—
Toca ferro
—dijo entre dientes.
—¿Pero usted qué coño hace? —exclamó Rafael Estévez poniéndose en pie de un brinco.
—Tranquilo, Rafa —trató de serenarlo el inspector—. Ni que te hubiese echado un mal de ojo.
—¡Qué mal de ojo ni qué cojones! —voceó indignado el aragonés mientras buscaba una servilleta en una mesa vecina—. Me ha escupido en el zapato.
1. Objeto alargado y estrecho, generalmente de sección cuadrada o cilíndrica. 2. Mostrador de un bar, restaurante o cualquier otro establecimiento similar. 3. Acumulación de arena en la embocadura de un río o en la entrada de un puerto o golfo. 4. Bandada de aves.
Con la primera luz del día, los barcos habían dejado de ser siluetas intuidas en la oscuridad y se mostraban como en un desfile, casi inmóviles, con las proas alineadas hacia la playa de Panxón.
No eran más de una veintena, la mayor parte pequeñas gamelas de remos o con motores fueraborda de escasa potencia. Distinguieron las embarcaciones de Arias y Hermida, algo más grandes que el resto y con las nasas apiladas sobre cubierta. Un velero azul oscuro cuyo mástil oscilaba despacio apuntando al cielo destacaba entre las barcas de los pescadores como una copa de champagne en la barra de un bar de carretera.
La chalupa del marinero muerto seguía amarrada a su boya. Caldas había hablado con la UIDC y pronto llegarían los agentes para sacar el bote del agua y examinarlo junto al remolque en busca de alguna pista.
Después de la revelación del viejo Hermida, que relacionaba la muerte del marinero con la aparición de un capitán de barco ahogado años atrás, los policías habían hablado con el camarero de El Refugio del Pescador. Su compañero del turno de tarde, aquel con quien Arias aseguraba haber visto conversar a Castelo la víspera de su muerte, no llegaría hasta las cuatro.
Había dos hombres sentados en la punta del espigón con sus cañas de pescar tendidas sobre el agua, y los policías echaron a andar hacia ellos. Caldas miró el pueblo sin apenas movimiento. Parecía un decorado de cartón que alguien hubiese colocado entre el cielo y la playa.
La verja del club náutico estaba abierta y también lo estaba la puerta corredera del almacén situado frente al edificio social. Vieron en su interior varios barcos de vela ligera cubiertos por fundas de lona. Aún tendrían que esperar varios meses hasta que alguien los botase al mar. Desde algún lugar del interior les llegaba el
ris ris
de una sierra cortando madera.
Siguieron caminando. El viento frío del mar golpeaba sus rostros cargado de salitre. Por unos instantes, Caldas olvidó el motivo que les había conducido al puerto. Fueron las nasas de Justo Castelo las que le devolvieron a la realidad, recordándole que alguien había dado muerte al marinero que llamaban el Rubio de un modo despiadado, golpeándolo hasta hacerle perder la consciencia y arrojándolo después al mar con las manos atadas. Estaba convencido de que no lo habían hecho sólo para impedirle nadar. Pensaba que la intención última había sido cubrir el asesinato con el disfraz de un suicidio, lograr convencer a los vecinos del pueblo de que el propio pescador había decidido dar por terminada su existencia antes de tiempo.
Estévez se detuvo ante las nasas. Estaban colocadas cuidadosamente unas sobre otras y apoyadas en dos grupos separados contra el murete pintado de blanco.
—¿Cómo funcionan? —preguntó el aragonés.
—Son como jaulas con paredes de red —respondió el inspector señalando una de las de la última hilera.
—Eso ya lo veo, inspector.
—Pues eso. Se coloca ahí dentro el cebo y se dejan en el fondo del mar. Cuando las nécoras entran a comer, quedan atrapadas.
Estévez señaló un trozo de tubo ancho y corto situado en la cara superior de la nasa.
—¿Se cuelan por ahí?
—Eso es. Vienen buscando la comida y trepan por las paredes hasta dar con la boca de la nasa.
—¿Y por qué no se van por donde entraron? —preguntó el aragonés.
—Porque las nécoras no nadan —explicó el inspector—. Tendrían que caminar boca arriba para encontrar la salida.
—¿Y los camarones? Esos sí nadan.
Caldas le mostró una nasa de las del otro grupo. Éstas tenían la malla exterior más tupida que las otras.
—Es más o menos lo mismo, aunque la red de las paredes tiene menos luz para que no se escapen y la boca de entrada es más pequeña y cónica, mucho más ancha por fuera que por dentro.
—Para invitarlos a pasar.
—A pasar y a quedarse —apuntó Caldas—. Porque no son capaces de salir.
Caminaron hacia el extremo de la escollera, donde los dos pescadores canturreaban mirando fijamente los sedales hundidos en el mar.
Desde arriba podían verse los peces nadando cerca de la superficie, rondando los anzuelos sin sospechar el peligro que los acechaba. Cuando una caña se dobló con violencia, el pescador que la sujetaba dejó de cantar.
—El primero —sonrió, y guiñó un ojo a los policías.
Fue recogiendo el carrete, al principio con cuidado y después más rápido, hasta sacar del agua a un pez que se agitó tratando de soltarse. El pescador liberó la boca del pescado y lo dejó caer en una caja metálica. Luego volvió a cebar el anzuelo y con un movimiento enérgico lo lanzó de vuelta al mar. Caldas se aproximó a la caja de latón y vio el lomo verde y brillante de una caballa sacudiendo su cuerpo frenéticamente.
Después de un par de minutos, los golpes contra la caja de los primeros momentos ya sólo eran convulsiones intermitentes, cada vez más espaciadas. La caballa, con la boca abierta y las branquias palpitando en un intento desesperado por respirar, se mantenía inmóvil durante un tiempo, pero seguía encontrando fuerzas para una nueva sacudida y volvía a saltar en la caja en un estertor agónico que nunca era el definitivo.
Caldas recordaba las palabras de Guzmán Barrio en la sala de autopsias. «¿Has visto morir un pez fuera del agua?», había preguntado el forense.
La caballa se estremeció una vez más buscando oxígeno y Caldas imaginó a Justo Castelo tratando de respirar bajo las ola, sin encontrar en cada bocanada más que agua anegándole los pulmones. Se preguntó si no habría sido la caridad la que había movido al asesino a golpearlo en la cabeza.
Había tres caballas más en la lata cuando el inspector vio a Hermida y a su mujer al pie de la rampa, colocando su chalupa boca abajo sobre el carro. Aunque Arias había arrastrado el suyo hasta la plataforma sin más ayuda que sus músculos, los ancianos necesitaban la tracción del coche para subir su remolque por la pequeña cuesta de piedra y dejarlo junto a los demás.
—Voy a hablar con la mujer del viejo —dijo Caldas en voz baja—. A ver qué es lo que vio el otro día.
—Como le dé al aguardiente desde las ocho de la mañana como su marido es probable que ella también haya visto fantasmas —sonrió el aragonés—. ¿Le acompaño?
—No —dijo Caldas, y giró su cabeza hacia los dos pescadores—, a ver si estos dos te cuentan algo.
1. Cosa producida por una causa. 2. Impresión en el ánimo. 3. Fenómeno que se da en condiciones determinadas. 3. Finalidad u objetivo. 4. Movimiento giratorio que desvía una pelota de su trayectoria normal. 5. Validez de una cosa, especialmente sentencias, disposiciones judiciales, etc. 6. Documento o valor comercial.
—Eran las seis de la mañana —dijo la mujer de Ernesto Hermida de pie en la plataforma, junto al remolque y el bote de su marido.
—¿Consultó el reloj? —preguntó Leo Caldas.
—No me hace falta consultar nada —aseguró la mujer—. Todas las mañanas me asomo a la ventana a las seis para comprobar cómo está la mar. Me tranquiliza. Son muchos años haciendo lo mismo.
—¿También se asoma los días en que su marido no sale a faenar?
—Tanto me da que salga o no. Ya me asomo por costumbre. Me despierto y necesito ir al salón y comprobar cómo viene la mar.
—Entiendo —dijo Caldas, y se volvió hacia las casas que había al otro lado de la calle—. ¿Cuál es su ventana?
La mujer señaló un balcón en el segundo piso de un edificio cercano a la lonja cuyo bajo ocupaba una pequeña tienda de efectos navales.
—Entonces, se levantó a las seis y se asomó a la ventana.
—Eso es.
—¿Y qué vio exactamente?
—Vi al Rubio.
—¿Dónde lo vio? ¿Estaba aquí, en el puerto?
—No. Ya iba en la chalupa, remando entre esos primeros barcos.
Caldas recordaba que a primera hora de la mañana, a pesar de estar sentados frente al agua, apenas distinguían las siluetas de los barcos en la oscuridad.
—¿Cómo supo que era Castelo?
—Por la chalupa,
fillo
. Con el tiempo aprendemos a diferenciar los barcos mejor que a las personas.
—¿Vio claramente que era él quien remaba?
—Llevaba el traje de aguas bien cerrado, como van siempre que llueve. Además, de noche no hay demasiada luz. Pero no tuve duda de que era el Rubio —dijo torciendo la boca en una mueca triste—. Como ve, no me confundí.
—Cierto.
—Pobre rapaz —añadió ella, como si se refiriese a un muchacho en lugar de al adulto que Caldas había visto tieso en la camilla.
—¿Iba solo?
—Claro, inspector.
—¿Está segura?
—Completamente —afirmó sin titubear, y señaló el bote auxiliar del marinero muerto, mecido por el mar junto a la boya—. La chalupa del Rubio es aquella pequeñina de allí. Si hubiera alguien más a bordo lo habría visto.
Caldas miró el bote auxiliar del muerto. La mujer de Ernesto Hermida tenía razón: no existía posibilidad de esconderse en un bote de dimensiones tan reducidas.
—¿No le extrañó verlo dirigiéndose hacia su barco?
—¿Por qué iba a extrañarme?
—Era domingo por la mañana y llovía —adujo Caldas—. No estaba el día para salir al mar, ¿no?
—Si todos los días que llueve se quedaran en casa no sé qué íbamos a comer,
fillo
.
—Pero los domingos no se puede pescar.
—Pensé que iría al barco a buscar alguna cosa. Ernesto, por ejemplo, muchas veces olvida las llaves y tiene que volver al barco a buscarlas. Se queja mucho de los huesos, pero creo que lo que tiene peor es la cabeza. Y eso que ya no bebe.
Caldas sonrió para sí y retomó el interrogatorio.
—¿Volvió a verlo?
—Sí, al poco rato. Cuando encendió el foco del barco.
—¿Había alguien más a bordo?
—Ya le dije que no —respondió sin vacilar—. Soy vieja pero aún veo bien. No uso gafas ni para coser un botón.
—¿Y vio algo más? —preguntó Caldas.
—Nada más. Me fui a la cocina a preparar un café —respondió la mujer de Hermida, y luego se lamentó—. ¡Pobre rapaz! Si llego a saber la locura que iba a cometer habría despertado a Ernesto.
—Usted no podía intuirlo…
Un adolescente se acercó caminando por la acera al edificio de la lonja y colocó sobre la puerta una hoja de papel que fijó con cuatro tiras de cinta adhesiva.
—Ya está la esquela —dijo la mujer de Hermida.
Cruzaron la calle juntos. En letras grandes, bajo una cruz, estaba escrito el nombre de Justo Castelo, de cuarenta y dos años, en la esquela que anunciaba que el entierro se celebraría esa misma tarde. Caldas recordaba los ojos tristes de Alicia Castelo al preguntar cuándo les devolverían el cuerpo y se alegró de que el juez no hubiese dilatado el trámite más de lo preciso.
—Me da pena la madre, ¿sabe? Enviudó joven y sacó a los dos niños adelante ella sola —dijo la mujer de Hermida después de santiguarse—. El Rubio siempre fue buen chico: callado, no se metía con nadie… Pero tuvo épocas difíciles. La madre se dejó la salud por curarlo de su enfermedad, pero el ver a un hijo sano es más importante que poder caminar, ¿no cree? Está casi inválida desde hace muchos años y vive con la hija. El yerno está embarcado y se hacen compañía. No entiendo cómo el Rubio pudo hacerles esto ahora.
Caldas apretó los labios sin añadir nada más. Se volvió hacia la punta del espigón. Rafael Estévez había entablado conversación con los pescadores.
—¿Sabe cuál es la casa de Castelo? —preguntó a la mujer.
—¿La del Rubio?
Caldas asintió, y la mujer señaló la calle que subía hacia el Templo Votivo del Mar.
—Antes de llegar a la iglesia métase a la izquierda. La del Rubio es una casa baja de color verde —le indicó—. No tiene pérdida, es la única casa verde del pueblo.
1. Estar colgado o suspendido de un sitio. 2. Estar un negocio o un pleito pendiente de resolución. 3. Cernerse una amenaza o un peligro inminente sobre algo. 4. Depender de lo que se expresa.
No le costó identificar la casa de Castelo. En la fachada pintada de verde había una puerta de madera blanca y una ventana protegida por una reja de forja negra. Un policía municipal fumaba un cigarrillo junto a la puerta.
—Inspector Caldas —se identificó.
—¿Como el tipo de la radio? —preguntó el guardia.
—Igual —respondió Leo Caldas entrando en la casa.
Se encontró en una sala sencilla y levantó la vista hacia una imagen de la Virgen del Carmen colgada en la pared que clavaba sus ojos oscuros en quienes franqueaban la puerta. A la derecha había un sofá de color arena frente a una mesa baja. La televisión y el equipo de música estaban empotrados en un mueble con varias vitrinas y estantes con papeles. Al otro lado, una mesa de comedor con cuatro sillas modestas y, apoyado contra la pared del fondo, un aparador sobre el que se alineaban varias figuritas de cristal y dos retratos.
Caldas cruzó la sala para examinar las fotografías. En la primera posaba un equipo de fútbol antes de un partido. Cinco jugadores estaban agachados y los otros seis de pie. Era una fotografía antigua, y creyó reconocer en los mechones claros del portero a un Justo Castelo casi adolescente. En la otra imagen, más reciente, estaban el muerto, su hermana Alicia y la madre. Tenía el cabello blanco y vestía de negro. Sentada en una silla junto a sus hijos, sonreía tímidamente a la cámara.
Mientras sostenía aquel marco en su mano, el inspector sintió un estremecimiento que conocía bien. Nunca le había impresionado encontrarse frente a un muerto, ya se tratase de un cadáver reciente o de restos en descomposición. A diferencia de Rafael Estévez, cuya rudeza se resquebrajaba ante un cuerpo sin vida, al hallarse ante un homicidio Caldas se concentraba sin dificultad en aquellos indicios que pudieran llevarle a esclarecer lo sucedido. No contemplaba los cadáveres sino como vehículos para resolver los casos que tenía entre manos, como figuras en blanco y negro. Sin embargo, cada detalle íntimo de las víctimas que iba conociendo suponía una pincelada de color que, poco a poco, terminaba por mostrarle a los seres humanos ocultos tras la investigación de un asesinato.