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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (18 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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Cuatro hombres mayores jugaban al dominó en una de las mesas más cercanas al ventanal. Otros dos observaban la partida sentados en las esquinas de las mesas de mármol, entre los jugadores. Un tercero, con la cabeza cubierta con una gorra de marino, lo hacía de pie, sosteniendo en la mano una copa ancha con dos dedos de licor. Eran los únicos clientes aquella tarde.

Los policías entraron en El Refugio del Pescador y atravesaron la sala sin que ninguno de aquellos hombres levantase la cabeza. Se sentaron en dos taburetes en el lugar de la barra más alejado de la mesa de los jugadores y pidieron dos cafés al camarero. No era el mismo que les había atendido por la mañana. La televisión estaba encendida sin voz y sólo se oían las fichas del dominó golpeando el mármol de la mesa.

Sobre la barra, junto a la caja registradora, alguien había dejado una copia de la esquela de Justo Castelo.

Cuando les sirvió, se identificaron en voz baja al camarero.

—Vienen por lo del Rubio, ¿verdad? —preguntó señalando el papel.

Caldas se lo confirmó y refirió al camarero que alguien había visto a Castelo en aquella barra durante la tarde del sábado, la víspera de su muerte.

—Sí, el Rubio estuvo ahí, sentado donde está usted —contestó en el mismo tono bajo de voz.

—¿Recuerda la hora?

El camarero iba a responder cuando a un restallido en el mármol, potente como un disparo, le sucedió un torbellino de risas e imprecaciones. Se volvieron hacia la única mesa ocupada, donde puntos y mirones desmenuzaban la mano recién concluida en un galimatías de conversaciones cruzadas. Luego, uno de los jugadores removió las fichas y las voces se convirtieron en un murmullo. Cuando otro golpetazo en la mesa devolvió el silencio al Refugio del Pescador, el camarero aseguró:

—A las ocho, como todos los sábados.

—¿Era cliente habitual?

—Casi todos los marineros del pueblo paran aquí —dijo señalando algún lugar a la espalda de los policías, y Caldas no supo si se refería a los jugadores de la mesa o a los barcos amarrados en el mar—. El Rubio venía a tomar café todos los días. Siempre a la misma hora. Entre semana venía un rato antes de salir a pescar. Los sábados tomaba una copa alrededor de las ocho.

José Arias había asegurado que Justo Castelo estaba conversando con el camarero la última vez que lo vio con vida, y Caldas encendió un cigarrillo antes de preguntárselo.

—El Rubio no solía hablar mucho —contestó el camarero, y luego añadió—, pero el sábado era distinto.

—¿Distinto?

El camarero asintió.

—¿No estarían ustedes distintos el día que hubiesen decidido suicidarse?

Caldas y Estévez cruzaron una mirada.

—Ahora sé que quiso avisarme, pero yo no lo entendí —añadió el camarero del Refugio del Pescador.

—¿Quiso avisarle?

—Sí, pero no me di cuenta hasta que me contaron que había aparecido en la playa. No sabe cómo siento no haber sabido comprender lo que trataba de decirme. El Rubio era un hombre extraño, pero bueno. No tenía un solo enemigo.

—¿Qué fue lo que le dijo?

—Que iba a terminar con todo.

—¿Lo dijo así?

—Así fue. Cuando terminó su copa, la apoyó en la barra y murmuró: «Voy a terminar con todo». Luego se levantó y se fue. ¿Cómo iba a saber yo que se refería a eso? —se lamentó.

Caldas dio una calada a su cigarrillo.

—Claro —dijo después—. ¿Había bebido mucho?

El camarero movió la cabeza negándolo.

—Como siempre. La misma copa de todos los sábados.

—¿Estaba nervioso?

—Puede… Hace tiempo que debía de estarlo. ¿Saben lo que cuentan en el pueblo?

—No —mintió.

—Se comenta que lo estaban acosando.

—¿A Castelo? —preguntó Caldas, como si fuese la primera vez que escuchaba aquella historia.

El camarero asintió.

—¿Se sabe quién?

—Eso es lo más extraño. Hace más de diez años naufragó un barco del pueblo, el
Xurelo
. El capitán se ahogó, pero hay quien asegura que el barco está de nuevo por aquí. Dicen que el patrón volvió para vengarse.

—¿Y usted cree que Castelo tenía realmente miedo de ese hombre?

—No lo sé, inspector. Es lo que cuentan.

Un vigoroso golpe en la mesa de mármol anunció el final de la mano de dominó.

—¿Y quién dice que vio ese barco? —preguntó Caldas, levantando la voz sobre el barullo de los jugadores.

—Ni idea, inspector —dijo, y señalando al hombre de la gorra que se acercaba a rellenar su copa a la barra añadió—, pero cuentan que él sabe algo.

Caldas pagó la bebida del marinero. Era un hombre mayor. Bajo la visera de la gorra de capitán, unas cejas espesas, una nariz ganchuda y unos ojos vivaces envueltos en grietas que el sol y la sal se habían encargado de cincelar.

—Estábamos hablando de Justo Castelo —dijo Caldas.

—Una lástima lo del Rubio. Era muy joven.

—¿Usted también pesca?

—Ya estoy jubilado, pero sigo saliendo a la mar. Pescar es otra historia.

Caldas sonrió.

—¿Hay poca cosa?

—¿Cómo va a haber? El mar quiere descanso, como nosotros. Si no se lo damos no se puede reproducir. ¿A que usted no se reproduce cuando está cansado?

Caldas apuró su cigarrillo y lo apagó en el cenicero.

—¿Conocía bien a Castelo?

—Como todos —contestó—. Más o menos.

—¿Lo había notado más nervioso últimamente?

—Puede.

Caldas se limitó a asentir y a mirar al marinero a los ojos mientras dejaba pasar los segundos. El de la gorra, incomodado por el silencio, añadió:

—No le puedo decir ni que sí ni que no.

—La jodimos —masculló Estévez.

—No porque no quiera, ¿eh? —precisó el lobo de mar—. Es que no lo sé. El Rubio casi no hablaba.

—Ya, no se preocupe —dijo Caldas.

Trataba de buscar el modo más adecuado de introducir al capitán Sousa en la conversación, cuando el batir de las fichas de dominó se aceleró advirtiéndoles del final de la jugada. Caldas no quería que el hombre de la gorra volviese a la mesa aprovechando el vocerío que se iba a desatar de un instante a otro, de manera que tomó el atajo:

—¿Ha visto al capitán Sousa?

Al marinero se le atragantó el sorbo que estaba dando a su copa.


Toca ferro
—musitó, entre toses, mientras golpeaba con los nudillos un servilletero de metal.

Estévez balanceó su taburete sobre dos patas en un intento apresurado por situarse fuera del radio de alcance del pescador, y sólo la casualidad evitó que se precipitase de bruces contra el suelo. Sin embargo, no habría necesitado apartarse, pues el de la gorra escupió hacia atrás, sobre su propio hombro. No pareció importarle cuál fuese el destino de su saliva.

—Nos han dicho que algunos marineros lo han vuelto a ver —prosiguió Caldas cuando el hombre dejó de carraspear—. Usted es uno de ellos, ¿verdad?

—Podría ser.

—¿Vio al capitán?

—No exactamente.

Caldas sabía que tenía que ser él quien abriese las puertas, de manera que pulsó otro timbre.

—¿El barco?

El marinero se pasó la mano por la gorra.

—¿Fue el barco de Sousa lo que vio? —preguntó de nuevo.

—El
Xurelo
, sí —respondió al fin.

El teléfono móvil de Leo Caldas comenzó a sonar. No reconoció el número que se iluminó en la pantalla, pero cuando la voz al otro lado de la línea se identificó el inspector se apartó unos pasos y, dibujando círculos con la mano, pidió a su ayudante que continuase el interrogatorio.

Al aragonés la orden le cogió desprevenido:

—¿Fue en el mar? —comenzó.

—¿No le digo que era un barco?

—¿Pero usted también estaba en el mar? —insistió Estévez.

—¿Entonces dónde quería que estuviese?

—No lo sé. Pudo verlo desde el puerto.

—Pudo ser, pero no fue. Estaba pescando.

—De acuerdo. ¿Dónde estaba?

—¿Otra vez? —preguntó el de la gorra—. En la mar.

Estévez resopló buscando serenidad.

—El mar es muy grande —dijo—. ¿Le importaría ser un poco más preciso?

—Por allí —respondió el marinero, y apuntó con una mano hacia la pared del Refugio del Pescador como si la visión humana permitiese atravesarla—. Cerca de Monteferro.

—¿Está seguro de que la embarcación que vio era el
Xurelo
?

—Creo que era, sí.

—¿Lo cree o lo sabe con certeza?

El marinero se quedó callado.

—Que se lo pareció, vamos —añadió Rafael Estévez.

—Eso es. A mí me pareció que era.

—¿Había algo en ese barco que le ayudase a distinguirlo de otros?

—¿A qué se refiere?

—No lo sé, dígamelo usted: ¿qué le llevó a creer que aquél era el barco en cuestión?

—¿Usted no lo cree?

—Yo soy el policía que pregunta.

—Eso sí —concedió.

—¿Entonces? —insistió Estévez.

—¿Entonces qué?

—Que me diga qué cojones le llevó a pensar que el barco que vio era el del tal Sousa.

—¿No le estoy diciendo que lo vi?

Otro resoplido.

—¿Y no le parece extraño encontrarse navegando un barco hundido años atrás?

—¿A usted no le parecería extraño?

—A mí mucho —dijo Estévez, más concentrado ya en resistirse a la voz interior que le incitaba a levantar por las solapas al marinero que en sacar algo en limpio de la conversación—. Le pregunto a usted: ¿qué pensó?

—No pensé nada.

—¿Durante cuánto tiempo lo vio?

—Poco.

—¿Un minuto?

—Menos.

—¿Cuánto menos?

—No lo sé. En cuanto me di cuenta de que era el
Xurelo
, di motor y escapé.

Estévez sospechó que para lanzar un salivazo por la borda a seguro que había tenido tiempo.

—¿Hacia dónde?

—¿Hacia dónde qué?

—¿Hacia dónde escapó?

—Hacia el puerto, claro.

—¿Y no volvió a verlo?

—¿Al
Xurelo
? —el marinero se atornilló la sien con un dedo—. ¿Cree que con el miedo que tenía pude mirar hacia atrás?

—No lo sé. Dígamelo usted.

—Se lo estoy diciendo.

—¿Miró o no miró?

—¿No le dije que no?

Caldas regresó cuando el aragonés ya se había levantado del taburete.

—Menos mal que llega, jefe —susurró Estévez, resoplando en esta ocasión de alivio.

Le puso al tanto de lo que había contado el de la gorra y Caldas prosiguió.

—De modo que sólo lo vio un instante…

El lobo de mar asintió.

—¿Y sólo fue esa vez?

—Nada más. Gracias a Dios.

—¿Sabe de alguien más que haya visto ese barco?

El marinero le dio algunos nombres.

—¿Le importará avisar a la policía si vuelve a encontrárselo? —le pidió Caldas.

—Dudo que lo vea más —respondió, esbozando una sonrisa.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

El hombre deslizó una mano dentro de su camisa y les mostró el colgante que pendía de su cuello.

—Llevo esto para protegerme.

Era un puño cerrado con el dedo pulgar asomando entre el índice y el corazón. La misma figura que habían hallado en el bolsillo de Justo Castelo.

—¿Una higa? —dijo Caldas.

La gorra del lobo de mar se movió de arriba abajo.

—Otros llevan herraduras, laurel o bolsas con sal.

¡La bolsa con sal! Desde el día anterior no había vuelto a pensar en ella.

—¿Con sal? —preguntó, sorprendido al saber que también se trataba de un amuleto.

—Sí —contestó el marinero—. Pero yo siempre preferí la higa, ¿usted no?

Algunas gaviotas seguían posadas en la rampa cuando salieron del Refugio del Pescador. Arias cebaba las nasas en su barco. En la playa, enorme y casi desierta, un chico sentado en una silla de ruedas jugaba con un perro labrador. Le lanzaba una pelota que el perro perseguía corriendo hasta la orilla y luego adentrándose en el mar. Al alcanzarla, volvía nadando a devolverla a su dueño y se quedaba saltando alrededor de la silla, esperando que se la lanzase de nuevo para salir otra vez a la carrera.

Leo Caldas se dirigió al coche pensando en su padre. En el perro que lo recibía a lametones y lo seguía entre las viñas.

—¿Adónde vamos? —preguntó Rafael Estévez.

—A casa de Valverde.

—¿Otra vez? —protestó el aragonés.

Leo Caldas asintió.

—Era Marcos Valverde quien me llamaba. Su mujer le enseñó mi tarjeta. He quedado en pasar por su casa ahora, antes del entierro. A ver qué sabe él de ese capitán.

Miedo:

1. Sentimiento de angustia ante un daño real o imaginario. 2. Recelo o aprensión ante la posibilidad de que suceda algo contrario a lo que se desea.

—Eso fue hace muchos años, inspector —dijo Marcos Valverde—. Apenas nos hemos tratado después.

Iba vestido con traje oscuro y corbata. Caldas se preguntaba si se la habría puesto por el entierro o siempre iría vestido de aquel modo. Era un hombre delgado, no demasiado alto. El pelo oscuro, lacio y abundante, peinado hacia atrás. Aunque Trabazo le había contado que Castelo, Arias y Valverde tenían los mismos años, Marcos Valverde parecía más joven que los otros dos. Las horas en la mar no había dejado marcas en su rostro y sólo las canas de sus sienes revelaban en parte su edad.

—Si eran tan amigos, ¿por qué dejaron de verse?

—No sabría decirle. Son cosas que suceden, sin más. Supongo que es un mecanismo de defensa para no seguir recordando constantemente aquella maldita noche.

—¿Le importaría contarme qué sucedió?

—¿Cuando nos fuimos al fondo?

Caldas asintió y Valverde dio un suspiro para tomar fuerzas.

—Era de noche —comenzó—. Estaba todo oscuro. Había muy mala mar. Las olas pasaban sobre la cubierta del barco. Teníamos que hablar a gritos para poder escucharnos. El capitán estaba al timón, esforzándose por no perder el rumbo.

—¿Adónde se dirigían? —le interrumpió Leo Caldas.

—Volvíamos a Panxón, estábamos cerca de la isla de Sálvora.

—Eso está muy lejos de aquí, ¿por qué no buscaron refugio en un puerto más próximo?

—Habría que preguntárselo al capitán —susurró Valverde—. Pero supongo que sería porque llevábamos la bodega llena. Era la segunda noche y llegaba el fin de semana. No querría dejar pudrir la pesca a bordo.

—Ya… ¿Y qué sucedió?

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