—Supongo que sí. ¿Mantenía su marido algún trato con sus antiguos compañeros de barco?
—Ninguno, que yo sepa. Ni con el Rubio ni con ese gigantón: Arias.
—Pero en una época fueron muy amigos.
—No creo que fuesen tan amigos como dice, inspector. Marcos tiene poco que ver con ellos.
—¿Los conoce?
La mujer de Valverde negó con la cabeza.
—A Arias sólo de vista. Volvió al pueblo al poco de estar yo viviendo aquí. Al Rubio le he encargado marisco alguna vez, cuando he tenido un compromiso. Sí he tratado más a su hermana Alicia, la maestra. Tiene que estar destrozada.
—Sí —dijo Caldas, pensando que Alicia Castelo se parecía muy poco a aquella mujer.
—¿Sabe una cosa, inspector? Ese hombre, el Rubio, me daba lástima. Estaba siempre solo y parecía triste. Un hombre triste de verdad. Creo que no sorprendió a nadie que decidiese matarse.
—Ya —dijo Caldas lacónico, y luego avanzó un paso más—. ¿Ha notado a su marido preocupado últimamente?
—Siempre está preocupado por algo. Marcos es así.
—Me refiero a si alguien ha tratado de amedrentarlo…
—Ya sé a qué se refiere. ¿No creerá usted también en esas alucinaciones pueblerinas?
Los ojos de la mujer de Valverde y los de Rafael Estévez se clavaron en él aguardando su contestación, y Leo Caldas notó cómo el rubor calentaba súbitamente sus mejillas.
—¿Cómo dice? —tartamudeó, apretando con fuerza el paquete de tabaco dentro de su bolsillo.
—Vamos, inspector. Sabe perfectamente de quién le estoy hablando. Del capitán Sousa, el patrón del barco en el que naufragó mi marido. Cuentan que su fantasma lleva un tiempo apareciéndose y acosando al Rubio. Seguro que habrá muchos vecinos dispuestos a jurar que ese capitán fue quien lo forzó al suicidio. ¿No creerá usted también esas patrañas?
—No se trata de lo que yo crea. ¿Ha notado a su marido inquieto, asustado?
—¿Por ese fantasma?
—Por cualquier cosa.
—No —aseguró—. Marcos no tiene tiempo para supersticiones.
La mujer de Valverde los acompañó por el camino de grava hasta el coche. Leo Caldas se desvió unos pasos, se acercó a la hierba luisa y deslizó su mano sobre las hojas.
—Necesitaremos hablar con su marido —dijo mientras aspiraba el olor impregnado en sus dedos—. ¿Sabe si tiene previsto ir esta tarde al entierro de Castelo?
—Creo que sí.
Leo Caldas le entregó una tarjeta.
—Ahí tiene mi teléfono —le indicó—. Llámeme si necesita cualquier cosa.
—¿Cualquiera? —preguntó, y en un instante la mujer de Valverde desapareció y volvió a ver a Alba sonriéndole.
Leo Caldas se ruborizó por segunda vez y prendió un cigarrillo arrugado, tratando de ocultar su turbación tras un velo de humo.
—Encantada, inspector Caldas —dijo ella, y su camisa se abrió todavía más al tenderle la mano.
—Igualmente —respondió, estrechándosela y haciendo un esfuerzo inhumano para no mirarle los pechos.
Entró en el coche preguntándose cómo un hombre podía pasar en tan pocos años de trabajar de marinero en un pequeño barco pesquero a tener una casa y una mujer como aquéllas. El timbre agudo de su teléfono móvil sonó cuando aún no había dado con la solución.
—¿No habíamos quedado para comer? —le saludó su padre al otro lado de la línea.
Leo Caldas consultó su reloj, comprobó que eran casi las dos y soltó una maldición. Había olvidado llamar para cancelar su cita.
—Todavía estoy en Panxón —se excusó. Aún le remordía el modo arisco en que se había bajado del coche el día anterior cuando su padre preguntó por Alba y lamentaba darle ahora un plantón—. Siento no haberte avisado antes.
—Podemos retrasarlo una hora, si quieres. Tengo cosas que hacer.
Caldas también las tenía: pretendía acercarse al cementerio durante el entierro y hablar con los marineros del
Xurelo
y con el camarero del Refugio del Pescador que había estado charlando con Castelo el sábado por la tarde.
—Es que necesito estar aquí a primera hora de la tarde.
—¿Te veo entonces en el hospital?
—Quizás —dijo, aun sabiendo casi con certeza que tampoco estaría de vuelta en Vigo a la hora de las visitas—. ¿Has sabido algo del tío esta mañana?
—Que está más o menos como ayer.
—Ya.
—¿Entonces vas a comer en Panxón? —preguntó su padre, sin un asomo del desencanto que Caldas intuía.
—Algo picaremos aquí, sí.
—Si tienes un rato podías pasar a ver a Trabazo.
¡Trabazo! Hacía mucho tiempo que Leo Caldas no oía mencionar su nombre.
—¿Sabes algo de él?
—Hemos hablado esta mañana.
No podía ser casualidad.
—¿Hoy?
—Sí, y me preguntó por ti. Siempre te escucha en la radio.
—No le habrás dicho que estoy trabajando en Panxón.
—No, claro…, pero sé que le haría ilusión verte.
1. Meditar o pensar con profundidad en términos puramente teóricos, sin ánimo de aplicación práctica. 2. Hacer suposiciones sobre algo que no se conoce con certeza. 3. Comprar un bien cuyo precio se espera que va a subir a corto plazo con el único fin de venderlo oportunamente y obtener un beneficio.
Los policías caminaron por el paseo, mirando desde arriba la arena oscurecida por la lluvia caída durante la mañana. El paseo estaba situado sobre el muro que contenía el mar cuando, durante los temporales de invierno o en época de mareas vivas, las olas se tragaban la playa de Panxón. Al aproximarse a las terrazas cubiertas en las que el inspector había propuesto comer, Rafael Estévez preguntó:
—¿Dónde dice?
—Ahí —respondió su jefe señalando el espacio que ocupaban las dos terrazas, casi gemelas.
—¿Pero en cuál de las dos?
La última vez que había cenado allí había sido con Alba, un verano. Entonces no estaban los cerramientos ni las estufas. Caldas no recordaba en cuál de las dos terrazas se habían sentado. Sólo que, aunque la comida era buena, se había sentido incómodo. No reservaban mesas y había demasiada gente de pie en el paseo, a unos metros, observando a los que comían, aguardando a que alguien dejase una mesa libre para lanzarse sobre ella como gaviotas alborotadas.
—En ésa —señaló la de la derecha, aunque podía haber elegido la otra. Se conformaba con saber que el paseo estaba libre de veraneantes al acecho.
En la terraza apenas había dos mesas ocupadas. Se sentaron en una alejada de las demás, y después de leer la carta decidieron compartir una tortilla de patatas y un plato de pulpo guisado con almejas.
—Y dos copas de vino blanco —dijo Caldas.
—Y traiga también una ensalada —pidió el aragonés antes de que el camarero se marchase a la cocina.
Últimamente su ayudante se empeñaba en ordenar ensaladas.
—¿Te estás cuidando?
—No —aseguró—. Es que aquí tienen una lechuga cojonuda.
—¿Aquí?
—En Galicia.
—Ah, ya.
Cuando les trajeron el vino, Caldas se llevó la copa a los labios y miró hacia el puerto, a los barcos que se balanceaban sujetos a las boyas. Distinguió el amarre de Justo Castelo. La chalupa ya no estaba allí. Tenía la esperanza de que Clara Barcia lograse dar con alguna pista que les ayudase a arrancar.
—¿Está pensando en el fantasma o en las tetas de la señora? —preguntó Estévez, devolviendo al inspector a la mesa.
—¿Cómo?
—Ya me ha oído —sonrió el aragonés.
—Ya —dijo Caldas regándose otra vez la garganta.
—¿Le puedo preguntar una cosa, inspector?
—Claro.
—¿Qué piensa de esa historia del capitán Sousa?
—No pienso nada.
—¿Pero cree que ese naufragio puede estar relacionado con la muerte de Castelo?
—Puede que sí —admitió—, pero también es posible que no tenga nada que ver.
Estévez resopló como un toro de lidia.
—Y yo no sé si ir a mear o a pegarme un tiro. ¿Le costaría mucho ser un poquito más explícito?
—¿Y qué quieres que te diga?
—Pues lo que realmente piensa del fantasma de los cojones.
—Sé lo mismo que tú: que a ese hombre lo amenazaron y poco después apareció muerto en el agua.
—¿Y no le parece raro que todo el mundo acuse a un hombre que se ahogó hace una década y que cada vez que lo mencionamos lancen un salivazo?
—Un poco, sí.
—¿Un poco?
—De acuerdo, Rafa, me parece bastante extraño. ¿Es eso lo que quieres oír?
—Sí —admitió—. Joder, lo que les cuesta hablar claro.
El camarero dejó la cazuela de pulpo con almejas sobre la mesa y el aroma del guiso aplazó la conversación. Luego llegaron la tortilla recién hecha y la ensalada del país. Sólo lechuga, tomate y cebolla aliñados con aceite de oliva, vinagre de vino blanco y sal gorda. Hasta los cafés Rafael Estévez no trajo de nuevo al marinero ahogado a la mesa.
—¿Ya ha descartado definitivamente el suicidio?
Caldas venció la tentación de devolverle una respuesta absurda que diese por concluido el diálogo; pero sabía que, en muchas ocasiones, el reflexionar en voz alta le ayudaba a discurrir.
—Creo que podemos descartarlo, sí —dijo, y encendió un cigarrillo.
—Pero ya ha visto que todos coinciden en que el Rubio no era precisamente la alegría de la huerta. La única que cuestiona su suicidio es su hermana.
—Su hermana y los hechos, Rafa. Están esa brida verde que no se pudo atar él mismo y el golpe en la cabeza.
—¿Cuál de ellos? —preguntó Estévez, que la víspera había abandonado la sala de autopsias antes de que el forense mostrase el impacto al inspector—. Tenía la cabeza llena de golpes.
—Sí, pero casi todos producidos después de su muerte —explicó Caldas—. Sólo recibió dos impactos estando vivo. Uno en la frente posiblemente causado por alguna roca. El otro fue en la nuca. Mira esto.
Leo Caldas buscó en el bolsillo de su pantalón el papel donde el forense había contorneado el objeto con el que habían golpeado al Rubio por detrás. Lo desdobló y lo colocó sobre la mesa, cerca de su ayudante.
—No te había enseñado esto, ¿verdad?
El aragonés sacudió levemente la cabeza.
—Le dieron un golpe en la nuca con algo con esta forma. Una especie de barra con una bola en el extremo. Según el doctor, el impacto fue muy violento, tanto que es probable que le hiciese perder la consciencia.
—Parece el extremo de un bastón —dijo Estévez.
Caldas miró el dibujo una vez más.
—Es posible, aunque el doctor Barrio se inclina por una de esas llaves que aprietan las ruedas de los coches. En cualquier caso, no apunta a un suicidio.
—No.
Caldas dio una calada a su cigarrillo y pensó que tampoco apuntaba a un suicidio el que hubiese encargado al carpintero una barca nueva, ni la amenaza pintada en la chalupa, ni la preocupación capaz de llevarlo a modificar un hábito repetido durante años.
Dobló el papel con el dibujo y lo devolvió al bolsillo trasero de su pantalón.
—¿Y qué me dice de los motivos, inspector?
—¿Me estás examinando?
—No, sólo trato de saber qué demonios piensa.
—Ya…, ¿y tú cómo lo ves?
Estévez le miró fijamente y Caldas tuvo la certeza de que iba a soltarle alguna inconveniencia.
—Es extraño —dijo en cambio—. Es un tipo sin pareja ni enemigos ni bienes por los que merezca la pena matarlo.
—Tiene una casa.
—No creo que le hayan matado por eso.
—Aquí se ha matado por una
leira
, Rafa. Por colocar la piedra que marca un linde un metro más allá o más acá.
—No le digo que no, pero dudo que hoy en día le interesase a nadie la casa de Castelo tanto como para matarlo.
—¿Desde cuándo eres experto inmobiliario?
—Desde nunca, pero no hay más que darse un paseo por el pueblo. Está lleno de carteles anunciando pisos en venta. Pocos constructores piensan en especular con terrenos nuevos cuando aún tienen casas por vender.
—Ya —dijo Caldas, que no había reparado en aquello—. ¿Entonces?
Estévez se tomó un tiempo antes de responder.
—Creo que lo más sólido es la pintada en el bote de remos. Tal vez ese capitán Sousa tenga un familiar… ¿Le parece posible?
Caldas asintió.
—No sé para qué te interesa tanto mi opinión si es casi igual que la tuya.
—¿Casi?
—Sí.
Pagaron la cuenta y volvieron caminando hasta el coche. Estévez lo había dejado aparcado sobre el espigón, junto al club náutico. Vieron algunos clientes nuevos en El Refugio del Pescador, pero el camarero todavía era el mismo que les había atendido por la mañana.
—¿Dónde vamos ahora?
Caldas consultó su reloj. Faltaban más de dos horas para el entierro de Justo Castelo.
—¿Recuerdas la brida verde con que ataron las manos al muerto?
—Claro.
—Quiero que visites las tiendas y los almacenes donde se pueda comprar una brida así. Tanto aquí como en los pueblos vecinos. No pueden ser muchos sitios. A ver si encuentras una como aquélla.
Estévez asintió.
—¿Usted no viene?
—No, yo te indico dónde me tienes que dejar. Voy a visitar a un amigo.
1. Concepto, imagen o representación sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos. 2. Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo. 3. Complacencia en una persona, una tarea, etc. 4. Ironía viva y picante.
Lola abrió la puerta, se secó las manos en el mandil y le estampó un beso en cada mejilla. Luego lo condujo apresuradamente a la parte trasera de la casa.
—Está en el jardín —lo sujetaba por el brazo sin dejar de caminar—. Qué ilusión le va a hacer verte.
No recordaba la última ocasión en que había recorrido aquel pasillo. Habían transcurrido veinticinco años, o puede que alguno más. La pared parecía ahora más clara y las puertas que se abrían a los lados más pequeñas, pero reconoció el olor. Había perdurado intacto en su memoria y lo habría podido distinguir entre otros mil. Su simple roce lo trasladó mucho tiempo atrás, a los días de su niñez, cuando ese pasillo era como un túnel mágico que le conducía a Manuel Trabazo.
Entonces Leo Caldas miraba a Manuel Trabazo como al pescador de
Capitanes intrépidos
que interpretaba Spencer Tracy. Manuel el Portugués, se llamaba. No era canoso y enjuto como Trabazo, sino moreno y fuerte, pero para Caldas eran la misma persona. Había visto aquella película decenas de veces. El niño rico que caía al mar desde un transatlántico y era recogido por un barco pesquero, en el que uno de los marineros, Manuel el Portugués, enseñaba a aquel chaval impertinente a cantar y a reír. Lo mismo que Trabazo había intentado tantas veces con él.