La playa de los ahogados (14 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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—Echaba espuma por la boca —añadió Estévez.

—Ya —respondió Caldas, pensando que Castelo podía haber sido arrastrado hasta allí desde cualquier sitio, como las algas cuyo olor apenas le permitía disfrutar del cigarrillo.

Descendió los peldaños hasta la playa y comenzó a caminar hacia el agua. La lluvia había formado una capa oscura sobre la arena, como una costra que se quebraba con cada pisada. Caldas se detuvo a unos metros de la orilla y permaneció de pie, contemplando las olas, con el viento frío del mar avivando su cigarrillo. Se imaginó el cuerpo sin vida del marinero preso en aquella telaraña de algas, zarandeado por las mismas olas que cada pocos segundos rompían frente a él.

Habían hablado con varios vecinos después de conversar con el carpintero. Todos coincidían en definir al muerto como un hombre tranquilo y callado, demasiado reservado incluso para tener enemigos entre la gente del pueblo. Nadie le había conocido más mujeres que su hermana y su madre, ni más amigos que Arias y Valverde, los marineros que había dejado de frecuentar tras el naufragio del
Xurelo
. Aunque algunas tardes se acercaba como los demás al Refugio del Pescador, el Rubio no jugaba a los naipes ni bebía en exceso. Nada parecía existir en su vida más allá del trabajo diario en la mar, los artilugios engranados en el cobertizo y los ratos de sobremesa en casa de su madre.

A Leo le había sorprendido no escuchar las alabanzas desmedidas que solían acompañar a los difuntos cuando comenzaban a serlo, pero lo cierto es que tampoco había oído reproches. Tenía la sensación de que ni les apenaba su falta ni se alegraban de su muerte. Los vecinos de Panxón mantenían ante el marinero muerto la misma distancia prudente que él había guardado con ellos en vida.

Sin embargo, como aquella película húmeda y dura que al partirse bajo los pies mostraba la arena blanca, a la hora de su muerte la superstición había resquebrajado la mesura que había acompañado toda la vida de Justo Castelo.

En Panxón nadie dudaba que el Rubio había decidido terminar con su propia vida y, aunque no lo manifestaban abiertamente, todos buscaban culpables en el pasado, en el miedo al fantasma del patrón de barco ahogado años atrás cuya sola mención hacía a la gente de mar tocar hierro y escupir al suelo.

También apuntaba al naufragio del
Xurelo
la pintada en la chalupa del muerto. El carpintero de ribera recordaba la palabra y la fecha marcadas en la madera a pesar de haberlas visto sólo fugazmente. Caldas esperaba la confirmación de la UIDC, confiaba en que algún rastro en la pintura, la caligrafía u otro detalle pudiera ayudarles a identificar al autor.

Dio una última calada al cigarrillo y se agachó para apagarlo enterrándolo en la arena. Se quedó acuclillado admirando las olas. Caldas era capaz de contemplarlas hipnotizado durante horas, como el fuego. Le gustaba ver cómo se levantaban al acercarse a la orilla antes de derrumbarse violentamente y avanzar hacia la playa convertidas en espuma. Le pareció de una extrema crueldad que a ese mismo mar incontenible alguien hubiese arrojado al marinero rubio después de golpearlo en la cabeza y haberle ligado las manos.

A excepción de la mujer del viejo Hermida, nadie había visto soltar amarras a Castelo el domingo por la mañana. La mayor parte había aprovechado el día festivo para dormir, y a los pocos que se encontraban despiertos a primera hora, la lluvia y el viento les hicieron desistir de moverse de sus casas hasta media mañana. La mujer había observado al marinero desde su ventana, mientras remaba en la chalupa hacia el barco. Luego lo había visto partir, solo y con el foco encendido, alrededor de las seis.

El vigilante del club náutico no lo había visto zarpar, puesto que no había guardia nocturna fuera de la temporada turística. Su turno había comenzado a las siete, y, desde entonces, ningún otro barco había dejado el puerto aquel domingo triste y gris de octubre.

Estévez había telefoneado al puerto de Baiona, al otro lado de la bahía, y tampoco allí había habido movimiento. El tiempo había sido demasiado desapacible para las embarcaciones de recreo y los pesqueros habían permanecido amarrados, pues tenían prohibido no sólo faenar, sino incluso hacerse a la mar en domingo.

Levantó la vista desde la grupa de una ola hasta el horizonte. Era sólo una línea difusa en la que el mar se fundía con las nubes. Leo Caldas no se resignaba a aceptar que la mañana del crimen no hubiese navegado en aquella zona más embarcación que la de Castelo, sin otro tripulante que él mismo. El cuerpo del pescador había sido arrastrado por la marea hasta aquella playa, ¿pero dónde estaba el barco? Había agentes de la UIDC rastreando cada rincón de la costa. Antes o después tendría que aparecer.

Volvió hasta la carretera caminando sobre la corteza de arena. Su ayudante continuaba apoyado en la barandilla metálica de la playa de la Madorra.

—¿Ha encontrado algo, inspector?

Caldas le miró con displicencia. ¿Qué pretendía Estévez que hubiese encontrado? ¿Un tesoro?

—Como estuvo un buen rato agachado en la arena… —se justificó el aragonés.

—No —dijo—, no encontré nada. ¿Preguntaste dónde vive el tal Valverde?

—Sí.

—¿Crees que sabrías llegar?

—Claro, es ahí delante.

—Pues vamos.

—¿Ha visto cómo se ha puesto los zapatos? —observó Rafael Estévez antes de montar en el coche.

—Sí —contestó Leo Caldas sin molestarse en mirarlos.

Intimidad:

1. Amistad íntima, confianza plena en el trato. 2. Parte reservada o más particular de los pensamientos, afectos o asuntos interiores de una persona, familia o colectividad.

Estévez dejó atrás la playa de la Madorra, tomó el desvío que conducía a Monteferro y poco más adelante un camino angosto que descendía encajonado entre los muros de las casas. El camino no tenía salida, terminaba en el portalón de madera oscura de una casa.

—Tiene que ser ésta —dijo el aragonés.

Se bajaron del coche, se acercaron a la entrada y llamaron varias veces al timbre sin obtener respuesta. A un lado, sobre el pilar al que se anclaba la puerta, estaba fijado un buzón postal, pero el espacio destinado a señalar el nombre del propietario estaba vacío. Caldas tampoco vio cartas en su interior.

Estévez, que había estado mirando a través de un resquicio entre dos de los listones que conformaban el portalón, apoyó las manos en el canto superior como si fuese a tomar impulso.

—Yo creo que aquí no hay nadie —dijo—. ¿Quiere que entre?

Caldas le miró atónito.

—No hemos venido a robar —dijo.

Dio un suspiro y, convencido de que nunca llegaría a entender la estructura cerebral de su ayudante, volvió al coche. Como no había espacio para dar la vuelta, Estévez tuvo que subir la cuesta marcha atrás, y al cabo de dos minutos, a pesar del ruido infernal del motor, apenas había logrado hacer avanzar el auto unas decenas de metros.

—¿Seguro que vamos a poder salir de aquí? —preguntó el inspector.

Estévez hizo un gesto con la cabeza hacia el retrovisor.

—Si se aparta ese coche de atrás, sí.

Caldas se revolvió en su asiento. En efecto, había un coche rojo detrás del de los policías. El inspector bajó su ventanilla y sacó por ella la cabeza.

—No hay salida —gritó.

Le pareció que el conductor del automóvil rojo hacía unos aspavientos con las manos indicándoles que continuasen cuesta abajo, y pidió a su ayudante que descendiese otra vez por el camino hasta la casa.

Al acercarse al portalón, éste se abrió automáticamente accionado por un mando a distancia, de modo que Estévez cruzó la puerta y detuvo el vehículo en el patio de entrada.

—¿Eso es una casa?

—¿Qué querías que fuese? —respondió Caldas mirando la fachada que daba al patio. Era una pared lisa de hormigón, sin puertas ni ventanas.

—No sé, parece un búnker —apuntó Rafael Estévez.

El coche rojo aparcó junto al de los policías y por la portezuela del conductor descendió una mujer joven vestida con un impermeable amarillo. La mujer se acercó a la ventanilla abierta del inspector. Tenía la cara angulosa y el cabello oscuro y muy corto.

—Aquí pueden dar la vuelta —dijo—. El ayuntamiento tendría que colocar allí arriba una señal de camino cortado para que la gente no se confunda.

—No nos hemos confundido —dijo Caldas, hablando a través de la ventanilla abierta—. Estamos buscando la casa de Marcos Valverde. ¿Es aquí?

—Sí, Marcos es mi marido —afirmó—. ¿Quiénes son ustedes?

—Soy el inspector Caldas, de la comisaría de Vigo.

—¿El Patrullero de las ondas? —preguntó la mujer.

Caldas asintió.

—¿Le ha sucedido algo a mi marido?

—No, no es eso —la tranquilizó Caldas—. Sólo deseábamos comentar un asunto con él.

—Ahora mismo Marcos no está en casa —dudó.

—Tal vez pueda ayudarnos entonces usted. No la entretendremos más que unos minutos.

Ayudaron a la mujer a recoger las bolsas con la compra que llevaba en el maletero y la siguieron por un camino de grava.

Caldas miró el pequeño jardín de rocalla repleto de hierbas aromáticas. Vio algunos frutales sin hojas alineados en el césped y, más adelante, junto a la pared de hormigón, una planta de hierba luisa.

Al doblar la esquina, el refugio antinuclear se transformó. La fachada orientada al mar era una cristalera rectangular que convertía toda la vivienda en un gran mirador sobre el terreno en pendiente. Caldas pensó que la vida no podía haber tratado mal al marinero si era aquélla su casa. Parecía más la segunda residencia de un arquitecto vanguardista que la vivienda habitual de un hombre que pocos años antes había compartido barco y amistad con José Arias y Justo Castelo.

—¿Quieren tomar algo? —les preguntó al entrar.

Los policías declinaron el ofrecimiento y, mientras la mujer vaciaba las bolsas en la cocina, aguardaron en un salón que parecía un homenaje a la arista y la línea recta. La chimenea de hierro situada en el extremo de la sala era cuadrada, como las sillas y las láminas que decoraban la pared. Rectangulares eran la estantería de obra, el sofá, la mesa y el modernísimo equipo de música.

Estévez se acercó al ventanal para contemplar el panorama, la vista que abarcaba toda la bahía, desde Panxón hasta Baiona; Caldas salió un instante al jardín para sacudirse la arena de los zapatos. Luego se acercó a la estantería, hecha del mismo hormigón que la fachada que daba al patio. Estaba curioseando entre los discos de música clásica cuando la mujer regresó al salón. Ya no vestía el impermeable amarillo, sino una camisa blanca con varios botones desabrochados y un pantalón ceñido que permitía intuir un cuerpo escultural, acaso demasiado sinuoso para aquella casa.

—¿Le gusta la música, inspector?

—Me temo que no tanto como a usted…, o a su marido.

—A mí —confesó—, aunque algunas veces también escucho su programa. No sabía que fuese usted real.

—Siento decepcionarla —dijo el inspector, y la mujer le sonrió del mismo modo que Alba, torciendo las comisuras de la boca hacia abajo.

Leo Caldas recorrió con la mirada los cientos de discos ordenados sobre el hormigón preguntándose si estaría entre ellos la melodía que Justo Castelo había dejado de silbar poco antes de su muerte.

—¿Conoce la «Canción de Solveig»? —preguntó.

—Claro. Es de Grieg. Está por ahí —dijo ella, y se dejó caer en un sillón cuadrado—. ¿Por qué no se sientan?

—Usted no es de aquí, ¿verdad? —preguntó el inspector.

—No —dijo ella—, mi familia hace años que viene a pasar el verano, pero soy de Madrid. Éste es sólo mi segundo invierno en Panxón.

—¿Y cómo lo lleva?

—Deseando que lleguen el calor y la gente —volvió a sonreír de pura resignación—. Nunca pensé que fuese a ser tan duro.

—Dígamelo a mí —resopló Estévez abriendo la boca por primera vez.

—Al menos vive en una casa preciosa —apuntó Caldas—. ¿La diseñaron ustedes?

—No, la compramos el año pasado. El anterior propietario era un arquitecto de Madrid, un amigo de mi familia. Ésta era la casa en la que había previsto vivir después de jubilarse.

—¿Y cómo es que se la vendió?

Ella levantó la vista hacia el techo altísimo.

—Marcos sabía lo mucho que me gustaba esta casa y no paró hasta lograr que el amigo de mis padres nos la vendiera. Siempre acaba consiguiendo lo que se propone, ¿sabe? Tiene ese don.

—Ya. ¿Dónde está él ahora?

—Trabajando, como siempre. Todo lo que tiene lo ha conseguido con su trabajo.

—¿A qué se dedica su marido?

—A demasiadas cosas. No sabe estarse quieto. Construcción, coches… Ahora incluso está empezando a hacer vino.

—¿Vino?

Ella asintió.

—El año próximo pretende embotellar su primera cosecha. De hecho a esta hora debe de estar en la finca. Es lo que le mantiene más ocupado estos días. A Marcos le gusta tenerlo todo controlado y, como están podando, pasa allí todas las mañanas.

Caldas decidió no seguir merodeando y abordar el asunto que le había llevado hasta allí. Miró a su alrededor buscando un cenicero, pero no lo encontró y renunció a sacar un cigarrillo.

—¿Le ha hablado su marido en alguna ocasión de la época en que trabajó en el mar?

Los ojos de la mujer de Valverde le dijeron que había entendido por fin a qué debía la visita de los policías.

—Vienen por el suicidio de ese marinero, ¿no?

—Así es —respondió Caldas jugueteando con el paquete de tabaco que descansaba en su bolsillo—. ¿Sabe que ese hombre había sido compañero de su marido?

—Por supuesto.

—¿Se lo ha contado él?

—No hace falta que me lo cuente. Marcos apenas habla del pasado, pero siempre encuentro a alguien dispuesto a insinuar las cosas. También esas que una no desearía escuchar nunca.

—¿A qué se refiere?

—Éste es un pueblo pequeño, inspector, que no le engañe ver tantas casas —señaló a través del cristal las que se agrupaban a lo largo de la playa—. En invierno están todas vacías. No me gustan los chismes, por eso no bajo más de lo necesario al pueblo. No quiero que hablen de mí ni que me cuenten las intimidades de los otros.

—¿Pero sí sabe que su marido y Castelo sufrieron un naufragio?

—Claro, inspector. Y que hubo un muerto.

—¿Y nunca lo comentó con él?

—Una vez —respondió—, pero a Marcos le disgustó que lo hiciese. Supongo que es natural que no quiera recordar un trago tan amargo como aquél.

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