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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (33 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—Creo que ya sé por qué lo hundieron aquí.

—¿Por qué? —quiso saber Estévez.

—Ahora te cuento —dijo, y se dirigió al chico—: Ya puedes irte.

—¿Y los percebes? —vaciló.

—Llévatelos —respondió Caldas—, ¿no los has recogido tú?

El joven les dio las gracias y se escabulló hacia su coche con una bolsa en cada mano y una sonrisa en el rostro.

—Una cosa más —habló en voz alta el inspector.

El chico se detuvo y se dio la vuelta. Había dejado de sonreír, pero volvió a hacerlo al escuchar la pregunta de Leo Caldas:

—¿Cuánto pides por dos kilos?

Cuando el coche amarillo del pescador furtivo desapareció, Caldas contó a su ayudante su teoría.

—Creo que no vinieron a la poza para esconder el barco, sino que lo dejaron aquí porque era el único sitio en el que podían desembarcar sin quedar expuestos a miradas inoportunas.

—¿Le importa repetírmelo? —le pidió el aragonés.

—Digo que mientras uno de los asesinos se marchaba en su barco, en ese desde el que abordaron al Rubio, el otro trajo la embarcación de Castelo hasta aquí. Pero no lo hizo para hundirla, sino para poder desembarcar sin testigos.

Estévez miró a su alrededor. Sólo vio agua, rocas y tierra cubierta de árboles.

—¿Y por qué no se marcharon todos en el otro barco después de lanzar al agua a Castelo?

—Tal vez porque no deseaban que los viesen juntos —sugirió.

—Puede ser —convino—. ¿Pero por qué lo hundieron?

—Tú mismo lo dijiste. Porque el cadáver del Rubio estaba al otro lado del monte. Por eso no quisieron dejar su barco a la deriva. Habría resultado extraño que el cuerpo apareciese flotando en una vertiente de Monteferro y el barco en la otra. Como necesitaban desembarcar, tuvieron que hundirlo aquí mismo.

El inspector bajó de nuevo hasta el borde de la poza y Estévez le siguió.

—¿Ves esas piedras amontonadas junto al muro? —preguntó Caldas—. Son como las que había dentro del barco de justo Castelo. Creo que después de saltar a tierra lanzaron las piedras desde arriba para abrir una brecha en el casco y asegurarse de que se quedaba en el fondo.

Estévez asintió.

—Pero si sucedió como usted supone, si uno de ellos desembarcó por aquí, ¿dónde está el otro? —preguntó—. En ninguno de los puertos cercanos hubo movimiento el domingo pasado.

—Tendremos que preguntar más lejos.

Estévez resopló.

—¿Y no ha pensado que quizás no exista ese otro barco, inspector?

—¿Y cómo llegaron hasta Castelo entonces?

—Tal vez había alguien esperándole escondido cuando embarcó.

—Ya lo hemos hablado: Castelo era el único que iba a bordo cuando salió del puerto. La mujer de Hermida lo vio desde la ventana.

—Esa señora tiene muchos años —replicó—, y estaba oscuro. Pudo confundirse.

—Ella sí —dijo Caldas—, pero Castelo lo habría visto. La cubierta de su barco era diáfana, como la del de Arias o el de Hermida, y las nasas estaban apiladas en el espigón. Se habría dado cuenta de que había alguien más.

—Era de noche —insistió Rafael Estévez.

—Pero la mujer le vio encender la luz. Hazme caso, no hay donde esconderse. Tuvieron que llegar por mar, y no pudo ser una sola persona.

Caldas comenzó a subir la ladera, hacia el coche.

—¿Pero cómo se explica que supieran que el Rubio iba a salir al mar esa mañana? —preguntó el aragonés, caminando a su lado.

Leo Caldas se detuvo y abrió los brazos. Era la segunda vez en dos días que su ayudante formulaba aquella pregunta.

Objetivo:

1. Finalidad. 2. Lente colocada en los aparatos ópticos en la parte dirigida a los objetos. 3. Que juzga ateniéndose a la realidad.

Dejaron atrás el faro y volvieron por el camino sembrado de baches que discurría primero junto al mar y luego entre los troncos blanquecinos de los eucaliptos. Su olor ácido entraba con el frío por la rendija abierta en la ventanilla y golpeaba el rostro del inspector.

Cuando llegaron a la carretera, Caldas miraba a través del cristal, y al acercarse las primeras casas pidió a su ayudante que redujera la marcha.

—¿Qué busca? —preguntó Estévez, sorprendido al comprobar que el inspector, en lugar de cerrar los ojos al montarse en el coche, los había mantenido abiertos como un águila al acecho.

—Quiero comprobar si alguna de estas casas tiene contratado un sistema de video vigilancia —reveló Leo Caldas—. Tú mira por ese lado, ¿quieres?

En los últimos años habían aumentado los robos en viviendas y muchos propietarios contrataban alarmas y otros sistemas de seguridad para protegerse de los ladrones. El inspector albergaba la esperanza de que alguno de los dispositivos instalados en las casas hubiese grabado a quienes circulaban por aquella carretera el domingo anterior. No existía otro camino para regresar desde el faro. Después de desembarcar en la poza y recorrer la pista de tierra, había que pasar forzosamente por ese tramo de carretera.

—¡Ahí! —dijo Estévez al poco rato, orillando el coche junto a una de las primeras casas.

Era una vivienda moderna cuyo jardín circundaba un muro de piedra de más de tres metros de altura. La cámara estaba situada en el segundo piso, con el objetivo apuntando a la puerta de entrada, el lugar más accesible del perímetro. Si algún coche había pasado por la carretera, aquella cámara debería haber registrado su imagen.

Leo Caldas llamó al timbre, pero nadie respondió. Retrocedió unos pasos y comprobó que las persianas estaban bajadas y el buzón repleto de publicidad mojada por la lluvia. Dedujo que se trataba de una casa de veraneo, de modo que se limitó a tomar nota del nombre de la empresa de seguridad proveedora de la alarma, cuyo adhesivo se exhibía como medida disuasoria en un lugar destacado de la pared. Apuntó también el número grabado en relieve en la piedra, y volvió al coche.

Retomaron la marcha lentamente, peinando cada muro, puerta y ventana. Encontraron varias casas con distintivos de empresas de seguridad, pero no hallaron más cámaras enfocando la carretera.

Al llegar al cruce, Rafael Estévez preguntó:

—¿Volvemos a Vigo?

Leo Caldas asintió y giraron a la izquierda alejándose de Panxón.

Se detuvieron a repostar en una gasolinera.

—Voy a mear —anunció el aragonés después de llenar el depósito.

—A ver si encuentras otra bolsa —le dijo Caldas—. Hay que repartir los percebes.

Estévez asintió y se perdió en dirección al baño, y el inspector aprovechó la espera para telefonear a Clara Barcia. Le facilitó el nombre de la empresa de seguridad y el número de la vivienda.

—¿Crees que habrá imágenes del domingo pasado? —le preguntó.

—Va a depender del equipo, inspector.

—¿Del equipo?

—Del equipo de grabación —aclaró la agente—. Si almacena las imágenes en un disco habrá varias semanas grabadas, pero si es de los que las recoge en una cinta olvídese del domingo pasado. Sólo habrá dos o tres días.

—Ya —murmuró Caldas—. Gracias, Clara.

Rafael Estévez había regresado del baño cuando el inspector colgó.

—No debía haberla llamado, inspector.

—¿Por qué?

—Porque es sábado.

—Pues ella no se ha quejado.

—No —dijo Estévez—, a usted no.

El aragonés detuvo el coche ante el portal de Leo Caldas, en el mismo lugar donde lo había recogido a primera hora de la mañana. El inspector salió del coche, se desperezó y consultó el reloj. Eran las once y media. Abrieron el maletero y repartieron los dos kilos de percebes comprados al furtivo.

—Nunca los he probado —confesó Estévez.

—Pues un kilo no está mal para ser la primera vez —bromeó Leo Caldas—. ¿Te explico cómo se preparan?

—Si no le importa… —respondió.

—Es muy fácil: pones a hervir agua de mar con una hoja de laurel…

—¿Tengo que ir a buscar agua de mar? —le interrumpió el aragonés.

—Puede ser agua del grifo con sal —dijo el inspector—. Cuando hierva a borbotones, echas los percebes y esperas hasta que el agua rompa a hervir otra vez. Entonces cuentas hasta cincuenta, escurres el agua, vuelcas los percebes en una fuente y a la mesa.

—¿Calientes?

—Calientes —confirmó—. Tapados con un paño para que no se enfríen.

—De acuerdo —dijo Estévez—. Hasta el lunes, entonces.

—El lunes ve pronto, Rafa —le pidió el inspector, mostrándole el sobre con la fotografía que le había entregado el sacerdote de Panxón—. Tenemos que ir a Aguiño. A ver qué recuerdan esa mujer y su hijo.

—¿Sigue pensando que Sousa…? —preguntó Estévez, y Leo Caldas respondió con una mueca que su ayudante no supo interpretar.

El aragonés abrió la portezuela del coche y, antes de sentarse al volante, señaló la bolsa colgada en la mano del inspector.

—¿Usted cree que le gustarán?

—¿A quién?

—Ya sabe…

Leo Caldas miró los percebes.

—Yo creo que sí —respondió—. Bastante más que las ensaladas.

Repuntar:

1. Empezar la marea. 2. Comenzar a estropearse el vino, a tomar gusto a vinagre. 3. Irritarse levemente una persona con otra.

Cuando Caldas llegó a casa, dejó el sobre con el retrato de la tripulación del
Xurelo
en la mesa, encendió la televisión con el mando a distancia y se dirigió a la cocina. Guardó la bolsa con los percebes en la parte baja del frigorífico y bebió un trago de agua directamente de una botella. Luego regresó al salón, tomó la fotografía y se recostó en el sofá.

El capitán Sousa, con la cabeza abrigada en su gorro de lana, estaba sentado delante de los otros. Mantenía los ojos fijos en el objetivo de la cámara, y a Caldas le pareció un hombre orgulloso de su barco y su tripulación. De pie tras el patrón estaban los tres muchachos. Vestían impermeables amarillos, casi idénticos a los de los marineros que en la imagen del Templo Votivo del Mar suplicaban clemencia a la Virgen del Carmen.

José Arias estaba en el centro. Era al menos un palmo más alto que sus compañeros. La sombra de la barba ya oscurecía su rostro, pero la sonrisa y la juventud daban un aspecto menos fiero al hombre que el inspector había conocido en Panxón. A la derecha del marinero alto estaba Justo Castelo con los inconfundibles mechones rubios cayéndole sobre los ojos. Al otro lado de Arias, Marcos Valverde aún no se peinaba hacia atrás. Ya entonces parecía el más joven de los tres. Entre las cabezas de los marineros asomaban algunas de las letras oscuras que componían la palabra «
Xurelo
».

Devolvió la fotografía al sobre y lo dejó en la mesa. La investigación se había detenido como un barco que, sorprendido por la bajamar, queda varado en la arena. Caldas se preguntaba cuándo comenzaría a repuntar la marea que les permitiese avanzar de nuevo.

Consultó su reloj. Pasaban unos minutos de la una de la tarde. Recordó que su padre había comentado que iría por el hospital antes de comer, y echó mano de su teléfono móvil.

—¿Estás en el hospital?

—Desde la una —respondió su padre—. ¿Vas a venir por aquí?

—Sí —dijo Leo Caldas—. Te invito a comer en mi casa después. Tengo en la nevera un kilo de percebes recién sacados del agua.

—¿Por qué no haces otra cosa? —repuso el padre—. Tenemos algo que celebrar.

Leo Caldas escucho la propuesta.

—Eso está prohibido —objetó después.

—Coño, Leo. ¿Los sábados también eres policía?

El inspector coció los percebes, los escurrió y los colocó, envueltos en un paño húmedo, dentro de una caja hermética de plástico. Luego salió apresuradamente a la calle, paró un taxi y pidió al conductor que le llevase al hospital.

—¿Los traes? —preguntó su padre al verlo aparecer en la habitación 211, y su tío Alberto sonrió tras el respirador.

Leo Caldas levantó la bolsa que llevaba en la mano y se acercó a la mesa alta. Dejó en el suelo la radio y los periódicos, sacó la caja de plástico, la abrió y colocó el paño con los percebes sobre la madera.

—Deja la caja ahí para las mondas —le pidió su padre, girando la manivela que incorporaba la cama de su hermano.

—¿Me vais a decir qué celebramos? —preguntó el inspector.

—Alberto se va a casa.

Miró a su tío. Sus ojos no dejaban de sonreír.

—¿Cuándo?

—Esta semana —dijo su padre—. Le ha visto un médico nuevo. Opina que, con oxígeno, no hay necesidad de estar aquí. ¿Qué te parece?

Leo no estaba convencido de que se tratase de una buena noticia.

—Bárbaro —aseguró, sin dejar de devolverle a su tío la sonrisa.

—Va a venirse a la finca conmigo —explicó su padre—. Al menos hasta que esté algo más recuperado y pueda arreglárselas solo.

Caldas asintió.

—Te avisaré para que nos ayudes a hacer el traslado, Leo.

—Claro —dijo el inspector, posando una mano sobre la muñeca de su tío.

Podía palpar cada hueso en aquel brazo esquelético, pero detrás de los ojos brillantes que le miraban había un hombre feliz.

—Así puedes conocer al perro.

Las arrugas en la frente del enfermo le dijeron que no sabía de qué le hablaba.

Se volvió hacia su padre.

—¿No le has dicho que tienes un perro?

—¿Yo?

Caldas chasqueó la lengua y miró a su tío.

—Tiene un perro —afirmó señalando a su padre con el dedo—. Uno marrón, bastante grande.

—No es mío.

—Claro que sí —replicó Leo—. Vive en su finca, y no se despega de él ni un segundo.

—También hay pájaros que anidan en la finca. Y topos, y moscas —arguyó el padre—. Y no se me ocurre pensar que son míos.

Leo Caldas y su tío Alberto aún sonreían cuando el inspector desenvolvió el paño. Peló el primer percebe y se lo ofreció a su tío. Éste lo sujetó con su mano huesuda y se lo llevó a la boca. La mascarilla sopló con fuerza al separarse del rostro.

—¿Y el vino? —preguntó el padre de Leo mirando bajo la mesa.

—¿Cómo?

—¿No pretenderás que nos comamos todos estos percebes sin vino?

Caldas sonrió creyendo que no hablaba en serio. Pero se equivocó.

Umbral:

1. Pieza empotrada, escalón o espacio que constituye la parte inferior de una puerta, contrapuesta al dintel. 2. Parte inicial o primera de un proceso o actividad. 3. Cantidad mínima necesaria para que un fenómeno sea perceptible.

El lunes por la mañana, la ciudad amaneció fría y neblinosa, como cubierta por una nube de ceniza. Leo Caldas se afeitó en la ducha, se vistió y bajó caminando hasta la comisaría. Encontró a Rafael Estévez de pie ante la mesa de Olga, con el abrigo puesto, consultando un mapa de Galicia en el ordenador.

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