y Estévez se revolvió en su asiento poniéndose en guardia. Caldas no.
Continuaba siendo demasiado pronto. La mujer de Ernesto Hermida aseguraba que el Rubio había abandonado el puerto sólo media hora antes. Se podía llegar en barco desde Panxón hasta el faro en quince minutos, pero, si estaba en lo cierto, Neira habría tenido que reducir al Rubio y esperar a que se recuperase para tratar de arrancarle una confesión. Además, en la poza habría necesitado tiempo para abrir la vía de agua y recoger las piedras con las que lastró el barco. No podía hacerse todo eso en media hora.
—Atento —murmuró Guzmán Barrio.
Sobre la puerta de la casa vieron pasar un coche, un todoterreno de color claro circulando por el carril más alejado de la entrada. El asiento del copiloto estaba vacío, y el techo del automóvil dejaba en ángulo muerto el rostro del conductor.
—¿Te has fijado? —preguntó el forense.
—Me he fijado en que las siete sigue siendo muy temprano si el marinero estaba vivo a las seis y media —dijo Caldas.
—Pues no hay nada más, inspector —intervino Barcia.
—Algo habrá.
—Nada —repitió—. La siguiente toma es de las 11:08. Es una familia que pasa en coche hacia el monte. Regresan poco después. ¿Quiere verlo?
Las once, en cambio, era demasiado tarde. La marea habría hecho imposible acceder a la poza a aquella hora.
—¿No hay un coche que vaya al faro con una persona y regrese con dos? —preguntó—. ¿O alguien que vuelva desde el faro hacia las siete y media o las ocho?
—Sólo hay lo que ha visto, inspector.
—¿Pero no te has fijado? —insistió Barrio.
—¿En qué tengo que fijarme?
—Explícaselo tú —dijo el forense, y la agente Barcia acercó la imagen al conductor del vehículo, que apareció demasiado distorsionada. La fue alejando poco a poco y, cuando consideró que era lo bastante nítida, la congeló.
—Fíjense en las mangas del conductor de las 7:03 —dijo colocando un dedo sobre la pantalla—. Su impermeable tiene dos ribetes oscuros a lo largo de la manga.
Luego hizo retroceder las imágenes a cámara rápida.
—Éste es el coche que pasa a las 5:40 —anunció, acercando de nuevo la imagen al conductor—. ¿Ven los mismos ribetes en la manga?
—Sí —dijeron a la vez Caldas y Estévez.
—Fíjense ahora en la cabeza del conductor.
Cuando el rostro se centró en la pantalla, Estévez preguntó:
—¿Qué lleva, un gorro?
—Una capucha.
—¿Dentro del coche?
Clara Barcia asintió.
—También hay dos ribetes oscuros en el borde.
—Es el mismo tipo —dijo Estévez—. Fue hacia el monte y regresó. No es tan extraño.
—A ver si esto otro os parece extraño —sonrió el forense, y la agente Barcia hizo avanzar la imagen hasta detenerla en la persona que pasaba caminando frente a la casa.
No necesitó acercar el foco para destacar los ribetes de la capucha que guarecía su cabeza de la lluvia.
—¿Es otra vez el mismo?
—Es raro, ¿verdad?
—A ver si lo entiendo —dijo Caldas—. Un coche pasa a las 5:40 y su conductor regresa caminando del monte ¿a qué hora?
—A las 6:05.
Veinticinco minutos era tiempo suficiente para aparcar el coche en el faro y regresar caminando desde allí.
—Y luego, al cabo de una hora, vuelve a pasar montado en el coche. ¿Es así?
—Eso es: a las 7:03.
—Pero no volvió caminando hacia su coche…
—O lo hizo monte a través o tendría que haberlo recogido la cámara.
Caldas observó la imagen en la pantalla buscando una explicación a lo sucedido.
—¿Seguro que es el mismo tipo? —preguntó Estévez.
—Seguro —dijo la agente Barcia haciendo retroceder la imagen hasta detenerla en el coche que se dirigía al monte—. Fíjese en la antena. Está doblada, ¿ve? Y la pintura está desconchada ahí atrás.
Luego la grabación avanzó, y Caldas pudo comprobar que el coche que regresaba también tenía la antena rota y la misma falta de pintura en la parte posterior. No había duda: se trataba del mismo vehículo.
—Y acuérdate de la llave de tubo, Leo —dijo el forense—. Es de un coche grande, como ése.
Leo Caldas no respondió. Tenía los codos apoyados en la mesa y la frente descansando en las palmas de las manos. Chasqueó la lengua.
—¿Qué pasa, inspector? —preguntó el aragonés.
—Nada —dijo, y luego añadió—: Que me ha engañado. Nos ha engañado a todos.
1. Maraña que resulta de trabarse entre sí los hilos u otras cosas flexibles. 2. Engaño, mentira. 3. Complicación que cuesta entender o solucionar. 4. Confusión de ideas.
—Clara, necesito que me hagas un par de favores —dijo Leo Caldas—. El primero, que localices los números de teléfono de un vecino de Panxón llamado Ernesto Hermida y del Refugio del Pescador. Es un bar.
—¿Y el segundo?
—Que me dejes ver el informe del levantamiento del cadáver de Justo Castelo.